Fin de semana en el sur de Francia. Parte v

Publicado el 19 de junio de 2025, 15:49

 

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V Parte.

El coche resbalaba por la carretera con una calma casi provocadora. Nadie hablaba. Solo el ronroneo del motor y el golpeteo suave de las ruedas sobre el asfalto rugoso llenaban el silencio.

 

Yo iba en el asiento trasero. Isabel y Javier delante. Sus siluetas, dibujadas por la luz tenue del cuadro de mandos. Ella apoyaba la cabeza en la ventanilla, como si el mundo no la tocara. Él conducía con una sola mano; la otra la tenía apoyada en el moreno y apetecible muslo de su esposa.

 

Aún sentía el calor de sus dedos en mi cuerpo, aunque ya no me tocaban. Mis bragas seguían enganchadas en algún matorral, y mi sexo palpitaba bajo la tela de mi falda como si también quisiera hablar. Javier no dijo nada hasta que el coche giró hacia un camino más estrecho, rodeado de manzanos y viñedos.

 

—¿Estáis listas? —preguntó, sin tono, sin intención marcada.

 

Isabel sonrió, apenas. Ni lo miró.

 

—Nunca dejamos de estarlo.

 

Yo respondí con un cruce de piernas que él observó con sumo interés a través del espejo retrovisor.

 

La casa de Marie apareció tras una curva. Blanca, elegante, con luces cálidas encendidas en el jardín y en la terraza de la primera planta, lugar donde se desarrollaba la fiesta. Desde fuera ya se oía la música baja, las voces suaves, la promesa de una velada que aún no había terminado.

 

Al bajar del coche, el aire fresco de la montaña se deslizó entre mis piernas desnudas, acariciándome con un contraste delicioso contra el calor que aún emanaba de mi cuerpo.

 

Isabel caminaba unos pasos por delante, con la cabeza alta, el paso firme. Javier esperó a que me acercara antes de hablarme, sin mirarme.

 

—¿Crees que él se habrá masturbado imaginándote conmigo?

 

La pregunta cayó como un chispazo contenido. No era vulgar. Era precisa y afilada. Como una llave nueva girando en una cerradura antigua.

 

Yo me reí bajito. No por pudor. Por reconocimiento.

 

—Enrique… —susurré, como si su nombre pesara entre mis labios—. Es un hombre demasiado sibarita como para tocarse sin tener delante el plato principal.

 

Javier no respondió. Solo asintió, con esa media sonrisa suya que nunca se sabe si es complicidad o advertencia. Abrió la puerta con la calma de quien no necesita respuestas inmediatas.

 

Yo entré después, y al cruzar el portalón de nogal, sus manos ya estaban bajo mi falda. No hubo cortesía, ni promesas. Solo el gesto brutal de quien sabe que esa noche tenía poder sobre el altar sagrado de entre mis piernas.

 

—Recuerda que, pase lo que pase, esta noche eres mía.

 

Sus dedos se deslizaron con precisión sobre mi vulva, húmeda, atenta. El gemido se me escapó antes de poder controlarlo. Me tapé la boca con la mano, como si eso pudiera esconder lo evidente.

 

—¿Eres de esos que creen que las mujeres tenemos dueño? —le pregunté, con la voz temblando entre la provocación y el aliento contenido.

 

Él sonrió. No fue una sonrisa dulce. Fue una de esas que huelen a peligro, a certeza, a alguien que no pide permiso.

 

—No creo que tengas dueño —dijo, con sus dedos explorándome sin prisa, pero más firmes, más adentro—. Pero sé que te mueres por follar conmigo.

 

Me arqueé, atrapada entre el placer y la rabia. Lo odiaba, por así decirlo. Y lo deseaba más por eso.

 

—Eso es cierto... pero solo a medias —le respondí, con la voz hecha fuego—. Dejaré de desearte en cuanto me encapriche de otro de los invitados. Quizás Marie quiera compartir conmigo a uno de sus muchachos.

 

Su mirada se encendió. Ardía. Y sin decir nada, me empujó contra la puerta con una violencia medida: la de quien no se contiene, pero tampoco rompe. Me levantó la pierna sin permiso, sin dudas. Me tocó más profundo, más directo. Como si su mano supiera lo que mi cuerpo no quería admitir.

 

—Eso lo veremos —murmuró, justo antes de besarme como si intentara borrar cualquier pensamiento que no lo incluyera.

 

Y, por un momento, lo consiguió. Quise que me follara contra esa puerta. Rápido. Fuerte. Como si solo importara corrernos.

 

La casa de Marie nos recibió con una calidez sofisticada. La música flotaba en el aire como un perfume discreto: jazz instrumental, copas llenas, risas bajas, luces tenues.

 

Marie apareció enseguida. Sonriente, con una copa en la mano y ese aire de anfitriona que ya ha bebido lo suficiente como para no querer saber nada.

 

—Ah, ahí estáis. Las ostras tardan más que el postre, ¿eh?

 

Isabel besó su mejilla con naturalidad. Yo hice lo mismo. Javier solo levantó la copa que alguien le ofreció en ese momento, como si todo el protocolo le quedara grande.

 

Y entonces lo vi. Enrique. Apoyado en una de las columnas del salón, copa en mano, solo. Observando. Vestía el mismo traje que al llegar, pero su postura había cambiado. Estaba más relajada y más atenta. Como si toda la noche hubiera sido escrita para este preciso momento.

 

Nuestros ojos se encontraron. Él sonrió. Pequeño, imperceptible, solo para mí. No se movió. No hizo el gesto de acercarse. No abrió los brazos. Solo esperó. Como siempre. Como le gusta.

 

Yo crucé la estancia sin apurar el paso. El ruido de mis tacones sobre el suelo de mármol de Carrara parecía marcar un compás distinto, como si mi cuerpo ya no perteneciera del todo a la fiesta. Como si solo caminara hacia él. Cuando estuve lo bastante cerca, me detuve.

 

—¿Has estado esperándome?

 

Enrique alzó una ceja. La copa giró ligeramente entre sus dedos.

 

—Eso es precisamente lo que más me excita de ti.

 

Sonreí. Había algo entre nosotros más antiguo que el deseo. Más denso y oscuro.

 

—¿Y? —pregunté—. ¿Me has echado de menos?

 

—Sabes que siempre lo hago —susurró.

 

Y entonces, sin más, alzó la copa de Saint-Émilion viejo. Brindamos. Como si todo lo anterior —el coche, las ostras, el baño, Isabel— fuera solo el aperitivo.

 

El salón había ganado volumen. Más copas llenas. Más risas bajas. Ese tipo de ambiente donde todo parece moverse despacio, pero cada mirada dice demasiado.

 

Philippe, el anfitrión, se había acomodado en su sillón preferido. Un trono discreto junto a la ventana. Llevaba una copa de armagnac en la mano, las piernas cruzadas y esa expresión de hombre satisfecho que ha visto mucho y ya no necesita fingir sorpresa por nada.

 

Marie, su esposa, revoloteaba cerca, con una energía juvenil que no parecía suya. O puede que sí. Porque lo suyo no era juventud: era esa vitalidad comprada, pactada o invocada con cuerpos ajenos.

 

A su lado, inseparables, Espartaco y Félix. Dos chicos, a mi juicio, insoportables: Tatuados, hipermusculados, seguramente bisexuales y con sonrisas de anuncio erótico. Hablaban poco, se miraban mucho. Y cuando Marie pasaba entre ellos, sus manos parecían no decidir si tocarla o protegerla. Se rumoreaba que los dos eran gigolós, y que habían sido el último y estrambótico regalo de Philippe a su esposa, que llevaba varios meses sin separarse un solo día de los chicos. Y es que Philippe le obsequiaba jóvenes amantes a su mujer, como quien regala un ramo de flores.

 

Hugo y Laure, en cambio, eran el equilibrio. Sentados en el diván largo, hablaban en voz baja, siempre en francés, siempre con frases que no necesitaban traducción para saber que eran elegantes. Laure vestía como quien no necesitaba mostrar nada para que todos miren. Y Hugo, con su barba justa y su chaqueta azul marino, parecía sacado de una película donde los hombres solo besan cuando las mujeres ya han ganado.

 

Anke y Matthias, los alemanes, jugaban al contraste. Jóvenes, firmes, con un aire casi desproporcionadamente sano para ese salón cargado de tensiones viejas. Pero hablaban un castellano perfecto, limpio, como sus sonrisas. Habían estado jugando al ajedrez con Philippe antes de la cena, pero ahora se deslizaban entre grupos, curiosos y atentos. Sin parecer fuera de lugar, pero sin dejar de observar.

 

Y en medio de todo, nosotros.

 

Marie entró de nuevo en la sala. Su vestido —verde oscuro, ajustado, con la espalda descubierta— parecía diseñado para deslizarse, no para cubrir. Llevaba en la mano una bandeja con copas nuevas y una sonrisa que no admitía negativas.

