Fin de semana en Francia. Parte VIII

Publicado el 25 de junio de 2025, 8:40

Parte XIII (Penultimo capítulo)

El pasillo hacia el dormitorio era largo, de esos que parecen hechos para escuchar el eco de nuestras decisiones. Philippe caminaba delante, con la espalda recta. Isabel y yo, aún tomadas de la mano, subíamos tras él. Nuestras pieles todavía brillaban por el coñac y el deseo, y en la penumbra de la escalera, cada paso era una prolongación de lo que aún no habíamos dicho.

 

El dormitorio principal era amplio, sobrio y bello en una decadencia controlada. Persianas entreabiertas. Sábanas blancas con pliegues precisos. Un espejo antiguo frente a la cama. Todo olía a lino y a noches largas. Philippe se sentó en el borde del colchón, con una lentitud que no era duda, sino ceremonia. Isabel soltó mi mano. No por rechazo, sino porque comprendía que la entrega, en ese instante, debía hacerse de forma individual.

 

Philippe alzó la mirada y su voz cortó el aire como un decreto.

 

—Arrodíllate.

 

Ella obedeció de inmediato. No había ni sombra de duda en su cuerpo. Se postró ante él como quien conoce bien las reglas del juego. Philippe la miraba con una mezcla de aprobación y frialdad. Sus dedos se deslizaron por el rostro de ella, como si evaluara una escultura.

 

—Abre la boca —ordenó.

 

Ella lo hizo, dócil. Con los ojos bajos y las rodillas firmes contra la alfombra.

 

—¿Cuántos años tienes?

 

—Veinticinco —respondió nerviosa.

 

—¿En serio? —preguntó incrédulo, palpándole los pechos—. Aparentas menos. Pareces una colegiala traviesa…

 

Sus dedos jugaron con la curva de sus pezones, duros ya, como si respondieran a su voz más que a su contacto. Ella respiraba por la boca, entreabierta, como si no supiera si debía hablar o seguir callada.

 

—Mírame —ordenó—. ¿Tienes miedo?

 

—No —susurró.

 

—Me dijo Marie que sientes pasión por la disciplina francesa. ¿Has tenido maître?

 

—Ella negó con la cabeza. Es la primera vez; conocimos a Marie en Barcelona, ella nos invitó a venir.

 

—Te ves preciosa así. De rodillas, obediente, con las mejillas sonrojadas y los pezones duros, como si supieran lo que va a pasar.

Se detuvo detrás de ella. Su aliento le rozó la nuca y luego, sin avisar, le sujetó el cabello con firmeza.

 

—¿Te han enseñado a obedecer, o tengo que hacerlo yo? —repitió, tirando suavemente de su cabello hacia atrás, obligándola a alzar el rostro.

 

Ella no respondió de inmediato. El gesto no le dolía, pero la exposición, esa sensación de estar completamente al alcance de su poder, la estremecía más que cualquier bofetada.

 

—Enséñame tú —murmuró al fin, con la voz rota de deseo y entrega.

 

Él sonrió. No con dulzura, sino con la satisfacción de quien escucha justo lo que quiere oír. Inclinó la cabeza y rozó su oreja con los labios.

—Buena chica…

La soltó con lentitud, como quien deja caer una marioneta que aún no ha terminado su función. Caminó hacia el escritorio, tomó algo de uno de los cajones —ella no pudo ver qué— y regresó despacio, haciendo que cada segundo pesara.

 

—Pon las manos detrás de la espalda —ordenó sin levantar la voz.

 

Obedeció. Sentía el pulso latiéndole entre las piernas.

 

Él se arrodilló frente a ella y colocó un collar fino de cuero alrededor de su cuello. La hebilla hizo un clic sordo cuando se cerró. No era agresivo. No dolía. Pero tenía un peso simbólico demoledor.

 

—Ahora sí —dijo con una calma casi cruel—. Eres mía.

