
Si no has leido las parteriores haz chic en la parte que queras
Parte VII
La casa de Marie estaba aún despierta. No con el bullicio de antes, sino con esa calma de las fiestas largas, cuando ya el cansancio y la euforia tratan de apaciguar el ánimo; cuando el deseo ha dejado de gritar y se limita a rozar las paredes.
Enrique entró primero. Saludó a alguien que se besaba con alguien. Yo fui detrás, más liviana, más llena. No por el sexo en el campo, ni por el cuadro en el museo. Sino, por la sensación de haber sido… solo mía. Aunque fuera por unas horas. Marie nos recibió en la cocina, descalza, con un kimono de seda suelta y una copa en la mano. Sonrió como si supiera todo. No preguntó nada.
—Aún queda algo de tarte Tatin —dijo, sacando un plato de la nevera—. La hice yo. Con manzanas de nuestros árboles.
Me senté en la encimera. Enrique sirvió dos copas. El vino estaba frío, pero no helado. Como debe ser.
Marie se apoyó en la isla, con la copa en la mano. Nos observaba como si fuéramos una especie exótica. No con juicio. Más bien, con una especie de interés antropológico.
—Se os ve diferentes —dijo, al fin—. Como si hubierais hecho las paces con un demonio propio.
No respondí. Solo probé el vino. Enrique sonrió con la copa en los labios. Y Marie, como buena anfitriona, no insistió. Solo nos dejó allí, en esa cocina templada, donde el silencio por fin era amable. Subimos a la habitación. Enrique se duchó. Yo abrí la ventana. El jardín estaba oscuro, salpicado de lámparas tenues. Se oía el rumor de una fuente y una conversación lejana, en la terraza.
Me senté en el alfeizar. Desnuda, envuelta solo en el olor de la noche. Él salió con una toalla en la cintura, me miró sin decir nada. Me rodeó por detrás. Apoyó la barbilla en mi hombro. Y así nos quedamos. Oyendo la noche. Sintiéndola respirar.
—¿Y ahora qué? —susurró, al cabo de un rato.
—Ahora voy a ducharme y ponerme sexy. Necesito que recuerdes quién manda.
No lo dije como promesa, sino como sentencia. Como quien ya ha decidido qué tipo de noche quiere.
Me levanté sin esperar respuesta. Enrique no me siguió. Sabía leer las pausas, incluso las que yo misma no entendía del todo.
El agua cayó sobre mí como una confesión caliente. Cerré los ojos y dejé que el vapor me envolviera. Había algo en el ritual de la ducha que siempre me devolvía al centro, al cuerpo. A mí.
Tomé el jabón con ambas manos, lo froté hasta que hizo espuma, espesa y blanca, y la llevé a mis pechos. No lo hice con prisa. Los recorrí con la misma familiaridad con la que se acaricia algo valioso que lleva años con una, y al mismo tiempo con la atención que merecen los lugares sagrados. Apreté con suavidad, notando el peso, la textura, las huellas del tiempo.
Bajé la espuma por el vientre, redondeado, firme pero vivo. El cuerpo guarda memoria, y el mío hablaba: de mis hijos, de mis amantes, de todo lo que había entregado sin rendirme. Me enjaboné el culo despacio, con la palma abierta, sintiendo cómo el jabón se deslizaba entre las curvas. Siempre había sido una de mis armas. Una que no necesitaba enseñar para que la recordaran.
Cuando mis dedos llegaron entre las piernas, no me detuve. Fui lenta, precisa. Me lavé como quien prepara un altar, sin perderme en fantasías, pero sabiendo lo que era. Lo que soy. Y lo que podría volver a ser esta noche.
¿Quién lo tendría esta vez?
El chico alemán me vino a la mente. Esos ojos huidizos, el cuello tenso cada vez que me cruzaba, como si temiera mirar demasiado y no poder apartar la vista después. Y ella, su mujercita o novia o lo que fuera, cuchicheándole siempre cuando yo pasaba. Los celos no se fingen. Ni la curiosidad.
Él tenía algo. La torpeza del deseo mal gestionado. El cuerpo bien hecho. La juventud sin plan.
Por un instante pensé en Javi. Pero no… justo en ese momento me di cuenta de que me había desencaprichado de él, sin razón aparente. Algo que suele pasarme muy a menudo con la mayoría de los hombres.