 

—Vamos a refrescar un poco la noche —anunció, en voz alta, con ese acento francés que hacía que cualquier frase pareciera una invitación peligrosa—. Propongo un pequeño juego.

 

Espartaco y Félix se colocaron tras ella, como perros de caza bien entrenados. Uno sostenía un cuenco de cristal. El otro, una botella de licor transparente; ambos llevaban el torso desnudo como exhibición de un cuerpo demasiado perfecto para ser bonito.

 

—Un juego de confesiones —dijo Philippe desde su sillón, sin alzar la voz, pero con esa autoridad dulce de los hombres que ya no necesitan repetir nada—. Solo para los que se atrevan, bien sûr.

 

Marie se acercó a nosotros. Primero a Isabel. Luego a mí. Luego a Enrique. Dejó una copa delante de cada uno, con precisión coreográfica. El licor era claro, con reflejos azulados. Absenta, tal vez. O algo peor.

 

—Tendréis que sacar un papel del cuenco. Todos llevan una pregunta. Podéis elegir: responderla… o dejar que alguien más la responda por vosotros.

 

—¿Y si no queremos contestar? —preguntó Anke, divertida.

 

—Entonces bebéis —dijo Marie—. Y bebéis sin preguntar.

 

Risas. Algunas nerviosas. Otras, no tanto.

 

—Si se trata de una dama, deberá sentarse en mis rodillas y permitirme besarla y acariciarla —dijo Philippe, con esa calma exquisita que solo tienen los hombres que nunca necesitan alzar la voz—. Sí, en cambio, es un caballero… tendrá el privilegio de hacerlo con mi esposa.

 

Isabel metió la mano en el cuenco con la gracia de una bailarina abriendo una joya. Sacó un papel, lo desenrolló sin apuro. Sus labios dibujaron una línea perfecta. Leyó en voz alta, con esa voz suya que parecía una caricia con intención:

 

—¿A quién de los presentes te has imaginado follándote… y no se lo has contado aún?

 

Hubo un silencio. Ese tipo de silencio que no tiene vergüenza, solo curiosidad.

 

Isabel bajó la mirada y esbozó una sonrisa. Luego giró lentamente la cabeza… hasta clavar sus ojos en los míos. No fue casual. Fue un gesto calculado, como quien lanza una cerilla encendida solo para ver qué prende.

 

Y justo cuando el aire pareció tensarse entre nosotras, desvió la mirada hacia Enrique. Levantó el mentón con elegancia, como si esperara una señal. O una aprobación.

 

La sala lo captó al instante. Yo también.

 

—Paso palabra —dijo. Y bebió.

 

El gesto fue corto, pero dejó un rastro.

 

Marie rió. Philippe también.

 

Isabel se levantó con calma, como si supiera que todos los ojos la seguían. Caminó hacia Philippe con paso lento, controlado, deliberado. Se sentó sobre sus piernas como si lo hubiera hecho mil veces antes.

 

Philippe la recibió sin inmutarse, con esa naturalidad que tienen los hombres acostumbrados a que el mundo se incline hacia ellos. La miró con una mezcla de orgullo y posesión. Como si ella le perteneciera por derecho. Como si llevara esperándola toda la noche.

 

Había más de cuarenta años de diferencia entre ellos. Y eso se notaba. No en el cuerpo de ella —firme, joven, casi perfecto— sino en la forma en que él la tocaba: con una calma peligrosa. Con la precisión de alguien que no necesita correr porque sabe que lo inevitable le pertenece.

 

La besó. Un beso firme, hondo, sin apuro. Su mano subió por su muslo; la otra recorrió la espalda hasta alcanzar los tirantes del vestido. Ella no se resistió. Cerró los ojos y los dejó caer, uno a uno, como pétalos arrancados por el viento. El vestido resbaló hasta su cintura, dejando al descubierto unos pechos pequeños, redondos, perfectamente proporcionados.

 

Philippe los acarició con ambas manos. No los apretó: los palmeó con lentitud, saboreando cada curva con la yema de los dedos. Isabel no se movió. Seguía con los ojos cerrados, con los labios entreabiertos, como si todavía estuviera siendo besada.

 

Cuando sus bocas se separaron, no retiró las manos de su cuerpo. Las dejó allí, sobre sus juveniles y firmes senos, como quien afirma una propiedad con elegancia. Y ella no lo corrigió. Se mantuvo sobre su regazo, erguida, entregada, pero no sumisa.

 

Entonces, giró la cabeza. Miró a Javier.

 

Y no fue una mirada suave, ni cómplice, como las que Enrique y yo nos lanzamos a menudo. Fue una puñalada silenciosa. Una sonrisa altanera, cruel. Como si supiera que lo estaba destruyendo con cada segundo que se quedaba ahí, semidesnuda, sobre las piernas de otro hombre.

 

Javier tembló. Apartó los ojos. Bebió lo que quedaba de su copa de un trago largo e inútil, para poder sofocar sus celos.

 

Marie y yo nos miramos al mismo tiempo. Solo nosotras percibimos el verdadero gesto. No era solo deseo. No era juego. Era una guerra personal. Y esa noche, la estaba ganando Isabel.

 

—Olivia —dijo entonces Marie, ofreciéndome el cuenco—. Tu turno.

 

Metí la mano. El papel estaba tibio. O eso sentí. Lo abrí. Y leí en voz baja:

 

—¿Cuál ha sido el sitio más indecente donde te has corrido… y no se lo has dicho a nadie?

 

Levanté la vista. Me crucé primero con Javier. Luego con Isabel. Después con Enrique. Sonreí.

 

—Olivia es una gran escritora erótica, que siempre escribe sobre sus experiencias —manifestó Marie, guiñándome un ojo a modo de complicidad.

 

La miré agradecida. Sabía que tenía todos mis libros en su casa de París.

 

—Fue uno de esos días raros de verano. Cielo despejado, calor pegajoso… y de repente, sin aviso, granizo. Grueso, blanco, violento. Como si el cielo decidiera hacer limpieza.

 

Estábamos en la playa. Toallas por todas partes, latas abiertas, pieles tostadas y esa euforia tonta que solo da el final de una tarde. Éramos seis, y nadie quería marcharse. Hasta que las primeras canicas de hielo nos hicieron correr. Gritamos, reímos, tropezamos descalzos sobre la arena ardiendo.

 

El coche era de Alex, mi novio. Se lo habían regalado hacía poco por haber aprobado el carnet a la primera, y lo trataba como si fuera una joya de exposición. Fuimos corriendo hacia él. Yo fui la última en entrar. No había espacio. Era la única chica del grupo.

 

Manu —uno de sus mejores amigos, el típico que siempre está cerca, demasiado cerca— ya estaba sentado atrás. Me hizo un gesto con la mano, abriendo las piernas.

 

—Aquí —dijo—. Súbete. No te quedes fuera.

 

Me senté encima. Literal. Sobre él. No había opción.

 

Mi bikini estaba empapado, y el roce con su bañador fue inmediato. Su cuerpo estaba caliente, firme. Sus manos se apoyaron en mis caderas al principio, como para equilibrarme. Pero no se movieron. Ni bajaron. Ni subieron. Solo permanecieron ahí, tensas. Esperando. Midiendo. Yo también.

 

El granizo golpeaba el techo con furia, mientras mi novio arrancaba, intentando buscar un refugio. La música en el coche subió de volumen para tapar el caos. Los otros hablaban y reían, totalmente concentrados en la tormenta; el aire arrojaba las sillas, las mesas, las sombrillas.

 

Sentí la primera caricia como un roce leve en el lateral de mi muslo. Disimulada. Casi accidental. Pero no. Fue intencional. Porque luego vino otra. Más lenta. Más arriba.

 

Yo no dije nada. Solo me moví un poco, como quien se acomoda. Y al hacerlo, mi cadera buscó la erección pegada a mis nalgas.

 

Manu no habló. Pero sus dedos lo dijeron todo. Se deslizaban por mi piel como si ya hubieran estado ahí antes. Como si supieran el camino. Yo no lo frené. No me giré. Solo apoyé una mano en su muslo, cerca de la ingle. Sintiéndolo.

 

El calor entre nosotros no era del verano. Era de otra cosa. De ese silencio que se forma cuando haces algo que no debes, pero no puedes parar. Su boca se acercó a mi oído. Su aliento me erizó el cuello.

 

—Estás temblando —susurró—. Tranquila, nadie se dará cuenta de nada.

 

—Estoy mojada —respondí, sin saber si hablaba del bikini, de la piel o de todo lo demás.

 

Y él rió. Una risa breve, baja, clavada en mi nuca.

 

—Lo sé.