 

Ella tragó saliva. Sabía que, a partir de ese momento, no se trataba solo de juegos. Era una afirmación. Un pacto sin palabras.

—¿Lo entiendes?

 

—Sí… —respondió. Luego, bajó otra vez la mirada—. Soy tuya.

 

Él levantó su barbilla con dos dedos.

 

—No —corrigió, mirándola a los ojos—. Di: "Soy tuya, Señor”.

 

El aire pareció detenerse.

 

—Soy tuya, Señor.

 

Y algo dentro de ella, algo profundo y secreto, se rompió… o quizás se liberó.

 

Él la observó unos segundos más, evaluando su respiración, el rubor de sus mejillas, la tensión en sus muslos.

 

—Boca abierta —dijo.

 

Ella obedeció, sin dudar esta vez. El cuello adornado con el collar le daba un aire de pertenencia absoluta.

 

Él introdujo dos dedos en su boca, sin prisa, tocando su lengua con autoridad.

 

—Chúpamelos.

 

La sensación era ambigua: lo hacía con obediencia, pero también con hambre. Él lo notó, porque los deslizó más profundamente, rozando el fondo de su garganta, y ella no se apartó.

 

—Buena perra… —murmuró, sacando los dedos cubiertos de saliva—. Ahora ponte en cuatro patas.

 

Ella giró, colocando las manos sobre la alfombra y alzando lentamente las caderas. Él se quedó unos segundos tras ella, contemplando el cuadro. La espalda recta, el cuello con el cuero oscuro ajustado, los labios húmedos entreabiertos. Todo en ella hablaba de sumisión y entrega.

 

Le apartó los muslos con las manos. Lo hizo con firmeza, pero sin violencia. Solo autoridad. Y cuando la tuvo abierta ante él, deslizó un dedo entre sus labios húmedos, como quien prueba el estado de una fruta madura.

 

—Estás empapada —dijo, casi con diversión.

 

Ella asintió apenas, con la frente apoyada en la alfombra.

 

—¿Es por mí, o porque te gusta sentirte usada como una puta?

 

No respondió. Él hundió un dedo en su interior, lento y profundo.

 

 

—Responde.

 

—Por las dos cosas… Señor.

 

Sonrió. Añadió un segundo dedo, girándolos dentro de ella, sabiendo exactamente cómo pulsarla. Su otra mano le sujetaba la cadera con firmeza, manteniéndola quieta, obligándola a recibir sin moverse.

 

Ella jadeaba. Su cuerpo se tensaba, como si la humillación aumentara el placer.

 

Él retiró la mano y se relamió los dedos ante ella. Luego, sin avisar, se inclinó y la lamió desde abajo, con una lengua firme, húmeda y metódica, como si saboreara algo que le pertenecía desde siempre.

 

Ella gimió fuerte, temblando.

 

—No te corras aún —ordenó él, con la boca aún entre sus muslos—. No sin mi permiso.

 

La tortura solo acababa de empezar.

 

—¿Quieres complacerme, pequeña? —preguntó, acercándole los dedos a la boca, que ella chupó, casi con veneración.

—Sí —susurró—. Quiero que se sienta orgulloso de mí.

 

Philippe abrió la cremallera del pantalón con una calma ensayada. Se alzó lentamente, con esa elegancia cruel que lo convertía en amo de cada escena. Avanzó hacia ella y, sin una palabra, sacó su polla, semierecta y pesada. La tomó del cabello, no con violencia, sino con la firmeza exacta de quien no pide, sino que dispone.

 

Isabel la contempló con una mezcla de devoción y anhelo. Había en sus ojos algo más que deseo: era gratitud. Como si saberse elegida para estar allí, de rodillas ante él, fuera una forma de redención.

 

Entonces la rodeó con los labios y comenzó a mamarla. No con torpeza, no con prisa, sino con ritmo profundo, preciso, entregado. Cada movimiento de su boca era una confesión muda. Y Philippe, inmóvil como una estatua viva, solo la observaba. Porque en ese momento, todo lo que necesitaba estaba arrodillado frente a él.