Y después… Marie. Siempre, Marie. Con esa manera de mirarme como si aún tuviera algo que decir sobre mí. Ella y sus dos muchachos nuevos, elegidos con precisión de entomóloga. Carne perfecta. Cuerpos suaves, obedientes. Recordé la última vez que había follado con Marie. Fue en una playa nudista, al anochecer, en la costa de Sitges.
Todavía puedo recordarlo con una nitidez casi insoportable: el olor a sal, a piel caliente y a deseo sin apuro. El cielo era de un azul que ya empezaba a apagarse, y el mar apenas murmuraba, cómplice.
Estábamos rodeadas de mirones.
Seis, siete… tal vez más. Todos desconocidos. No dijeron una palabra, ni dieron un paso atrás. Se quedaron allí, a menos de un metro, envueltos por la noche cálida, con las manos en sus propios sexos, entregados a la escena como si fuera un ritual sagrado. Y quizá, de algún modo, lo era.
Marie y yo estábamos tendidas sobre una toalla de playa, con las piernas entrelazadas, devorándonos con una lentitud casi obscena. Su sexo mojado brillaba bajo la última luz del día, y el mío, enterrado entre sus labios, recibía cada jadeo como si fuera una confesión.
Ella sabía lo que hacía. Siempre lo supo. Subía el ritmo solo para frenarlo al borde; me arañaba los muslos, me apretaba con los dedos como si me ofreciera al público sin soltarme del todo. Y yo, por mi parte, no me guardaba nada. Mis labios la recorrían con hambre vieja y técnica depurada. La hacía temblar y le sostenía las caderas cuando intentaba escaparse de sí misma.
Los hombres nos miraban con la boca entreabierta, las piernas tensas, algunos ya con el aliento entrecortado. Pero no nos importaba. No existían, salvo como parte del marco. No estaban allí para participar. Estaban allí para arder.
Cuando Marie se corrió, lo hizo gritando mi nombre, mirando directamente a uno de ellos. Como si lo retara. Como si le dijera: esto nunca será tuyo. Y entonces fui yo la que acabó jadeando entre sus muslos, con su sabor en mi boca y el eco del mar golpeando suave contra la orilla.
No dijimos nada al terminar. Nos quedamos recostadas, respirando aún agitadas, besándonos con lentitud, como si no hubiera prisa por volver al mundo real. Nuestras piernas seguían entrelazadas, húmedas, tibias, satisfechas. La brisa marina nos acariciaba la piel desnuda, pero no alcanzaba a enfriarnos. Estábamos incandescentes. Y ellos… seguían ahí.
Uno a uno, como si lo hubieran pactado en silencio, comenzaron a eyacular sobre nuestros cuerpos. Los primeros temblaron rápido, como adolescentes. Otros se demoraron, alargando la mirada, buscando retener lo que ya sabían que no podían tener. Sus fluidos caían en nuestros muslos, en el vientre de Marie, en mis pechos, como una ofrenda torpe y silenciosa. Y nosotras… los animábamos.
Marie encendió un cigarrillo desnuda, con esa naturalidad suya que parecía desafiar al mundo. Yo me vestí sin prisa. Y juntas, nos alejamos de la playa como dos reinas que habían incendiado un reino solo para demostrar que podían hacerlo todo.
Con el pensamiento de Marie, la espuma resbalaba entre mis muslos cuando me sorprendí sonriendo. No era una cuestión de si podía elegir. Nunca lo había sido. La única duda real era… ¿A quién iba a permitirle pensar que me había elegido?
Elegí un conjunto negro. Transparente. Encaje y seda. Ligero, como un susurro sostenido sobre el cuerpo. Encima, un vestido suelto, color champagne, con escote discreto y espalda abierta, y un collar largo de perlas blancas, el típico que los franceses denominan collar de ópera. Cabello suelto. Zapatos de tacón. Perfume en el cuello, detrás de las rodillas y en el hueco entre los senos.
Cuando bajé al salón, la atmósfera había cambiado. Faltaba música, pero no tensión. Algunas copas aún sobre la mesa. Silencios más largos. Voces más bajas. La fiesta no había terminado: se estaba transformando.
Philippe reinaba en la terraza como un dios cansado. Sentado en su butaca de respaldo alto —más trono que asiento—, contemplaba el horizonte sin apuro, como si el mundo allá abajo ya no tuviera nada nuevo que ofrecerle. El cielo, plomizo y hondo, parecía haberse detenido a la espera de su próximo gesto. Me vio entrar. No se movió.