 

Sus dedos se metieron bajo la tela de la braguita de mi bikini. Yo abrí un poco más las piernas. Solo lo justo. Solo lo necesario. Y mientras, fuera sonaba un camión de los bomberos a toda pastilla, adelantándonos.

 

Un murmullo recorrió la sala. Marie aplaudió.

 

—¿Te folló, querida? ¿Te follo delante de tu novio y de sus amigos?

 

Yo no respondí con palabras. Solo asentí con la cabeza. Una vez. Lenta y clara.

 

Sus ojos no parpadearon. Me sostuvo la mirada como si al hacerlo pudiera verme ese día.

 

—¿Te gustó?

 

Yo tragué saliva.

 

—Sí. Mucho. Fue muy morboso.

 

La palabra flotó entre nosotros como una confesión sagrada.

 

—Perfecto —susurró—. Ahora háblame de cómo te corriste. Quiero los detalles.

 

—Se inclinó apenas hacia adelante. Sentí cómo el aire entre los dos se comprimía. No hablábamos. No hacía falta.

 

Su mano bajó, lenta y cuidadosa. Con la precisión de quien no está probando suerte, sino repitiendo un ritual. Yo me quedé inmóvil. Casi sin aliento. No por miedo, sino por deseo contenido. Porque en ese espacio mínimo, entre el ruido del granizo y las risas apagadas del resto, solo él y yo sabíamos lo que estaba ocurriendo.

 

Corrí la tela hacia un lado. Un movimiento pequeño, silencioso, deliberado. Y entonces la sentí. —Mnmnmnmn— No el gesto, sino la presencia. El calor. El roce exacto. La entrada inevitable.

 

No podía moverme. No había espacio. Pero tampoco quería.

 

Me quedé así, suspendida, mordiéndome los labios. Su respiración chocaba contra mi cuello. Sus dedos apretaban apenas mis muslos, como si sujetarme fuera parte del juego.

 

Creo que fue el polvo más lento, más silencioso y más contenido que me han hecho jamás. Pero fue maravilloso, o por lo menos, así lo recuerdo. No sé cuánto tiempo estuvimos así. Diez, quizá veinte minutos. Apretados, respirando contra el cuello del otro, fingiendo que nada ocurría mientras todo pasaba.

 

No había espacio para moverse y, sin embargo, cada roce era una embestida contenida. Cada pausa, una confesión.

 

Yo no podía más. Notaba su cuerpo tensarse, su aliento volverse irregular, su piel empapada mezclándose con la mía. Su polla saliendo y entrando de mi cuerpo apenas un centímetro. Y entonces lo supe. No hizo falta nada más. Su cuerpo habló. Sentí el temblor. El calor de su eyaculación invadiéndome sin permiso. Esa entrega final que no se ve, pero que atraviesa.

 

Y yo… yo me mordí el labio con tanta fuerza que rocé la sangre. No grité. No me moví. Solo cerré los ojos, intentando aislarme del mundo… como si todo aquello, tan quieto y tan inmenso, solo fuera real si yo no lo miraba.

 

—Touchée —dijo Marie, con una sonrisa felina, cruzando las piernas, despacio—. Brindo por los hombres valientes…

 

Alzó su copa con esa teatralidad medida que solo las mujeres brillantes dominan. Su tono no tenía burla, sino cierta reverencia. Como si reconociera en la confesión algo sagrado.

 

Philippe, desde su sillón de respaldo curvo, no tardó en imitarla. Levantó su copa, sin moverse demasiado, pero con esa solemnidad burlona tan suya.

 

—Por las mujeres que no piden permiso —añadió—. Ni excusas. Ni ropa interior.

 

Se escucharon algunas risas. Laure se llevó la copa a los labios sin decir nada, aunque sus ojos —más oscuros que antes— no parpadeaban. Hugo le apoyó una mano en la rodilla con naturalidad, como si quisiera calmarle un impulso que ni siquiera él conocía del todo.

 

Anke, la alemana, se giró discretamente hacia su marido y le susurró algo en el oído. Matthias no respondió. Solo esbozó una sonrisa seca, de esas que esconden imágenes.

 

Los chicos jóvenes —Espartaco y Félix— rieron entre dientes, demasiado cómodos con la tensión, como si hubieran nacido dentro de ella. Marie les lanzó una mirada cómplice que no necesitó traducción. Enrique… no dijo nada. Solo bebió. Un trago largo. Después, con una lentitud exacta, giró el vaso entre los dedos y dejó que el hielo sonara una vez. Fue un gesto mínimo. Pero en esa sala cargada de miradas y vino, cada gesto contaba.

 

Yo respiré hondo. Me acomodé en el sillón como quien vuelve de un lugar lejano. Y por un momento, nadie habló. Porque lo dicho ya no se podía retirar. Porque lo insinuado seguía ahí, flotando.

 

Marie dejó la copa sobre la mesa con un pequeño clic, como si marcara el inicio de un segundo acto.

 

—Bien —dijo—. Pues si hemos empezado a jugar… sigamos.

 

Su mirada recorrió a todos, como un péndulo afilado.

 

—Una ronda más. Pero esta vez seremos más precisos. Una sola frase. Sin explicaciones, sin contexto. Solo el lugar… y el pecado.

Philippe aplaudió con suavidad, encantado.

 

—Oh, j’adore ça —expresó, besando el cuello de la joven Isabel que, pese a su desnudez, su imagen seguía siendo elegante.

 

—Yo empiezo —dijo Marie, cruzando los tobillos con una elegancia insolente—: En el altar de una iglesia.

 

Todos se giraron hacia Hugo y Laure. Laure sonrió, perezosa.

 

—En el probador de Dior, en el bulevar Saint-Honoré. Él esperaba afuera.

 

Hugo no pestañeó. Solo bebió, como si fuera un brindis silencioso.

 

—Una bodega subterránea en Burdeos —añadió él—. Sobre un barril de roble.

 

Las miradas se deslizaron hacia Anke. Ella no dudó.

 

—En un telesilla, bajando de los Alpes, a plena luz.

 

Matthias apoyó su copa y añadió, casi sin voz:

 

—En el asiento de atrás de un Uber. En Berlín. Con conductor y todo.

 

Las risas volvieron. No nerviosas. Liberadas. Como si el vino y la lujuria hubieran finalmente hecho efecto.

 

Espartaco habló sin que nadie se lo pidiera:

 

—En la cocina de Marie. Mientras ella cocinaba.

 

Marie alzó una ceja. No pareció enojada.

 

—Solo fue la primera vez —añadió Félix, como si quisiera rematar la escena.

 

Javier miró a Isabel.

 

Ella, por primera vez, bajó ligeramente la vista. Luego sonrió.

 

—En la biblioteca de la universidad. Con la mano sobre la boca para no gritar.

 

A Javier le tocó, la miró con intensidad, sin atreverse a reclamar a su esposa.

 

Y entonces, todos se giraron hacia Enrique.

 

Él levantó la copa lentamente. Sus ojos estaban tranquilos. Su voz, no.

 

—En el vestidor de Olivia, escondido. Escuchándola follar con otro. Sin tocarme. Sin respirar.

 

El silencio que siguió fue distinto. Más pesado. Más íntimo. Más lleno de imágenes no dichas.

 

Marie alzó su copa de nuevo.

 

—Por la verdad —dijo.

 

—Y por el deseo —respondió Philippe.

 

Y las copas tintinearon.

 

Media hora más tarde, el coñac aún giraba en mi copa de balón, impregnando el cristal con su tono ámbar, denso, como si no quisiera dejarse beber. Mis manos lo templaban, y en cierto modo, también a mí. La noche había bajado una octava; las risas en la terraza eran más altas, las confesiones más osadas. Isabel se reía con Philippe como si fuera la dueña de la casa, de la fiesta y de todos los secretos.

 

Javier se acercó sin anunciarse. Su presencia no pedía permiso. Solo estaba. Me tomó la copa sin decir nada, la dejó sobre una consola cercana y me ofreció la mano. La suya estaba tibia. Firme. Y cuando tiró suavemente de mí, supe que no tenía sentido preguntar a dónde íbamos. Su habitación nos estaba esperando.

 

Nada más cerrar la puerta, no me besó. Solo me miró, como si necesitara asegurarse de que seguía ahí. De que no era una fantasía más de esa noche larga. Sus manos llegaron a mi cintura, me rodearon y me acercó sin brusquedad, pero sin duda. Fue como si su cuerpo y el mío ya hubieran tenido esa conversación antes.

 

Nos besamos sin prisa, pero con hambre. No había palabras dulces ni promesas. Solo lenguas que se reconocían como armas y bocas que sabían lo que querían. Él me agarró por la nuca y tiró de mí hacia él. Me mordió el labio como quien marca territorio.

 

Sus manos bajaron por mi espalda, apretándome, levantando la tela sin cuidado. No fue un desvestir delicado: fue un despojar. Como si la ropa le estorbara para llegar a lo que realmente le importaba. Sus dedos no temblaban. Sabían lo que hacían.