 

Yo me mantuve de pie. Observando. Midiendo el terreno. Philippe me miró, sin dejar de sujetar a Isabel.

—¿Por qué finges que no te gusta obedecer? —me indicó con dureza.

 

—Yo no finjo nada —dije con frialdad, cruzándome de brazos.

 

Él me sostuvo la mirada. Ni una palabra. Solo esa forma suya de observarme como si pudiera ver a través de mi piel.

 

—¿No finges? —preguntó al fin, avanzando un paso—. Entonces explícame por qué tus muslos tiemblan.

—No tiemblo.

 

—¿Ah, no? —Se acercó más. Su voz era un susurro áspero, su aliento, caliente contra mi cuello—. ¿Y por qué tus pezones están así? Duros. Marcados como si rogaran que los toquen.

 

Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Mantuve los brazos cruzados, más como escudo que por orgullo.

—Eso no significa nada.

 

Él rió, apenas un soplo, oscuro y seguro de sí mismo.

 

—Claro que no. Nada… excepto que estás a punto de rendirte.

 

Entonces alzó una mano y, sin pedirme permiso, me tomó por el mentón. No con brutalidad, pero con fuerza suficiente para que supiera que, si quería, podía romper mi postura entera con un solo gesto.

 

—Te conozco, Olivia. Conozco esa arrogancia tuya. La usas para no caer… pero por dentro ya te estás inclinando.

Yo quería responder. Devolverle la palabra con veneno. Pero su proximidad, el calor de su cuerpo, el tono seguro… todo me paralizaba. Y él lo supo.

 

—Mira qué fácil sería hacerte arrodillar ahora —dijo—. No porque te obligue… sino porque lo necesitas.

 

Me soltó despacio. Y se alejó un paso. Esa retirada me golpeó más que su contacto.

 

—Pero no lo haré —añadió—. No, todavía no. Porque prefiero que seas tú la que se rinda. La que lo pida.

Me quedé de pie, con el pulso atronando en las sienes, el cuerpo encendido de rabia, de deseo, de confusión.

Y lo odié por conocerme tan bien.

 

—Oh, sí lo haces —rió con esa sonrisa de zorro viejo—. Pero tu cuerpo siempre me dice la verdad antes que tu boca.

Isabel jadeaba, devota. Philippe la soltó, dejándola con la boca húmeda y abierta, como una estatua que suplica. Caminó hacia mí. Me tomó por la nuca y me obligó a mirarlo.

 

—Peleas porque te da miedo rendirte —susurró—. Pero acabarás haciéndolo. Como hacías antes.

 

Entonces lo recordé. Todas las veces que Philippe me había follado a lo largo de los años. Nunca fue simple sexo. Siempre me había llevado al límite de mis emociones, arrastrándome por senderos oscuros donde hacía cosas que no me atrevería a nombrar, ni siquiera en mis novelas. Cosas que guardo solo para mí, como secretos que arden. Y, sin embargo, jamás me dejó caer. Dentro de esa perversidad suya, refinada, casi sádica, había algo más. Una forma de cuidado feroz. De mimo secreto. Como si, en el fondo, supiera que para romperme tenía que sostenerme primero. Y siempre lo hizo. A su manera.

 

Me empujó hacia la cama, sin violencia, pero sin opción. Caí de rodillas. Philippe se colocó tras de mí y, sin previo aviso, me dio una bofetada en la nalga.

 

—Te lo dije. Te romperé otra vez. Porque eso es lo que quieres.

 

Mi piel ardió, y un escalofrío me recorrió. No dije nada. No podía.

 

—Ponte en cuatro —ordenó.

 

Obedecí como una yegua salvaje que acata la primera orden.