—Bon soir —dijo, sin levantar la voz—. Te esperaba.
No pregunté cómo lo sabía. Ni por qué.
Me acerqué. No como una invitada. Como alguien que ha compartido durante años muchas experiencias.
Isabel estaba arrodillada en el suelo, con la cabeza apoyada sobre las rodillas de Philippe. Completamente desnuda. Levantó el rostro al notar mi presencia, pero no me saludó. Ni siquiera intentó fingir una sonrisa. Se la veía agotada. Derrotada, pero aún aferrada a algo que ni ella misma parecía recordar. Sus pezones estaban erectos. Su espalda tenía una línea de tensión hermosa, casi felina. La miré. No bajó la vista. Tampoco la sostuvo. Solo existía ahí. Como si ya no necesitara hablar.
En apenas un día había envejecido varios años. Ya no tenía esa serenidad suave que le cubría las mejillas la última vez que la vi. Tan solo unas horas antes. Esa tersura inofensiva de las chicas de veinticinco años que aún creen que el mundo puede domarse.
Me pregunté cuántas veces la habría follado. Él… o quienquiera que Philippe hubiera decidido que podía hacerlo. Porque con él nunca se sabía. Podía convertir a alguien en objeto, en premio o en castigo… sin necesidad de mover un solo músculo.
¿Y cuántas horas llevaría la joven sin dormir? ¿Cuántas veces había obedecido con los ojos abiertos de par en par y la conciencia flotando lejos?
Se la veía vacía. Y aun así, bella. Pero de esa belleza triste que solo tienen las cosas usadas demasiadas veces.
—¿Tienes idea de lo que provocas cuando caminas? —preguntó, sin apartar los ojos de mi trasero.
—No camino para provocar —dije—. Pero tengo que desplazarme, como todo el mundo.
Me senté frente a ellos, en un sillón de mimbre que había justo al lado. Él sonrió. Fue una sonrisa lenta. Como una sombra deslizándose por el suelo.
—No, claro. Las mujeres como tú no provocan. Marcan territorio. Incluso cuando creen que no lo hacen.
Bebió un sorbo del oscuro coñac. Luego se giró hacia mí. Y por primera vez, me miró. De verdad.
—Es preciosa, ¿verdad? —dijo Philippe, acariciando a Isabel. Deslizando los dedos por el cabello oscuro y brillante como la sombra de un cuervo. Lo hacía con la calma calculada de quien muestra un trofeo bien cuidado, la misma ternura distante con la que se acaricia a un animal de raza: sin necesidad de afecto, solo orgullo.
Ella alzó la mirada.
Fue apenas un segundo, pero en esos ojos sucedió algo. No era súplica. Tampoco desafío. Era más bien un destello humano en medio del mármol: una pregunta sin voz, una grieta mínima en la máscara de sumisión. Y luego, como si nada, volvió a bajar la vista.
El silencio que siguió fue denso como humo. Philippe sonrió, satisfecho. No con ella, sino con el efecto.
—Sin duda lo es —dije, midiendo cada palabra como si eligiera cuchillos—. Marie y tú... siempre supisteis rodearos de lo exquisito.
»Hace muchos años —comenzó diciendo Philippe, sin apartar la vista de Isabel—, un amigo me invitó a una fiesta en el País Vasco. Vine porque me comentó que acudiría una chica española muy joven, que estaba revolucionando el mundo liberal de la zona. Según él, era casi una leyenda local. Todos —hombres y mujeres del mundo liberal— suspiraban con desesperación por tenerla en su cama, aunque fuera una sola vez. Hizo una pausa, como saboreando el recuerdo.
»Tenía sangre danesa por parte de madre —continuó—. Y se notaba. Había heredado todos los rasgos nórdicos de aquella mujer: la piel clara como la porcelana, el cabello rubio espeso que le caía por la espalda como un río de oro apagado. Alta, esbelta, pero con un cuerpo que desafiaba la lógica: caderas amplias que parecían esculpidas para ser sostenidas con ambas manos, muslos firmes y largos como columnas y un pecho exuberante, redondo, lleno, que la ropa no conseguía disimular aunque lo intentara. Ojos verdes. Pero no verdes cualquiera. Verdes como el vidrio de una botella antigua: fríos, brillantes, irrompibles.