 

—Estás caliente —me susurró al oído, con la voz rota de deseo.

 

—Sí —le respondí, con la garganta seca—. Tócame.

 

Y lo hizo. Sin rodeos. Metió la mano entre mis piernas y deslizó los dedos por donde ya ardía. Me abrí para él sin vergüenza, con las piernas abiertas como una invitación descarada. Me miraba fijamente mientras me tocaba, con los labios entreabiertos, como si me estuviera devorando solo con los ojos.

 

Me depositó sobre la cama poniéndome a cuatro patas como una perra hambrienta, deseosa de ser follada, mientras se ponía detrás de mí, duro y preparado. No hubo pausa. Me penetró de una sola embestida, lenta, profunda, contundente. Solté un gemido ronco, casi animal. Me aferré a las sábanas, cerrando las manos.

 

El ritmo fue violento, real, necesario. Sonaban nuestros cuerpos, con la cama crujiendo, los jadeos rotos. Me follaba con fuerza, con hambre, como si necesitara vaciarse dentro de mí. Como si en cada estocada quisiera quedarse ahí para siempre.

 

—Mírame —me ordenó.

 

Y lo hice.

 

Me curvé hacia atrás, con los ojos clavados en los suyos, mientras me follaba con más fuerza, más hondo. Cada embestida era un golpe seco, directo, como si quisiera tatuarse dentro de mí. Me agarró de las caderas con ambas manos, con sus dedos marcándome la piel, guiándome sin piedad.

 

Mis pechos rebotaban con cada sacudida. Gemía abierta, sin pudor, sin contenerme. El sonido de nuestros cuerpos chocando llenaba la habitación. Él gruñía, me empujaba más fuerte, y yo me arqueaba como una puta hambrienta, pidiéndole más sin decir una palabra.

 

Me estaba follando, fuerte, sin frenos, sujetándome de las caderas mientras me empujaba una y otra vez como si el mundo fuera a acabarse dentro de mí.

 

De pronto, se salió.

 

—Ponte boca arriba —ordenó, con la voz áspera, llena de deseo.

 

Antes de que pudiera moverme, me tomó por la cintura y me giró con fuerza, haciéndome rodar sobre la cama. Me abrió las piernas de un tirón, sin preguntar. Se colocó entre ellas y me sostuvo por debajo de las rodillas, levantándolas para hundirse de nuevo en mí, de frente esta vez.

 

Me miró a los ojos mientras volvía a penetrarme, lento al principio, solo para hundirse de golpe con una embestida seca que me arrancó un gemido bruto, sin control.

 

—Así te quiero —murmuró, mirándome desde arriba mientras me follaba con el cuerpo entero.

 

Me agarré a sus hombros, arañándolo, clavando las uñas sin pensar. Mis pechos se agitaban entre nosotros, golpeando su pecho con cada estocada. Él no paraba. Me llenaba con cada empuje, más rápido, más profundo, sus caderas chocando contra las mías en una serie de golpes húmedos y violentos.

 

—Dímelo —me dijo, sin dejar de moverse—. Dime que te gusta así. Que te gusta verme encima, follándote duro.

 

—Me encanta —jadeé, con la voz rota—. Jódeme más. Más fuerte.

 

Y lo hizo. Me follaba con los dientes apretados, el cuerpo tenso, como si lo único que importara en ese momento fuera vaciarse dentro de mí.

 

—No pares. Abre más las piernas.

Obedecí.

 

Me levantó una pierna sobre su hombro y me penetró de nuevo, más profundo, más brutal. Sentí cómo me rozaba todo por dentro. Me desgarraba de placer. Las paredes de mi cuerpo lo apretaban, lo tragaban. Me estaba follando como si quisiera romperme.

 

—¿Te gusta así? —jadeó—. ¿Así, como a una zorra barata?

 

—Sí… —Le solté, entre dientes, temblando—. Así. Más.

 

Y me lo dio. Todo. Hasta el fondo. Hasta que no quedaba nada entre nosotros más que piel, sudor y carne.

 

Cuando me corrí, fue como estallar. Un latido salvaje, desbordado. Él lo hizo casi al mismo tiempo, jadeando mi nombre al oído, con su cuerpo temblando contra el mío.

 

Después, se dejó caer a mi lado, empapado de sudor, aún con la respiración acelerada. No dijimos nada. Solo el silencio lleno de cuerpos exhaustos y una cama que olía a sexo.

 

—¿Estás bien? —le pregunté, aún con la voz ronca.

 

—Mejor que nunca —respondió sin pensarlo, con esa media sonrisa que no sabía si odiar o recordar.

 

Me incorporé despacio, sin vergüenza. No me vestí. Solo recogí la ropa del suelo, la doblé sobre mi antebrazo como quien sabe que ya es absurdo vestirse.

 

—Espero que no tengas problemas con Isabel —dije, clavándole la mirada. La frase era un cuchillo envuelto en terciopelo.

 

Él no contestó de inmediato. Me sostuvo la mirada. Sabía que no era solo una advertencia. Era un recordatorio: que esto no había sido solo sexo, pero tampoco una promesa.

 

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó al fin. Su voz sonaba más baja, menos segura. Como si el nombre de ella hubiera roto algo.

 

Me encogí de hombros.

 

—Solo digo lo obvio. No vine a buscar líos. Tú sabías lo que hacías cuando me quitaste la ropa… Porque ella… Ella sigue abajo, ¿no?

 

Se pasó una mano por el pelo, frustrado. Miró al techo. Luego me miró a mí.

 

—Está con el viejo; parece haberse encaprichado de mi mujer. Te juro, Olivia, que no lo planeé así; pensé que la primera vez lo haríamos los tres juntos.

 

Me acerqué un paso. Estaba desnuda, pero no vulnerable. Al contrario: era él quien parecía expuesto ahora.

 

—Tengo que irme, Enrique, me está esperando en mi habitación; dale un beso de mi parte.

 

No dijo nada. Solo tragó saliva.

 

La puerta se cerró detrás de mí con un clic suave. 

 

Cuando entré en la habitación, él estaba acostado, tenía la tele encendida y el rostro iluminado por ese azul sucio de la pantalla. Giró la cabeza apenas un segundo.

 

—¿Dónde estabas? —preguntó, sin levantar el tono, como quien pregunta por el clima.

 

—Con Javi —dije, y me odié un poco por lo fácil que me salió.

 

Él asintió, como si no le importara demasiado, aunque yo sabía que en estos momentos le iba la vida en ello. Literal.

 

Me acerqué, lo besé en la mejilla. Su piel estaba fría, pero no reaccionó.

 

—Vaya… pensé que estabas más interesada en ella —pareció adivinar.

 

—Tienen una relación tóxica que intentan calmar con sexo. Pero es como querer apagar un incendio con whisky.

 

—Vaya... lo lamento. Ella siempre da esa impresión de chica bien educada. Supongo que la fachada se mantiene mejor con las piernas cerradas.

 

—¿Cenaste? —le pregunté.

 

—Comí algo. Pero no tenía demasiada hambre.

 

—Vale.

 

Fui al baño, abrí el grifo y me lavé las manos. El agua estaba helada, pero no lo sentí. Me miré en el reflejo de la ventana. Mis labios seguían hinchados. Mi cuello, un poco rojo. Como si mi cuerpo se negara a mentir.

 

Lo escuché cambiar de canal. No dijo nada más.

 

Esa noche fue la única de todo el fin de semana en que dormimos juntos. Hicimos el amor con una pasión extraña, casi urgente. Yo, recién usada por Javier, aún sentía mi sexo dilatado, sensible y expuesto. Y mientras él me penetraba, yo le contaba todo. Cada detalle. Lo que había hecho y lo que me habían hecho.

 

Me escuchó dentro de mí, como si mis palabras fueran lo único importante de este mundo, como si el dolor o los celos fueran otra forma de deseo. Después, nos abrazamos en silencio. Sintiendo su respiración contra mi nuca, con mi cuerpo encajado en el suyo.

 

Me abrazó como si el mundo fuera ruido y yo, su único refugio. Y supe, sin necesidad de palabras, que lo nuestro seguía siendo sagrado, incluso después de todo. Y a pesar de tener aún el cuerpo marcado por otro, me sentí únicamente suya. No porque me lo reclamara, sino porque cuando me miró, lo hizo como solo se mira a quien se ama sin condiciones.

 

—No creo que tengas dueño —dijo, con sus dedos explorándome sin prisa, pero más firmes, más adentro—. Pero sé que te mueres por follar conmigo.

 

Me arqueé, atrapada entre el placer y la rabia. Lo odiaba, por así decirlo. Y lo deseaba más por eso.

 

—Eso es cierto... pero solo a medias —le respondí, con la voz hecha fuego—. Dejaré de desearte en cuanto me encapriche de otro de los invitados. Quizás Marie quiera compartir conmigo a uno de sus muchachos.