 

Philippe se inclinó sobre mí. Me acarició la espalda, luego las caderas. Su dedo se deslizó por mi sexo, húmedo ya.

 

—Mira qué rápido se entrega tu coño, Olivia. Eres toda boca cuando estás vestida, pero aquí abajo… sólo sabes gemir como la mayor de las putas.

 

Isabel, aún arrodillada, nos observaba con los ojos vidriosos. Philippe le hizo una seña.

 

—Ven. Bésale el culo a esta zorra. Despacio. Hazla temblar.

 

Isabel se arrastró con una docilidad por la alfombra. Sus labios rozaban mis muslos con una mezcla de reverencia y hambre, mientras sus manos se deslizaban por mis caderas, separándolas con una firmeza suave, como quien abre un libro antiguo que no se atreve del todo a leer.

 

Sentí su aliento cálido primero, rozándome el pliegue más escondido. Luego, sus labios me besaron allí, justo en la entrada, con una delicadeza que me desarmó. Un beso húmedo, preciso, como si sellara un pacto.

 

Mi cuerpo se tensó. No por vergüenza. Por el contrario. Porque me encanta cuando una lengua se atreve a llegar tan hondo, tan directo, tan despacio.

 

Isabel me lamía el esfínter con una dedicación tan pulcra, tan devota, que más que placer, al principio, sentí una especie de entrega total. Una exposición absoluta de lo que soy cuando ya no peleo. Su lengua recorría con cuidado cada borde, cada rincón, como si memorizara un mapa secreto. Y yo… yo temblaba.

 

No era solo el estímulo. Era el vértigo de saberme adorada en el lugar exacto donde muchas mujeres aún sienten pudor. Ella no tenía miedo. Ni yo. Solo cerré los ojos y me dejé hacer, sintiendo cómo mi cuerpo se abría más allá del cuerpo. Como si me rozara el alma desde el centro mismo de la piel.

 

—Así te quiero yo: Abierta, rota y mía —gruñó.

 

Él me follaba con sus dedos mientras que Isabel no paraba de besarme, de lamerme, de tocarme. Yo quería resistirme, pero el placer era más fuerte que el orgullo.

 

—Te odio —susurré, entre jadeos.

 

—Y yo te amo más por eso —respondió, y volvió a azotarme.

 

Reculé. Necesitaba sentirlo más dentro, más profundo, como si el vacío en mi interior solo pudiera llenarse con sus hábiles dedos. Me aferré a la sábana, con las mejillas calientes y la espalda arqueada, ofreciéndome sin reservas.

 

Sus dedos me invadían sin compasión. Dos al principio. Luego, tres. Se curvaban dentro de mí como si supieran exactamente dónde romperme. Cada movimiento era firme, certero, delicioso. Me rozaba el punto justo, una y otra vez, hasta que perdí la cuenta de mis gemidos.

 

Mientras tanto, la lengua de Isabel me seguía matando de placer, primero con roces y lametones tímidos, casi como caricias húmedas que me hacían contener el aliento. Pero enseguida empezó a presionar sobre mi esfínter, a abrirme allí también, con una devoción casi religiosa. Jadeé, sorprendida por esa invasión doble, por el modo en que su lengua se movía con precisión entre mis nalgas, humedeciéndome con lentitud, sin apartarse ni un instante.

 

Mientras él me penetraba sin descanso, ella me lamía el ano con una entrega que me desarmaba. Nunca me lo habían hecho así. Nunca me había sentido tan completamente tomada. Era como si no me perteneciera, como si mi cuerpo fuera suyo, de ambos, dividido, usado, adorado.

 

—Más… —Susurré, sin saber a quién se lo decía.

Reculé aún más, ofreciéndome del todo, las caderas alzadas, las piernas abiertas, la frente hundida en las sábanas. No tenía dignidad, ni voz propia. Solo deseo. Puro. Desbordado. Ella me sujetó por las caderas, y su lengua siguió su danza, ahora más atrevida, entrando apenas, haciéndome gemir con un temblor nuevo, más profundo, más prohibido.