Se inclinó apenas hacia Isabel, y con una media sonrisa, agregó:
»Acababa de cumplir los dieciocho. Y ya sabía exactamente el poder que ejercía entre los hombres.
»Por entonces, nuestra Olivia era la amante en exclusiva de uno de los empresarios más poderosos del País Vasco —prosiguió Philippe, con voz lenta, casi confesional—. Un tiburón de corbata y sonrisa gélida que la exhibía como si fuera una joya exótica, intocable. Pero ni siquiera él lograba domesticar del todo esa luz que llevaba dentro.
»Cuando la vi… fue como si algo en el mundo se reordenara. No solo para mí, también para Marie. Ambos quedamos hechizados. No por su cuerpo —aunque era una obra maestra—, sino por esa mezcla imposible de juventud insolente y dominio natural. Ella no pedía permiso. Estaba diseñada para que se le rindieran.
»Pero fue cuando la probé… cuando me perdí del todo. Me enamoré de ella como un quinceañero. Así, sin defensa. Con hambre, con furia, con esa sensación estúpida y gloriosa de que nada existía fuera de ella.
Me acerqué despacio, sin prisa, con esa calma estudiada que solo da el tiempo. Philippe seguía sentado, con la pose del hombre que cree tener el control, aunque sus ojos me delataban: no lo tenía. Ya no. No del todo. Me senté en el posabrazos del sofá, justo a su lado, con la familiaridad de quien ha ocupado ese lugar muchas veces y en muchas formas. Él no se apartó. Al contrario. Levantó el rostro hacia mí y, sin más palabras, nuestras bocas se encontraron.
El primer beso fue lento, lleno de ecos antiguos. No buscaba pasión inmediata, sino algo más grave: reconocimiento. Sus labios aún sabían a pasado, a arrogancia y a deseo no resuelto. Él se aferró a mi cintura con una mano; la otra ascendía con cautela por mi muslo. Yo lo besé como quien recupera lo que ya no necesita, pero aún quiere sentir de nuevo.
Me separé apenas unos centímetros, lo suficiente para que mis palabras le rozaran los labios:
—Pero para que la historia que cuentas fuera del todo cierta… no deberías omitir que, durante mucho tiempo, tú también fuiste mi gran obsesión.
Él se echó a reír, como si esa parte de la historia aún le pareciera demasiado absurda para ser cierta.
—Tú tenías novio —dijo—. Aquel a quien describías como una especie de príncipe azul. El hombre con el que tenías planeado tener hijos y construir una vida perfecta. Y así lo hiciste —añadió, ladeando una sonrisa amarga—. En el fondo, siempre envidié a ese muchacho. Compartió media vida contigo… sin enterarse de que era el mayor cornudo de España.
Lo vi tragar saliva. No era remordimiento. Era memoria.
Me reí, bajando la mirada un instante antes de clavarla de nuevo en la suya.
—Os tenía tanto cariño… que llegué a ingeniármelas para que Marie y tú estuvierais presentes el día de mi boda. Te presenté a mi familia como un profesor de francés de la Universidad de Salamanca —dije, entre carcajada y carcajada, como si aún no pudiera creerlo del todo.
—Y nadie sospechó nada —respondió él, bajando la voz.
Entonces ocurrió. Philippe desvió la mirada hacia un punto perdido en la memoria, y su tono cambió, volviéndose casi íntimo.
—Aún recuerdo a tu bella madre. Bailé con ella varias veces aquella noche. ¡Qué gran mujer…!
Yo no dije nada. Me limité a observar cómo su voz se ralentizaba, cómo el pasado le coloreaba los ojos.
—Tenía unas piernas hermosas —continuó, como si hablara solo para sí mismo—. Largas y firmes. Caminaba como si fuera la reina del mundo. Y esos ojos… los mismos que tienes tú. Un verde que no es verde del todo. Un gris que guarda secretos. El mismo cabello también… cuando lo llevas suelto, te cae como a ella. Y los pechos… —hizo una pausa apenas perceptible—. Tenía la misma forma. Exactamente la misma.
Me ardió la piel, pero no por pudor. Por reconocimiento.
Philippe se quedó a medio camino de decirme algo más. Lo vi. Lo sentí. En el fondo, siempre lo había sabido. Que hubo algo entre ellos. No le di tiempo para terminar.
—Por favor, Philippe. Han pasado tantos años… No creo que sea el momento de hablar ahora de eso —dije cruzando las piernas. El vestido se abrió apenas, dejando ver el encaje negro, como una rendija pensada.