 

Su mirada se encendió. Ardía. Y sin decir nada, me empujó contra la puerta con una violencia medida: la de quien no se contiene, pero tampoco rompe. Me levantó la pierna sin permiso, sin dudas. Me tocó más profundo, más directo. Como si su mano supiera lo que mi cuerpo no quería admitir.

 

—Eso lo veremos —murmuró, justo antes de besarme como si intentara borrar cualquier pensamiento que no lo incluyera.

 

Y, por un momento, lo consiguió. Quise que me follara contra esa puerta. Rápido. Fuerte. Como si solo importara corrernos.

 

La casa de Marie nos recibió con una calidez sofisticada. La música flotaba en el aire como un perfume discreto: jazz instrumental, copas llenas, risas bajas, luces tenues.

 

Marie apareció enseguida. Sonriente, con una copa en la mano y ese aire de anfitriona que ya ha bebido lo suficiente como para no querer saber nada.

 

—Ah, ahí estáis. Las ostras tardan más que el postre, ¿eh?

 

Isabel besó su mejilla con naturalidad. Yo hice lo mismo. Javier solo levantó la copa que alguien le ofreció en ese momento, como si todo el protocolo le quedara grande.

 

Y entonces lo vi. Enrique. Apoyado en una de las columnas del salón, copa en mano, solo. Observando. Vestía el mismo traje que al llegar, pero su postura había cambiado. Estaba más relajada y más atenta. Como si toda la noche hubiera sido escrita para este preciso momento.

 

Nuestros ojos se encontraron. Él sonrió. Pequeño, imperceptible, solo para mí. No se movió. No hizo el gesto de acercarse. No abrió los brazos. Solo esperó. Como siempre. Como le gusta.

 

Yo crucé la estancia sin apurar el paso. El ruido de mis tacones sobre el suelo de mármol de Carrara parecía marcar un compás distinto, como si mi cuerpo ya no perteneciera del todo a la fiesta. Como si solo caminara hacia él. Cuando estuve lo bastante cerca, me detuve.

 

—¿Has estado esperándome?

 

Enrique alzó una ceja. La copa giró ligeramente entre sus dedos.

 

—Eso es precisamente lo que más me excita de ti.

 

Sonreí. Había algo entre nosotros más antiguo que el deseo. Más denso y oscuro.

 

—¿Y? —pregunté—. ¿Me has echado de menos?

 

—Sabes que siempre lo hago —susurró.

 

Y entonces, sin más, alzó la copa de Saint-Émilion viejo. Brindamos. Como si todo lo anterior —el coche, las ostras, el baño, Isabel— fuera solo el aperitivo.

 

El salón había ganado volumen. Más copas llenas. Más risas bajas. Ese tipo de ambiente donde todo parece moverse despacio, pero cada mirada dice demasiado.

 

Philippe, el anfitrión, se había acomodado en su sillón preferido. Un trono discreto junto a la ventana. Llevaba una copa de armagnac en la mano, las piernas cruzadas y esa expresión de hombre satisfecho que ha visto mucho y ya no necesita fingir sorpresa por nada.

 

Marie, su esposa, revoloteaba cerca, con una energía juvenil que no parecía suya. O puede que sí. Porque lo suyo no era juventud: era esa vitalidad comprada, pactada o invocada con cuerpos ajenos.

 

A su lado, inseparables, Espartaco y Félix. Dos chicos, a mi juicio, insoportables: Tatuados, hipermusculados, seguramente bisexuales y con sonrisas de anuncio erótico. Hablaban poco, se miraban mucho. Y cuando Marie pasaba entre ellos, sus manos parecían no decidir si tocarla o protegerla. Se rumoreaba que los dos eran gigolós, y que habían sido el último y estrambótico regalo de Philippe a su esposa, que llevaba varios meses sin separarse un solo día de los chicos. Y es que Philippe le obsequiaba jóvenes amantes a su mujer, como quien regala un ramo de flores.

 

Hugo y Laure, en cambio, eran el equilibrio. Sentados en el diván largo, hablaban en voz baja, siempre en francés, siempre con frases que no necesitaban traducción para saber que eran elegantes. Laure vestía como quien no necesita mostrar nada para que todos miren. Y Hugo, con su barba justa y su chaqueta azul marino, parecía sacado de una película donde los hombres solo besan cuando las mujeres ya han ganado.

 

Anke y Matthias, los alemanes, jugaban al contraste. Jóvenes, firmes, con un aire casi desproporcionadamente sano para ese salón cargado de tensiones viejas. Pero hablaban un castellano perfecto, limpio, como sus sonrisas. Habían estado jugando al ajedrez con Philippe antes de la cena, pero ahora se deslizaban entre grupos, curiosos, atentos. Sin parecer fuera de lugar, pero sin dejar de observar.

 

Y en medio de todo, nosotros.

 

Marie entró de nuevo en la sala. Su vestido —verde oscuro, ajustado, con la espalda descubierta— parecía diseñado para deslizarse, no para cubrir. Llevaba en la mano una bandeja con copas nuevas y una sonrisa que no admitía negativas.

 

—Vamos a refrescar un poco la noche —anunció, en voz alta, con ese acento francés que hacía que cualquier frase pareciera una invitación peligrosa—. Propongo un pequeño juego.

 

Espartaco y Félix se colocaron tras ella, como perros de caza bien entrenados. Uno sostenía un cuenco de cristal. El otro, una botella de licor transparente; ambos llevaban el torso desnudo como exhibición de un cuerpo demasiado perfecto para ser bonito.

 

—Un juego de confesiones —dijo Philippe desde su sillón, sin alzar la voz, pero con esa autoridad dulce de los hombres que ya no necesitan repetir nada—. Solo para los que se atrevan, bien sûr.

 

Marie se acercó a nosotros. Primero a Isabel. Luego a mí. Luego a Enrique. Dejó una copa delante de cada uno, con precisión coreográfica. El licor era claro, con reflejos azulados. Absenta, tal vez. O algo peor.

 

—Tendréis que sacar un papel del cuenco. Todos llevan una pregunta. Podéis elegir: responderla… o dejar que alguien más la responda por vosotros.

 

—¿Y si no queremos contestar? —preguntó Anke, divertida.

 

—Entonces bebéis —dijo Marie—. Y bebéis sin preguntar.

 

Risas. Algunas, nerviosas. Otras, no tanto.

 

—Si se trata de una dama, deberá sentarse en mis rodillas y permitirme besarla y acariciarla —dijo Philippe, con esa calma exquisita que solo tienen los hombres que nunca necesitan alzar la voz—. Si, en cambio, es un caballero… tendrá el privilegio de hacerlo con mi esposa.

 

Isabel metió la mano en el cuenco con la gracia de una bailarina abriendo una joya. Sacó un papel, lo desenrolló sin apuro. Sus labios dibujaron una línea perfecta. Leyó en voz alta, con esa voz suya que parecía una caricia con intención:

 

—¿A quién de los presentes te has imaginado follándote… y no se lo has contado aún?

 

Hubo un silencio. Ese tipo de silencio que no tiene vergüenza, solo curiosidad.

 

Isabel bajó la mirada y esbozó una sonrisa. Luego giró lentamente la cabeza… hasta clavar sus ojos en los míos. No fue casual. Fue un gesto calculado, como quien lanza una cerilla encendida solo para ver qué prende.

 

Y justo cuando el aire pareció tensarse entre nosotras, desvió la mirada hacia Enrique. Levantó el mentón con elegancia, como si esperara una señal. O una aprobación.

 

La sala lo captó al instante. Yo también.

 

—Paso palabra —dijo. Y bebió.

 

El gesto fue corto, pero dejó un rastro.

 

Marie rió. Philippe también.

 

Isabel se levantó con calma, como si supiera que todos los ojos la seguían. Caminó hacia Philippe con paso lento, controlado, deliberado. Se sentó sobre sus piernas como si lo hubiera hecho mil veces antes.

 

Philippe la recibió sin inmutarse, con esa naturalidad que tienen los hombres acostumbrados a que el mundo se incline hacia ellos. La miró con una mezcla de orgullo y posesión. Como si ella le perteneciera por derecho. Como si llevara esperándola toda la noche.

 

Había más de cuarenta años de diferencia entre ellos. Y eso se notaba. No en el cuerpo de ella —firme, joven, casi perfecto— sino en la forma en que él la tocaba: con una calma peligrosa. Con la precisión de alguien que no necesita correr porque sabe que lo inevitable le pertenece.

 

La besó. Un beso firme, hondo, sin apuro. Su mano subió por su muslo; la otra recorrió la espalda hasta alcanzar los tirantes del vestido. Ella no se resistió. Cerró los ojos y los dejó caer, uno a uno, como pétalos arrancados por el viento. El vestido resbaló hasta su cintura, dejando al descubierto unos pechos pequeños, redondos, perfectamente proporcionados.

