
Sigo contando mi experiencia de fin de semana en el sur de Francia. Si no has leído la primera y la segunda parte, haz clic aquí: Leer la 1.ª parte
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IIIparte
Me bajé del capó del Audi despacio, con las piernas aún temblando. No sabía si era por el orgasmo brutal o por el frío que empezaba a colarse entre los poros abiertos de mi piel. Hacía fresco, y el sudor me helaba la espalda, mientras el aire de montaña me cortaba la piel como una caricia viciada. El vello de los brazos se me erizó.
Javier se levantó también, se sacudió los pantalones con tranquilidad y me besó la ingle, como un gesto final, casi tierno. Yo temblaba, con la falda todavía levantada y las bragas abandonadas en algún rincón oscuro del monte. Sentía mi humedad enfriándose entre los muslos, la piel caliente del capó marcado en mis nalgas y una parte de mí —muy viva aún— que deseaba que esto no se acabara.
Entonces, sin previo aviso, Isabel salió del coche.
—Eres un hijo de la gran puta —le dijo a menos de medio metro de distancia.
Su voz no era un grito ni tampoco un susurro. Era filo. Era veneno con perfume.
Javier no se movió. La miró con calma, con la mandíbula apretada y los pantalones aún desordenados por la escena anterior. Yo me sentí… fuera de lugar.
Un coche pasó por la carretera despacio. Tocó el claxon con insistencia. Uno de esos pitidos largos, más de complicidad que de reproche. Redujo la velocidad hasta casi detenerse. Los faros nos bañaron con su luz blanca y cruda, congelando los cuerpos sudados, las ropas desordenadas, los rastros aún visibles del sexo reciente.
—¿Ahora te pones celosa, zorra? —espetó él, con una risa seca que no llegó a sus ojos—. Llevas con las bragas mojadas desde que esta tarde la viste entrar. —La acusó, hablándole de mí.
—No son celos, cabrón. ¿Crees que voy a sentir celos de una golfa como esta? —escupió Isabel, apuntándome con el dedo, acercándose tanto a su marido que sus narices casi se rozaban—. Por mí puedes pasarte toda la noche comiéndole el coño.
Me quedé inmóvil, con los muslos aún húmedos y el corazón golpeando lento, pero fuerte, como si quisiera abrirme el pecho desde dentro. “Esa golfa”. Así me llamó. No con vergüenza. No con envidia. Con desprecio. Con rabia.
Y eso me excitó aún más. Porque sabía que tenía razón. Yo era esa golfa.
La que se corrió en la boca de su marido. La que los miraba desde la sombra, escondida pero abierta de piernas, en silencio pero empapada. La que ahora se masturbaba sin mover un solo músculo, solo apretando los muslos, haciendo fricción contra mis hinchados y rosados labios vaginales.
Sus voces se filtraban. Se insultaban, se devoraban con palabras. Pero no era una ruptura. Era algo mucho más peligroso. Era una guerra. Y yo estaba justo en medio.
Javier no respondió de inmediato. Su mandíbula se tensó, sus manos abiertas como si luchara contra las ganas de agarrarla allí mismo. Durante un segundo, el aire se volvió más denso. La montaña enmudeció.
Solo el crujido leve de las ramas movidas por el viento, el zumbido grave y lejano de algún insecto nocturno y el eco difuso de nuestras respiraciones quebradas llenaban el silencio.
Era un silencio cargado. No vacío, no tranquilo. Era el tipo de silencio que precede a algo que va a romperse. Incluso los árboles parecían contener el aliento.
Y entonces, sin más aviso, la sujetó por los brazos.
—¿Así le comías el coño a mi hermana? ¿También te retorcías como un perro por ella?
La pregunta no era parte del juego. No era un guiño. Pero yo lo comprendí todo. Ese no era un simple reproche. Era una de esas heridas que nunca cierran del todo. Una grieta vieja, que ahora, bajo la luna y el sudor y el deseo, volvía a sangrar. Supe que él le había sido infiel en el pasado con una hermana de la propia Isabel.
Javier no respondió. Se quedó quieto detrás de ella. Sus manos aún la sujetaban por la cintura, como si tuviera miedo de que Isabel se acercara más de la cuenta. Como si esas palabras lo hubieran golpeado más fuerte que un puñetazo en el estómago, Javier parpadeó una sola vez, lento, como si procesarlas le costara. La tensión en su mandíbula se acentuó. No dijo nada. No tenía que hacerlo.
Su cuerpo habló por ella.