 

Él lo notó. Lo sintió en mis contracciones, en mis gemidos rotos, en el temblor que me recorría cada vez que Isabel me lamía, como si buscara llevarme a un límite que ni yo conocía.

 

—Estás hecha un desastre, Olivia —dijo él, con esa sonrisa que no veía, pero sentía—. Y aún no te has corrido como quiero.

 

Yo quería responder. Decir que ya me había corrido, que me estaba deshaciendo. Pero no podía. Porque lo cierto es que no había llegado al final.

 

No, todavía.

 

—Mírate —me dijo con esa voz que me desarma—. Moviéndote como una perra agradecida.

 

Y sí. Lo era. Me movía contra su mano, como si me fuera la vida en ello, como si nada existiera fuera de esa fricción, de esa humedad que me envolvía entera.

 

—¿Vas a correrte? —me preguntó, sin dejar de jugar con el clítoris con la otra mano. Lo hacía con la yema del dedo, a un ritmo desesperante.

 

—No… no lo sé… ¡Ah…! —balbuceé, jadeando. Cada palabra se deshacía en mi boca.

 

Pero él lo sabía. Lo sentía. Porque entonces empujó aún más hondo, giró los dedos con una precisión cruel, y mi cuerpo se quebró.

 

No pude contener el alarido. No fue un gemido dulce ni moderado. Fue un grito húmedo, animal, arrastrado desde el centro exacto donde él me tenía abierta. Me corrí con una fuerza que no recordaba haber sentido en mucho tiempo. Fue brutal. Involuntario. Un derrame cálido que brotó de mi coño como un hilo imparable, un chorro líquido que empapó su mano, la cama, mis muslos…

 

Me sacudió toda. El orgasmo me desbordó por dentro y por fuera. Me mojé entera. Literalmente. El calor me bajó por las piernas, lento y tembloroso, como si mi cuerpo llorara placer. Me sentía partida. Hueca. Rota de la forma más perfecta.

 

—Joder… —Lo oí susurrar detrás de mí, maravillado.

 

Sus dedos aún dentro, inmóviles, dejándome sentir cada latido, cada espasmo que aún me atravesaba. Cada contracción era un eco húmedo de lo que acababa de explotar en mí.

 

Yo no podía hablar. Solo jadeaba, con el pecho rozando la cama y las lágrimas corriéndome por las mejillas sin que yo supiera si eran de placer, de alivio o de algo más oscuro. Me dejé caer de lado, con el sexo aún palpitando y los muslos empapados. Me sentía vencida. Sucia. Feliz.

 

Y no quería que me limpiaran.

 

—Me corro… Señor… lo siento… no pude evitarlo…

 

Seguía tocándome. Me mantenía en el borde incluso después del clímax, alargando la sensación hasta el vértigo.

 

—No pidas perdón —susurró, tan cerca que sentí su aliento en mi cuello—. Has hecho justo lo que quería.

 

Era suya y esa era la prueba. Como lo había sido veinte años atrás.

 

Añadir comentario

Comentarios

Anónimo de Madrid
hace 5 horas

No sabía que necesitaba leer algo así hasta que lo hice. Olivia no es solo un personaje, es un espejo incómodo y delicioso.

Lorena_Romántica69
hace 5 horas

Nunca había leído una escena donde una mujer se rinde sin perder poder. Me encanta cómo la autora escribe el deseo desde dentro.

Celia
hace 5 horas

La verdad es que me moría por leer algo tuyo de BDSM me ha encantado, deseando leer la continuacion

DanteXX
hace 5 horas

Me la he leído tres veces seguidas. Me corro con cada párrafo. Olivia, si existes, soy tuyo.

ElCornudoGentleman
hace 5 horas

¿Esta saga tendrá más? ¿Habrá entrega en público? ¿Sumisión masculina? ¡Lo necesito!