Philippe no se movió de su asiento. Solo alargó una mano y me tomó por la muñeca. No con violencia. Con una firmeza que no se discutía. Me hizo ponerme de pie, mientras él permaneció sentado. Mis muslos quedaron al nivel de sus ojos. Pude sentir su aliento caliente sobre mi piel.
Me subió el vestido con ambas manos. Despacio. Deliberado. No temblaban. Sabía que tenía el poder de hacerlo siempre que quisiera; yo misma se lo había entregado desde hacía veinticinco años.
Cuando vio la ropa interior, soltó una risa breve.
—Sutileza, cara —dijo, tocando el borde con un dedo—. Me encanta.
Luego bajó la cabeza. Su boca se posó sobre mi pubis, sobre la tela de mis bragas. No chupó. No lo lamió. Solo respiró. Como si el aroma fuera parte de un ritual.
Sus manos subieron por mis muslos, separándolos sin pedir permiso. Su boca siguió el gesto. Lentamente, la lengua se deslizó sobre el encaje. Yo no gemí. Pero mi mano buscó el respaldo de su sillón. Entonces habló, con la boca aún ahí: Con la boca llena de mi sexo.
—Echaba de menos tu olor de zorra. Podría reconocer el aroma de tu coño con los ojos vendados.
—Supongo que tenemos más en común de lo que pensaba —dije en un leve susurro, y lo besé. Con hambre. Con intención. Con dominio.
—Desnúdate —dijo con una voz irresistiblemente autoritaria.
No fue una orden brusca. Fue un mandato envuelto en seda. Como todo lo que él sabía decir cuando quería que alguien se rindiera sin darse cuenta.
Me levanté con la misma lentitud con la que se alza una reina aburrida del juego, pero decidida a seguir jugando. Mis movimientos no eran para seducirlo: eran para recordarle que cada gesto mío estaba escrito en su memoria.
Me coloqué frente a él, a apenas un par de pasos. Sus ojos me recorrían como si ya no recordaran por dónde empezar. Eso también era parte del ritual. El olvido fingido. El asombro forzado. Lo había visto antes. Lo conocía.
Comencé a quitarme la ropa con calma. Como lo había hecho tantas veces solo para él, o para sus amigos en sus fiestas o reuniones.
Primero deslicé los tirantes del vestido por mis hombros, dejando que la tela cayera con la gravedad que siempre me favoreció. No había prisa, ni poses, ni artificio. Solo el peso de los años compartidos, del deseo nunca enterrado del todo.
Me quedé allí, desnuda, bajo su mirada, como si el tiempo no existiera, como si todo lo que habíamos sido aún viviera en esa habitación, entre los pliegues del silencio.
Y aún no le había tocado. Ni dicha una palabra más. Porque yo sabía lo que él sabía: que nada era más irresistible que verme obedecer… sabiendo que el poder seguía siendo mío.
En parte me sentí… no insegura, pero sí tocada por una brizna de pudor. Una sombra leve, como el rastro de una vieja melodía que no se puede evitar.
Mi cuerpo ya no era el de aquella joven de sangre danesa que él tanto evocaba en sus historias. Ya no era la promesa perfecta de los dieciocho o los veinte, sino la realidad transformada de una mujer que ha vivido todo lo que ha podido. Y aunque el tiempo siempre ha sido un generoso aliado conmigo, no podía ignorar lo que también me habitaba: la curva más blanda del abdomen, el surco leve en la piel de las caderas, la huella que mis dos embarazos habían dejado grabada con ternura y verdad.
Era un cuerpo más lleno, más lento quizá… pero también más mío. Más completo. Más sincero. Y mientras su mirada recorría cada una de esas marcas, no vi rechazo. No vi nostalgia. Solo vi hambre. Entonces entendí —como tantas otras veces— que el deseo no vive en la perfección, sino en lo que perdura. En lo que sobrevive. En lo que se recuerda… y aún se desea.
Philippe hizo un pequeño gesto con la mano —elegante, sutil, indiscutible— para que Isabel se levantara. Ella obedeció al instante, como si no fuera una orden, sino una costumbre.
Al hacerlo, me miró.