 

Philippe los acarició con ambas manos. No los apretó: los palmeó con lentitud, saboreando cada curva con la yema de los dedos. Isabel no se movió. Seguía con los ojos cerrados, con los labios entreabiertos, como si todavía estuviera siendo besada.

 

Cuando sus bocas se separaron, no retiró las manos de su cuerpo. Las dejó allí, sobre sus juveniles y firmes senos, como quien afirma una propiedad con elegancia. Y ella no lo corrigió. Se mantuvo sobre su regazo, erguida, entregada, pero no sumisa.

Entonces, giró la cabeza. Miró a Javier.

 

Y no fue una mirada suave, ni cómplice, como las que Enrique y yo nos lanzamos a menudo. Fue una puñalada silenciosa. Una sonrisa altanera, cruel. Como si supiera que lo estaba destruyendo con cada segundo que se quedaba ahí, semidesnuda, sobre las piernas de otro hombre.

 

Javier tembló. Apartó los ojos. Bebió lo que quedaba de su copa de un trago largo e inútil, para poder sofocar sus celos.

 

Marie y yo nos miramos al mismo tiempo. Solo nosotras percibimos el verdadero gesto. No era solo deseo. No era un juego. Era una guerra personal. Y esa noche, la estaba ganando Isabel.

 

—Olivia —dijo entonces Marie, ofreciéndome el cuenco—. Tu turno.

 

Metí la mano. El papel estaba tibio. O eso sentí. Lo abrí. Y leí en voz baja:

 

¿Cuál ha sido el sitio más indecente donde te has corrido… y no se lo has dicho a nadie?

Levanté la vista. Me crucé primero con Javier. Luego con Isabel. Después con Enrique. Sonreí.

 

—Olivia es una gran esc

ritora erótica, que siempre escribe sobre sus experiencias —manifestó Marie, guiñándome un ojo a modo de complicidad.

La miré agradecida. Sabía que tenía todos mis libros en su casa de París.

 

—Fue uno de esos días raros de verano. Cielo despejado, calor pegajoso… y de repente, sin aviso, granizo. Grueso, blanco, violento. Como si el cielo decidiera hacer limpieza.

 

Estábamos en la playa. Toallas por todas partes, latas abiertas, pieles tostadas y esa euforia tonta que solo da el final de una tarde. Éramos seis, y nadie quería marcharse. Hasta que las primeras canicas de hielo nos hicieron correr. Gritamos, reímos, tropezamos descalzos sobre la arena ardiendo.

 

El coche era de Alex, mi novio. Se lo habían regalado hacía poco por haber aprobado el carnet a la primera, y lo trataba como si fuera una joya de exposición. Fuimos corriendo hacia él. Yo fui la última en entrar. No había espacio. Era la única chica del grupo.

 

Manu —uno de sus mejores amigos, el típico que siempre está cerca, demasiado cerca— ya estaba sentado atrás. Me hizo un gesto con la mano, abriendo las piernas.

 

—Aquí —dijo—. Súbete. No te quedes fuera.

 

Me senté sobre. Literal. Sobre él. No había opción.

 

Mi bikini estaba empapado, y el roce con su bañador fue inmediato. Su cuerpo estaba caliente, firme. Sus manos se apoyaron en mis caderas al principio, como para equilibrarme. Pero no se movieron. Ni bajaron. Ni subieron. Solo permanecieron ahí, tensas. Esperando. Midiendo. Yo también.

 

El granizo golpeaba el techo con furia, mientras mi novio arrancaba, intentando buscar un refugio. La música en el coche subió de volumen para tapar el caos. Los otros hablaban y reían, totalmente concentrados en la tormenta; el aire arrojaba las sillas, las mesas, las sombrillas.

 

Sentí la primera caricia como un roce leve en el lateral de mi muslo. Disimulada. Casi accidental. Pero no. Fue intencional. Porque luego vino otra. Más lenta. Más arriba.

 

Yo no dije nada. Solo me moví un poco, como quien se acomoda. Y al hacerlo, mi cadera buscó la erección pegada a mis nalgas.

 

Manu no habló. Pero sus dedos lo dijeron todo. Se deslizaban por mi piel como si ya hubieran estado ahí antes. Como si supieran el camino. Yo no lo frené. No me giré. Solo apoyé una mano en su muslo, cerca de la ingle. Sintiéndolo.

 

El calor entre nosotros no era del verano. Era de otra cosa. De ese silencio que se forma cuando haces algo que no debes, pero no puedes parar. Su boca se acercó a mi oído. Su aliento me erizó el cuello.

 

—Estás temblando —susurró—. Tranquila, nadie se dará cuenta de nada.

 

—Estoy mojada —respondí, sin saber si hablaba del bikini, de la piel o de todo lo demás.

 

Y él rió. Una risa breve, baja, clavada en mi nuca.

 

—Lo sé.

 

Sus dedos se metieron bajo la tela de la braguita de mi bikini. Yo abrí un poco más las piernas. Solo lo justo. Solo lo necesario. Y mientras, fuera sonaba un camión de los bomberos a toda pastilla, adelantándonos.

Un murmullo recorrió la sala. Marie aplaudió.

 

—¿Te folló, querida? ¿Te follo delante de tu novio y de sus amigos?

 

Yo no respondí con palabras. Solo asentí con la cabeza. Una vez. Lenta y clara.

 

Sus ojos no parpadearon. Me sostuvo la mirada como si al hacerlo pudiera verme ese día.

 

—¿Te gustó?

 

Yo tragué saliva.

 

—Sí. Mucho. Fue muy morboso.

 

La palabra flotó entre nosotros como una confesión sagrada.

 

—Perfecto —susurró—. Ahora háblame de cómo te corriste. Quiero los detalles.

 

—Se inclinó apenas hacia adelante. Sentí cómo el aire entre los dos se comprimía. No hablábamos. No hacía falta.

 

Su mano bajó, lenta, cuidadosa. Con la precisión de quien no está probando suerte, sino repitiendo un ritual. Yo me quedé inmóvil. Casi sin aliento. No por miedo, sino por deseo contenido. Porque en ese espacio mínimo, entre el ruido del granizo y las risas apagadas del resto, solo él y yo sabíamos lo que estaba ocurriendo.

 

Corrí la tela hacia un lado. Un movimiento pequeño, silencioso, deliberado. Y entonces la sentí. —Mnmnmnmn— No el gesto, sino la presencia. El calor. El roce exacto. La entrada inevitable.

 

No podía moverme. No había espacio. Pero tampoco quería.

 

Me quedé así, suspendida, mordiéndome los labios. Su respiración chocaba contra mi cuello. Sus dedos apretaban apenas mis muslos, como si sujetarme fuera parte del juego.

 

Creo que fue el polvo más lento, más silencioso y más contenido que me han hecho jamás. Pero fue maravilloso, o por lo menos, así lo recuerdo. No sé cuánto tiempo estuvimos así. Diez, quizá veinte minutos. Apretados, respirando contra el cuello del otro, fingiendo que nada ocurría mientras todo pasaba.

 

No había espacio para moverse y, sin embargo, cada roce era una embestida contenida. Cada pausa, una confesión.

 

Yo no podía más. Notaba su cuerpo tensarse, su aliento volverse irregular, su piel empapada mezclándose con la mía. Su polla saliendo y entrando de mi cuerpo apenas un centímetro. Y entonces lo supe. No hizo falta nada más. Su cuerpo habló. Sentí el temblor. El calor de su eyaculación invadiéndome sin permiso. Esa entrega final que no se ve, pero que atraviesa.

 

Y yo… yo me mordí el labio con tanta fuerza que rocé la sangre. No grité. No me moví. Solo cerré los ojos, intentando aislarme del mundo… como si todo aquello, tan quieto y tan inmenso, solo fuera real si yo no lo miraba.

 

—Touchée —dijo Marie, con una sonrisa felina, cruzando las piernas, despacio—. Brindo por los hombres valientes…

 

Alzó su copa con esa teatralidad medida que solo las mujeres brillantes dominan. Su tono no tenía burla, sino cierta reverencia. Como si reconociera en la confesión algo sagrado.

 

Philippe, desde su sillón de respaldo curvo, no tardó en imitarla. Levantó su copa, sin moverse demasiado, pero con esa solemnidad burlona tan suya.

 

—Por las mujeres que no piden permiso —añadió—. Ni excusas. Ni ropa interior.

 

Se escucharon algunas risas. Laure se llevó la copa a los labios sin decir nada, aunque sus ojos —más oscuros que antes— no parpadeaban. Hugo le apoyó una mano en la rodilla con naturalidad, como si quisiera calmarle un impulso que ni siquiera él conocía del todo.