PacoPaco
hace 5 horas

Te reventaba pedazo de puta, se te iban a quitar las ganas de follarte viejos como el filipsps

JuanSensible
hace 5 horas

Esto no es solo erótico, es una humillación deliciosa. ¿tienes mas relatos o novelas de esta temática?

Irina
hace 5 horas

Me ha encantado Deva, me gusta mucho el tema del BDSM, algo que practico desde que comencé en el sexo y tu lo explicas con una naturalidad bestial, te amo

Manu
hace 5 horas

Sé que lo ha hecho por dinero, quiero follarte, dime cual es tu precio, no quiero ofenderte, solo es necesidad

Marcos
hace 4 horas

hola Olivia, como siempre bien transmitido las sensaciones vividas, las sentimos a flor de piel los lectores. Una experiencia BDSM bien contada y acta para leer para cualquier nivel de lector

Tina
hace 4 horas

Que cerda eres lo mismo te da un viejo que un joven que una mujer, que el amigo de tu hijo. No te da verguenza ser tan puta? estar con hombres casados y con ijos? no se puede ser mas zorra que tu, eres una verguenza para todas las mujeres

Jabi
hace 4 horas

De lo buena que estás y el morbo que das, has conseguido que comience a leer todas tus novelas. Voy por la tercera

Aitor
hace una hora

Conozco a esta zorra, dice vivir en bilbao, pero tiene un chalet en Getxo. Antes iba en un Mini, ahora lleva un coche negro de esos altos. Esta buena que te cagas, pero cuando la he visto de cerca y sin maquillar suele tener mas ojeras que como sale en las fotos, que parece algo más joven. La madre de mi novia que conoce a su familia, porque un día que la vimos en la calle, y que yo iba con mi chica y con su madre, le preguntó por sus padres. Siempre me la has puesto dura, pero despues de leer sus novelas y relatos ahra me saca leche a diario

Ander
hace 41 minutos

Yo la conozco de vista, la he visto muchas veces tomado algo por Linciado Poza. Por lo menos cinco o seis veces. Me gustaría atreverme y pedirle un autógrafo, porque la admiro mucho y me gusta mucho, pero nunca me he atrevido, además, siempre van con gente. Es muy alta y esta bien buena

Marco
hace 30 minutos

Pues vivirá en Getxo, no digo que no, pero yo la he visto salir varias veces del parking que esta arriba en el Camelo. Una vez llebaba una minifalda blanca y botas altas... me la puso de dura... se me quedó mirando riendose. Y ora vez la vi vestida con pantalones cortos

Jose Antonio (El chico de la estación de principe pio)
hace 22 minutos

Por seguridad hacia ella, no deberíais dar estos datos en público, seguro que no lo hacéis de mala fe, pero hay mucho zumbado obsesivo. Yo también la conozco y he hablado un par de veces con ella. Pero eso me lo guardo para mí.

hoz
hace 36 minutos

te ataría a la cama y me pasaria el día folllandote como auna diosa

Eva
hace 28 minutos

Como me alegra leerte, combinas elegancia con morbo de una forma única

Martín
hace 6 minutos

Es cierto, Jose Antonio. Hay mucho bocazas y no se dan cuenta de la putada que le pueden hacer, espero que Deva elimine esos comentarios. Yo la conozco del gimnasio, y he hablado con ella varias veces de sus novelas, siempre ha sido una tía muy maja conmigo, y jamás se me ocurría escribir aquí el nombre del gimnasio. Hay que tener luces, que tenéis menos luces que un puto 600 Putos pajeros. Que no os llega la sangre al cerebro.

Marco
hace 2 minutos

Hablo el musculitos!!!!que piensaque asi se va a ganar un polvo con ella. Yo solo he dicho que la he visto a veces salir de un parking, no he dado ningun dato personal que pueda ponerla en peligro. Yo adoro a Deva, nunca le haría mal