No sabría ponerle un nombre exacto a esa mirada. ¿Rivalidad? ¿Pereza? ¿Una chispa de rencor por haberme follado la noche anterior a su marido? ¿O quizá… un destello de deseo? El tipo de deseo turbio, enredado, que no se dirige del todo a una persona, sino a lo que esa persona representa: poder, experiencia, memoria viva.
—Bailar —dijo Philippe, con esa voz suya que hacía que incluso los verbos sencillos sonaran como decretos.
En ese momento, por los altavoces, comenzó a sonar “Wicked Game” de Chris Isaak. Una de esas canciones que no se bailan, se habitan. Que piden cuerpos pegados, respiraciones sincronizadas, confesiones no dichas entre el cuello y el oído.
La música seguía envolviendo el aire como un terciopelo tibio. Wicked Game, lenta, ondulante, casi etérea. Philippe no se levantó. Se recostó apenas hacia atrás en su asiento, como un emperador que contempla su espectáculo privado. Sus ojos no parpadeaban.
Llevaba puestos solo unos zapatos de tacón de aguja y un largo collar de perlas que caía en dos vueltas sobre mi pecho, frío al principio, pero que pronto se templó con el calor que comenzaba a subir por mi piel.
Isabel ya estaba allí. Desnuda, descalza, con su cuerpo joven y suave, expuesto sin vergüenza. La luz bañaba su piel con una lentitud provocadora. La tomé por la cintura con naturalidad, como si lo hubiéramos hecho mil veces. Ella respondió con firmeza, pero sin brusquedad, sus manos apoyándose sin dudar sobre mis caderas, con los dedos deslizándose hacia la curva generosa de mis nalgas, como quien confirma que entre nosotras ya todo estaba permitido.
Nuestros cuerpos se rozaban con cada paso: el calor de sus muslos contra los míos, la humedad leve de su vientre en el mío. Mis pechos, más pesados, más vividos, rozaban los suyos —más altos, más firmes— en un vaivén lento, pecaminoso. El collar de perlas vibraba entre ambas, marcando el compás del roce, golpeando sutilmente contra su clavícula cuando nuestros torsos se juntaban.
Bailábamos agarradas, muy cerca, demasiado. El mundo afuera de esa danza parecía haberse desvanecido. Solo quedaban las respiraciones, los temblores apenas perceptibles, las manos que tanteaban sin hablar.
Sus dedos se afirmaron con más fuerza en mis nalgas. No era una caricia inocente. Era un gesto de posesión, de prueba. Y yo lo permití. Porque era ella. Porque Philippe nos miraba. Él no se había movido. Observaba con un vaso entre los dedos, los ojos oscuros como tinta. No había sonrisa. Solo un deseo silencioso, casi reverente. El tipo de deseo que no se grita: se sostiene con la mirada, se guarda para después.
Al borde del salón, la pareja parisina se había acercado. Ella se había apoyado en el pecho de su marido, o quizá solo lo usaba de soporte para no perderse. Observaban con la atención de quienes sabían apreciar la belleza, pero también la tensión. La mujer sonreía. Él apretaba los labios, tenso. Se pusieron a bailar, algo apartados de nosotras, como si no quisieran robarnos la escena o el protagonismo. Como si no se atrevieran a hacerlo.
Presencié cómo Javier nos miró con odio a los tres. No celos ni dolor: odio puro.
Cruzó la pista sin decir una palabra y se plantó detrás de Laure, que en ese momento seguía bailando con su esposo. Se pegó a su espalda. Como si estuviera marcando territorio a la vista de todos. Y entonces empezó a desnudarla. Lento. Con rabia contenida.
Ella no protestó. Al contrario. Se giró apenas, lo justo para dejarle acceso, y sonrió como si aquello fuera exactamente lo que había estado esperando. Estaba encantada y Hugo, su esposo, también.
Detrás de una columna, solo, casi invisible, Enrique. Sostenía una copa de bourbon sin hielo —lo supe por el color, por la forma en que giraba el líquido con la muñeca— y observaba con una mezcla indescifrable. Ni celos, ni aprobación, ni del todo indiferencia. Tal vez simplemente estaba tomando nota. Tal vez, como Philippe, aún no había dejado de desear.
El ritmo de la canción seguía arrastrándonos, como una corriente lenta e inevitable. Pero Isabel y yo ya nos movíamos al compás de la aterciopelada y sensual voz de Chris Isaak, cuya tonalidad se fundía en el aire como un humo lento y denso, con esa voz susurrante que no pedía amor. Lo lloró. Pero ahora el ritmo lo marcábamos nosotras. Las respiraciones, las fricciones, los pequeños espasmos bajo la piel eran ahora la verdadera música.