 

Anke, la alemana, se giró discretamente hacia su marido y le susurró algo en el oído. Matthias no respondió. Solo esbozó una sonrisa seca, de esas que esconden imágenes.

 

Los chicos jóvenes —Espartaco y Félix— rieron entre dientes, demasiado cómodos con la tensión, como si hubieran nacido dentro de ella. Marie les lanzó una mirada cómplice que no necesitó traducción. Enrique… no dijo nada. Solo bebió. Un trago largo. Después, con una lentitud exacta, giró el vaso entre los dedos y dejó que el hielo sonara una vez. Fue un gesto mínimo. Pero en esa sala cargada de miradas y vino, cada gesto contaba.

 

Yo respiré hondo. Me acomodé en el sillón como quien vuelve de un lugar lejano. Y por un momento, nadie habló. Porque lo dicho ya no se podía retirar. Porque lo insinuado seguía ahí, flotando.

 

Marie dejó la copa sobre la mesa con un pequeño clic, como si marcara el inicio de un segundo acto.

 

—Bien —dijo—. Pues si hemos empezado a jugar… sigamos.


Su mirada recorrió a todos, como un péndulo afilado.

 

—Una ronda más. Pero esta vez seremos más precisos. Una sola frase. Sin explicaciones, sin contexto. Solo el lugar… y el pecado.

Philippe aplaudió con suavidad, encantado.

 

—Oh, j’adore ça —expresó, besando el cuello de la joven Isabel que, pese a su desnudez, su imagen seguía siendo elegante.

 

—Yo empiezo —dijo Marie, cruzando los tobillos con una elegancia insolente—: En el altar de una iglesia.

 

Todos se giraron hacia Hugo y Laure. Laure sonrió, perezosa.

 

—En el probador de Dior, en el bulevar Saint-Honoré. Él esperaba afuera.

 

Hugo no pestañeó. Solo bebió, como si fuera un brindis silencioso.

 

—Una bodega subterránea en Burdeos —añadió él—. Sobre un barril de roble.

 

Las miradas se deslizaron hacia Anke. Ella no dudó.

 

—En un telesilla, bajando de los Alpes, a plena luz.

 

Matthias apoyó su copa y añadió, casi sin voz:

 

—En el asiento de atrás de un Uber. En Berlín. Con conductor y todo.

 

Las risas volvieron. No nerviosas. Liberadas. Como si el vino y la lujuria hubieran finalmente hecho efecto.

 

Espartaco habló sin que nadie se lo pidiera:

 

—En la cocina de Marie. Mientras ella cocinaba.

 

Marie alzó una ceja. No pareció enojada.

 

—Solo fue la primera vez —añadió Félix, como si quisiera rematar la escena.

Javier miró a Isabel.

 

Ella, por primera vez, bajó ligeramente la vista. Luego sonrió.

 

—En la biblioteca de la universidad. Con la mano sobre la boca para no gritar.

 

Javier la miró con intensidad, sin atreverse a reclamar a su esposa. A la madre de su hijo.

 

Y entonces, todos se giraron hacia Enrique.

 

Él levantó la copa lentamente. Sus ojos estaban tranquilos. Su voz, no.

 

—En el vestidor de Olivia, escondido. Escuchándola follar con otro. Sin tocarme. Sin respirar.

 

El silencio que siguió fue distinto. Más pesado. Más íntimo. Más lleno de imágenes no dichas.

 

Marie alzó su copa de nuevo.

 

—Por la verdad —dijo.

 

—Y por el deseo —respondió Philippe.

 

 

Y las copas tintinearon.

 

Media hora más tarde, el coñac aún giraba en mi copa de balón, impregnando el cristal con su tono ámbar, denso, como si no quisiera dejarse beber. Mis manos lo templaban, y en cierto modo, también a mí. La noche había bajado una octava; las risas en la terraza eran más altas, las confesiones más osadas. Isabel se reía con Philippe como si fuera la dueña de la casa, de la fiesta y de todos los secretos.

 

Javier se acercó sin anunciarse. Su presencia no pedía permiso. Solo estaba. Me tomó la copa sin decir nada, la dejó sobre una consola cercana y me ofreció la mano. La suya estaba tibia. Firme. Y cuando tiró suavemente de mí, supe que no tenía sentido preguntar a dónde íbamos. Su habitación nos estaba esperando.

 

Nada más cerrar la puerta, no me besó. Solo me miró, como si necesitara asegurarse de que seguía ahí. De que no era una fantasía más de esa noche larga. Sus manos llegaron a mi cintura, me rodearon y me acercó sin brusquedad, pero sin duda. Fue como si su cuerpo y el mío ya hubieran tenido esa conversación antes.

 

Nos besamos sin prisa, pero con hambre. No había palabras dulces ni promesas. Solo lenguas que se reconocían como armas y bocas que sabían lo que querían. Él me agarró por la nuca y tiró de mí hacia él. Me mordió el labio como quien marca territorio.

 

Sus manos bajaron por mi espalda, apretándome, levantando la tela sin cuidado. No fue un desvestir delicado: fue un despojar. Como si la ropa le estorbara para llegar a lo que realmente le importaba. Sus dedos no temblaban. Sabían lo que hacían.

—Estás caliente —me susurró al oído, con la voz rota de deseo.

 

—Sí —le respondí, con la garganta seca—. Tócame.

 

Y lo hizo. Sin rodeos. Metió la mano entre mis piernas y deslizó los dedos por donde ya ardía. Me abrí para él sin vergüenza, con las piernas abiertas como una invitación descarada. Me miraba fijamente mientras me tocaba, con los labios entreabiertos, como si me estuviera devorando solo con los ojos.

 

Me depositó sobre la cama poniéndome a cuatro patas como una perra hambrienta, deseosa de ser follada, mientras se ponía detrás de mí, duro y preparado. No hubo pausa. Me penetró de una sola embestida, lenta, profunda, contundente. Solté un gemido ronco, casi animal. Me aferré a las sábanas, cerrando las manos.

 

El ritmo fue violento, real, necesario. Sonaban nuestros cuerpos, con la cama crujiendo, los jadeos rotos. Me follaba con fuerza, con hambre, como si necesitara vaciarse dentro de mí. Como si en cada estocada quisiera quedarse ahí para siempre.

 

—Mírame —me ordenó.

 

Y lo hice.

 

Me curvé hacia atrás, con los ojos clavados en los suyos, mientras me follaba con más fuerza, más hondo. Cada embestida era un golpe seco, directo, como si quisiera tatuarse dentro de mí. Me agarró de las caderas con ambas manos, con sus dedos marcándome la piel, guiándome sin piedad.

 

Mis pechos rebotaban con cada sacudida. Gemía abierta, sin pudor, sin contenerme. El sonido de nuestros cuerpos chocando llenaba la habitación. Él gruñía, me empujaba más fuerte, y yo me arqueaba como una puta hambrienta, pidiéndole más sin decir una palabra.

 

Me estaba follando, fuerte, sin frenos, sujetándome de las caderas mientras me empujaba una y otra vez como si el mundo fuera a acabarse dentro de mí.

 

De pronto, se salió.

 

—Ponte boca arriba —ordenó, con la voz áspera, llena de deseo.

 

Antes de que pudiera moverme, me tomó por la cintura y me giró con fuerza, haciéndome rodar sobre la cama. Me abrió las piernas de un tirón, sin preguntar. Se colocó entre ellas y me sostuvo por debajo de las rodillas, levantándolas para hundirse de nuevo en mí, de frente esta vez.

 

Me miró a los ojos mientras volvía a penetrarme, lento al principio, solo para hundirse de golpe con una embestida seca que me arrancó un gemido bruto, sin control.

 

—Así te quiero —murmuró, mirándome desde arriba mientras me follaba con el cuerpo entero.

 

Me agarré a sus hombros, arañándolo, clavando las uñas sin pensar. Mis pechos se agitaban entre nosotros, golpeando su pecho con cada estocada. Él no paraba. Me llenaba con cada empuje, más rápido, más profundo, sus caderas chocando contra las mías en una serie de golpes húmedos y violentos.

 

—Dímelo —me dijo, sin dejar de moverse—. Dime que te gusta así. Que te gusta verme encima, follándote duro.

 

—Me encanta —jadeé, con la voz rota—. Jódeme más. Más fuerte.

 

Y lo hizo.

 

Me follaba con los dientes apretados, el cuerpo tenso, como si lo único que importara en ese momento fuera vaciarse dentro de mí.

 

—No pares. Abre más las piernas.

 

Obedecí.

 

Me levantó una pierna sobre su hombro y me penetró de nuevo, más profundo, más brutal. Sentí cómo me rozaba todo por dentro. Me desgarraba de placer. Las paredes de mi cuerpo lo apretaban, lo tragaban. Me estaba follando como si quisiera romperme.

 

—¿Te gusta así? —jadeó—. ¿Así, como a una zorra barata?

 

—Sí… —Le solté, entre dientes, temblando—. Así. Más.

 

Y me lo dio. Todo. Hasta el fondo. Hasta que no quedaba nada entre nosotros más que piel, sudor y carne.

 

Cuando me corrí, fue como estallar. Un latido salvaje, desbordado. Él lo hizo casi al mismo tiempo, jadeando mi nombre al oído, con su cuerpo temblando contra el mío.

 

Después, se dejó caer a mi lado, empapado de sudor, aún con la respiración acelerada. No dijimos nada. Solo el silencio lleno de cuerpos exhaustos y una cama que olía a sexo.

 

—¿Estás bien? —le pregunté, aún con la voz ronca.

 

—Mejor que nunca —respondió sin pensarlo, con esa media sonrisa que no sabía si odiar o recordar.

 

Me incorporé despacio, sin vergüenza. No me vestí. Solo recogí la ropa del suelo, la doblé sobre mi antebrazo como quien sabe que ya es absurdo vestirse.

 

—Espero que no tengas problemas con Isabel —dije, clavándole la mirada. La frase era un cuchillo envuelto en terciopelo.

 

Él no contestó de inmediato. Me sostuvo la mirada. Sabía que no era solo una advertencia. Era un recordatorio: que esto no había sido solo sexo, pero tampoco una promesa.

 

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó al fin. Su voz sonaba más baja, menos segura. Como si el nombre de ella hubiera roto algo.

 

Me encogí de hombros.

 

—Solo digo lo obvio. No vine a buscar líos. Tú sabías lo que hacías cuando me quitaste la ropa… Porque ella… Ella sigue abajo, ¿no?

 

Se pasó una mano por el pelo, frustrado. Miró al techo. Luego me miró a mí.

 

—Está con el viejo; parece haberse encaprichado de mi mujer. Te juro, Olivia, que no lo planeé así; pensé que la primera vez lo haríamos los tres juntos. 

 

—Conoces las reglas —dije, con voz baja—. El anfitrión y la anfitriona deciden con quién quieren pasar la noche. Y tanto Philippe como Marie… son de la vieja escuela.

 

—¿Vieja escuela? No me jodas, Olivia. Estono es más que venganza mal disfrazada por parte de mi esposa.

 

Me acerqué un paso. Estaba desnuda, pero no vulnerable. Al contrario: era él quien parecía expuesto ahora.

 

—Tengo que irme, Enrique me está esperando en mi habitación; dale un beso de mi parte.

 

No dijo nada. Solo tragó saliva.

 

La puerta se cerró detrás de mí con un clic suave.

 

Cuando entré en la habitación, él estaba acostado, tenía la tele encendida y el rostro iluminado por ese azul sucio de la pantalla. Giró la cabeza apenas un segundo.

 

—¿Dónde estabas? —preguntó, sin levantar el tono, como quien pregunta por el clima.

 

—Con Javi —dije, y me odié un poco por lo fácil que me salió.

 

Él asintió, como si no le importara demasiado, aunque yo sabía que en estos momentos le iba la vida en ello. Literal.

 

Me acerqué, lo besé en la mejilla. Su piel estaba fría, pero no reaccionó.

 

—Vaya… pensé que estabas más interesada en ella —pareció adivinar.

 

—Tienen una relación tóxica que intentan calmar con sexo. Pero es como querer apagar un incendio con whisky.

 

—Vaya… lo lamento. Ella siempre da esa impresión de chica bien educada. Supongo que la fachada se mantiene mejor con las piernas cerradas.

 

—¿Cenaste? —le pregunté.

 

—Comí algo. Pero no tenía demasiada hambre.

 

—Vale.

 

Fui al baño, abrí el grifo y me lavé las manos. El agua estaba helada, pero no lo sentí. Me miré en el reflejo de la ventana. Mis labios seguían hinchados. Mi cuello, un poco rojo. Como si mi cuerpo se negara a mentir.

 

Lo escuché cambiar de canal. No dijo nada más.

 

Esa noche fue la única de todo el fin de semana en que dormimos juntos. Hicimos el amor con una pasión extraña, casi urgente. Yo, recién usada por Javier, aún sentía mi sexo dilatado, sensible y expuesto. Y mientras él me penetraba, yo le contaba todo. Cada detalle. Lo que había hecho y lo que me habían hecho.

 

Me escuchó dentro de mí, como si mis palabras fueran lo único importante de este mundo, como si el dolor o los celos fueran otra forma de deseo. Después, nos abrazamos en silencio. Sintiendo su respiración contra mi nuca, con mi cuerpo encajado en el suyo.

 

Me abrazó como si el mundo fuera ruido y yo, su único refugio. Y supe, sin necesidad de palabras, que lo nuestro seguía siendo sagrado, incluso después de todo. Y a pesar de tener aún el cuerpo marcado por otro, me sentí únicamente suya. No porque me lo reclamara, sino porque cuando me miró, lo hizo como solo se mira a quien se ama sin condiciones.

 

Escrito por Deva Nandiny®

(Continuará)

 

 

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Comentarios

Damian
hace 8 horas

Uf. Me dejaste ardiendo. No me esperaba tanta intensidad. ¿Cuándo el siguiente capítulo?

Sara
hace 8 horas

¿Esto es ficción o una confesión real? Porque se siente muy vivido…

Joss
hace 8 horas

Dónde puedo comprar la novela con el argumento completo??? he mirado en tus novelas y no lo he visto

Natalia M.:
hace 8 horas

Hay algo en tu escritura que recuerda a Anaïs Nin pero con el filo de una navaja moderna. No es solo erotismo: es política íntima, cuerpo y poder.

Valeria (Escritora y lectora)
hace 8 horas

Lo que más me impacta no es el sexo, sino cómo gestionas las miradas. Hay un erotismo en el silencio, en el gesto mínimo, que pocas escritoras contemporáneas logran. Enhorabuena.

Anon
hace 8 horas

Me la tuve que cascar leyéndolo. Perdón, pero es la verdad. No se puede escribir así y pretender que uno se quede quieto.

Carlos
hace 8 horas

Lo que me fascina es que, aun después del sexo, los personajes siguen teniendo alma. No son solo cuerpos. Tienen historia. Pasado. Y peso. Gracias por eso.

Karlos
hace 8 horas

Lo que me fascina es que, aun después del sexo, los personajes siguen teniendo alma. No son solo cuerpos. Tienen historia. Pasado. Y peso. Gracias por eso.

LetraEnLlamas
hace 8 horas

La tensión entre Olivia e Isabel es puro Henry James disfrazado de cuero. Hay una guerra fría entre mujeres que va mucho más allá del sexo.

Javi de MAdrid
hace 7 horas

¿Puedes por favor escribir una escena completa solo desde el punto de vista de Enrique espiándola? Me pondría tan duro que no respondería de mí.

Lectora Silenciosa
hace 7 horas

Es la primera vez que un relato erótico me hace llorar. Y no por tristeza, sino por una sensación profunda de estar viva. Gracias.

JuanTenorio
hace 7 horas

La escena del juego con Marie es de lo mejor que he leído en mucho tiempo. Erótica, elegante, brutal. Olivia es una protagonista que no busca agradar: busca sentir. Y eso la hace adictiva.

LectoraVoraz
hace 7 horas

El tono, la estructura, los saltos emocionales entre deseo y conciencia de clase emocional... Esto es narrativa psicológica, pero sudada. Te sigo porque haces lo que pocos se atreven: escribir desde la entraña con cabeza.

Pablo
hace 7 horas

Tensión narrativa constante:
Desde el coche hasta la última escena con Enrique, hay una corriente subterránea de deseo, celos, poder y rendición que nunca se apaga.

Lenguaje sensorial:
El uso de texturas, temperaturas, y detalles físicos es magnífico. Las descripciones tienen vida propia sin caer en lo excesivo.

Ritmo interno:
Los silencios, pausas, diálogos cortos y respiraciones dan un compás natural a la historia, que se lee como si uno estuviera dentro de la escena.
Complejidad emocional:
Las relaciones están cargadas de contradicciones reales. Amor, lujuria, lealtad rota, ternura inesperada. No es solo sexo: es psicología y piel.

PacoPaco
hace 7 horas

ese culito te lo iba yo a poner apretdo de cojones

Gregory
hace 7 horas

Lo buena que estas y lo guarra que eres, si quieres una polla de 23 cm. ponte en contacto conmigo, soy de Santander, tengo 25 años y tengo sitio para recibir

Dabor
hace 7 horas

Quiero tus bragas como fetiche, estoy dispuesta a comprarlas por cualquier precio, ponte en contacto conmigo y verás que hablo en serio

Marcos
hace 6 horas

Hola Oli una relato intenso, excitante, desgarrador morboso de lo mejor que he leído mos felicitaciones y un besazo te mandó