Isabel se pegó aún más a mí. La sentí entera. Su vientre suave contra el mío. Sus pechos jóvenes y tensos apretados contra los míos, más pesados, más bajos, pero aún firmes. El roce era eléctrico. Cada uno de sus movimientos parecía conocer el mío de antemano. Me deslicé por detrás de ella y la rodeé con los brazos. Mis manos le envolvieron la cintura y se elevaron con lentitud, conscientes de cada centímetro que conquistaban. La besé en la nuca, justo en el hueco donde la respiración se agita. Ella cerró los ojos.
Su espalda se arqueó contra mi pecho, mis pezones rozando su piel desnuda, endurecidos, sensibles. Mis manos descendieron con naturalidad, redescubriéndola. Ella las guió hacia atrás, colocándolas con decisión sobre sus nalgas, como si las ofreciera, como si supiera que ahí es donde las quería tener. La carne era firme bajo mis palmas, su piel caliente. La sentí temblar.
Al mirar hacia el sofá, Philippe seguía allí. Inmóvil. Solo sus ojos se movían, de nuestros cuerpos a nuestros gestos, cada vez más lento, más retenido. Apretaba la copa entre los dedos como si contuviera algo más que coñac. Como si fuera lo único que evitaba que se levantara.
Entonces Isabel giró el rostro hacia mí y nuestras bocas se encontraron, sin aviso. Fue un beso directo y cálido. Con lengua. Ella tenía sabor a vino blanco y a fruto prohibido. Yo le devolví el beso sin reservas. Nos deseábamos. O tal vez nos necesitábamos, ahí, frente a todos. Frente a ellos.
Mis manos no la soltaban. Su cuerpo se pegaba aún más. El collar de perlas golpeaba entre nosotras, atrapado entre nuestros pechos. Y detrás de todo, la música seguía.
Philippe se levantó al fin. Lo hizo sin apuro, como si el momento exacto le perteneciera. En una mano llevaba una botella de coñac, en la otra, aún el peso de su autoridad. Caminó hacia nosotras con pasos medidos, como si fuera parte del ritual que él mismo había orquestado.
Isabel y yo, al verlo acercarse, abrimos nuestros cuerpos apenas, un movimiento instintivo y fluido. No lo mirábamos, pero lo sentíamos. Era como dejarle espacio… como permitirle entrar. Sin decir palabra, inclinó la botella sobre los pechos pequeños y firmes de Isabel, y dejó que el coñac tibio resbalara por su piel en hilos lentos, brillantes. Ella jadeó apenas. Me acerqué y comencé a lamer.
El licor tenía un sabor dulce, seco y ardiente, pero la piel bajo mi lengua era aún más intensa. Sus pechos sabían a juventud, a deseo contenido, a un calor que no venía solo del licor. Los lamí con entrega, sintiendo cómo su cuerpo se tensaba contra el mío, cómo sus manos me buscaban. Entonces Philippe vertió el coñac sobre mí.
El líquido descendió por mis senos con la lentitud de un tacto líquido. Tan caliente. Y provocador que me estremecí de puro placer. Una gota se desvió por mi vientre; otra serpenteó entre mis costillas, marcando un camino invisible hacia el centro de mí misma.
Antes de que pudiera decir una palabra, sentí la boca de Isabel sobre mí. Su lengua era precisa, cuidadosa, casi devota. Me lamía como si bebiera directamente de mi cuerpo. Recorrió cada curva, cada pliegue con una atención que rozaba lo sagrado. Mis pezones se endurecieron bajo el contraste entre el coñac y su lengua. Luego bajó.
Se arrodilló ante mí, en silencio. Sentí su lengua en mi ombligo, y luego más abajo, en el pubis húmedo por el licor, y finalmente en mi vulva, ya palpitante.
—¡Ah…! —grité, sin poder evitarlo, tensando el cuerpo mientras la lengua de Isabel lamía con una mezcla exacta de urgencia y entrega.
En ese momento, Philippe y yo comenzamos a besarnos. Sus labios sabían a coñac y a deseo antiguo. Fue un beso profundo, lleno de historia, de dominio compartido, de fuego no extinguido. Nuestras bocas se buscaban como si hubieran estado demasiado tiempo esperando volver a encontrarse así.
Isabel se incorporó despacio. Podía sentir aún su aliento húmedo entre mis piernas cuando sus labios alcanzaron los nuestros. Se sumó al beso con una dulzura sorprendente, como si pidiera permiso y se ofreciera a la vez. La lengua de Philippe se encontró con la mía, y luego con la de ella, y por un instante ya no supimos de quién era cada aliento. El beso se volvió trenzado, cálido, voraz. Un triángulo de bocas, saliva y deseo.
Nos besábamos los tres como si el resto del mundo se hubiese quedado mudo. Como si sólo existiera ese instante. Y tal vez así fuera. Nos costó separarnos. Estamos hambrientas y cachondas como las zorras que no fingíamos no ser. Fue él quien lo decidió. Nos abrazó, colocándose en medio, rodeándonos con sus brazos como quien cierra un libro para guardarlo con cuidado.
—Se acabó el espectáculo. Decirles adiós a los invitados; hasta mañana no volveréis a verlos —anunció, con una sonrisa apenas dibujada.
Hubo un momento de silencio. Y luego… aplausos. Lentamente, uno tras otro. El salón entero reconocía lo que había presenciado: no solo deseo, sino algo más viejo y más fuerte. Un pacto.
Observé durante un instante, casi con indiferencia, cómo Laure estaba tumbada sobre su marido, en el largo chester del salón. Se lo estaba follando con una entrega casi feroz, moviéndose sobre él como si cada empuje fuera una declaración. Pero eso no era todo. Detrás de ella, Javier la penetraba por el culo con una rabia contenida, clavándole las manos en las caderas mientras se la follaba con furia. Ella gemia, gritaba, a veces lloraba y giraba la cabeza para mirar a Javi
Laure gritaba. No por dolor, no por miedo. Gritaba como quien se pierde y se encuentra al mismo tiempo. Doble penetración, doble tensión, doble entrega. Su cuerpo, encajado entre dos hombres, se arqueaba con fuerza, completamente poseído, completamente libre. La escena tenía algo ritual, casi animal. Y sin embargo, no era vulgar. Era real. Cruda. Innegable.
Seguí observando mientras caminaba. Sin juicio. Solo con la certeza de que, en esa casa, el pudor había dejado de existir hacía mucho tiempo.
Mientras las miradas aún nos seguían, los tres comenzamos a subir por la escalera de madera que conducía al dormitorio principal. Philippe delante, Isabel y yo tomadas de la mano, aún desnudas, aún temblando.
El coñac seguía caliente sobre nuestra piel. Y la noche apenas empezaba.
Escrito por Deva Nandiny
(Continuará)
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Comentarios
Dios mío, qué narrativa. No sé si corrí a cambiarme la ropa interior o a leerlo otra vez con la música de Chris Isaak de fondo. Arte puro, erótico, elegante y brutal. Bravo.
Me encantó y me dio asco. Me calienta y me molesta. Eso es arte. No quiero recomendarlo a nadie, pero tampoco puedo dejar de hablar de él.
Esta historia me hizo tocarme tres veces. ¿Estoy bien? No sé. ¿Lo repetiría? También sí. Gracias, perra literaria.
No debería estar leyendo esto en el trabajo. Ahora tengo que inventar por qué estoy todo rojo y sudado. Y aún me falta terminar la parte del coñac. Maldita seas.
Es una locura lo que escribes. Bellamente pervertida. Literariamente descarada. No sé si recomendarlo o esconderlo debajo del colchón.
Que puta eres te la meteria en ese culo hermoso que tienes, solo querrías estar conmigo, te lo haria mejor que el javier ese ala francesa
Que chocho mas bueno tienes que tener, tenías que hacer un sorteo, y follarte a varios seguidores de los antiguos, luego podrías hacer un relato
Morboso y literariamente en tu línea de siempre, profesional. Es un placer leerte. Muchas gracias, Deva Nandiny
Te envidio por escribir como escribes, yo soy una escritora frustrada... te envidio por ser tan libre y permitirte vivir todas estas experiencias, en mi caso, jamás me atrevería. Te envidio con la naturalidad que lo expresas, que lo escribes, que lo desarrollas, que lo sientes... un beso de tu mayor admiradora
Qué guarra eres, como te gusta ponernosla dura para que nos pejeemos contigo
Hola Oli como siempre intenso con mucho sentimiento el relato tiene todas tus características literarias. Besoss