Sus manos se cerraron, los nudillos se volvieron más blancos. La respiración, antes contenida, salió como un rugido ahogado. Lo que ella había dicho —esa forma de mirarlo, de ofrecerse y desafiarlo al mismo tiempo— lo había atravesado. No era solo deseo. Era algo más oscuro. Más primitivo. Como si esas palabras hubieran sido una llave. Y él, una puerta a punto de ceder.
Isabel giró apenas la cabeza hacia un lado, sin mirarlo a él, sin mirarme a mí. Miraba el vacío de la montaña, hacia los árboles oscuros al borde de la carretera.
—¿También a ella le gemías mientras se corría? —insistió, con su voz menos firme, quebrada por debajo—. ¿También le decías que sabías a fruta madura?
Ahí estaba todo. Toda la herida que no se había cerrado. Todo el veneno que no había escupido antes. Isabel ya no estaba jugando. Estaba desangrándose. Su deseo era real, sí. Pero su dolor también. Y Javier… no era de piedra.
—¿Quieres saber cómo me la follé la primera vez en casa de tus padres? ¿De verdad quieres que te lo cuente?
Isabel apenas tuvo tiempo de abrir la boca para contestar. Javier la giró con violencia y con fuerza controlada, empujándola contra el capó del coche.
El impacto fue tremendo—. ¡CLANG!
El capó vibró como una campana en mitad del monte. El eco rebotó contra los árboles y se perdió en el aire frío. Isabel gimió, no de dolor. De rabia. Cayó boca abajo sobre el vehículo, apoyada con el pecho y la cintura sobre la chapa. Con el rostro girado hacia mí. Y en ese segundo, nuestros ojos se cruzaron otra vez. Los suyos… oscuros como cuevas. No había ternura. No había compasión. Solo un fuego primitivo. Un mensaje sin palabras:
“Mírame, zorra”. “Mírame porque esta guerra aún no ha terminado”.
Nos miramos como dos hembras en combate. Como bocas que ya habían probado la misma piel. Dos cuerpos que sabían que el juego no era solo de placer, sino de seducción.
Ella respiraba con fuerza. Yo también.
Javier se colocó detrás de su esposa, inmovilizándola contra su cuerpo, sin palabras, pero con toda la intención. Y yo… yo no pestañeé. Porque lo que venía no era solo sexo. Posó una mano en su cadera, apretando fuerte, marcando territorio. Mientras que la otra le subió el vestido de un tirón, sin miramientos, desgarrando el silencio con el sonido seco de la tela estirándose contra su piel.
Los muslos de Isabel, firmes y tensos, quedaron al descubierto. El encaje negro, pegado a su sexo, brillaba húmedo bajo la luz de la luna.
Su culo. Redondo, firme, perfecto. Tenso por la postura y elevado como una ofrenda sobre el capó del coche, con el vestido enrollado sobre su espalda como si se hubiera rendido. El tanga negro, mínimo, se le perdía entre las nalgas, como si fuera parte de su piel. Una simple línea de tela estirada entre las dos mitades de su cuerpo, marcando cada curva, cada tensión. No cubría. No disimulaba. Solo acentuaba el poder absoluto de ese trasero: de mujer joven, fuerte, hecha para provocar y resistir.
Era el tipo de culo que no se olvida. El que desafía, el que provoca celos incluso en quien no quiere admitirlos. Y el tanga… el tanga era casi una burla. Un hilo ajustado como una firma sobre una escultura.
—¿Es esto lo que quieres, zorra? —escupió Javier, con la voz ronca de rabia y deseo mezclados. Tiró de su tanga, rasgándola, haciendo que cayera a sus pies como un trapo viejo, perdiendo de repente toda la dignidad y elegancia.
Sin esperar respuesta, le arreó dos palmadas secas en las nalgas; el sonido resonó en la noche como un eco violento. No fue una caricia. Fue un acto de dominio. Un castigo pactado. Como quien azuza a una potranca salvaje que no piensa obedecer... pero que tampoco huye.
Fue como si todo su cuerpo hubiera dicho basta. Como si algo se desbordara más allá del control, más allá del orgullo, más allá incluso del deseo. Un gemido se escapó de su garganta, ronco, animal. Y entonces ocurrió.
Un sonido leve, casi inaudible, rompió el silencio tenso de la noche, haciéndome mirar al suelo. Bajo las piernas de Isabel, junto al trapo en el que se habían convertido sus lujosas y sexis bragas, había un pequeño charco. Miré hacia arriba: un goteo cálido, un hilo líquido, resbalaba como una corriente continua por sus muslos interiores, temblorosos, cayendo en una pequeña cascada, dejando un rastro brillante sobre la chapa caliente del coche. Se había rendido por completo. Incluso su cuerpo, incapaz ya de contener tanta tensión, tanta entrega, se había rendido.
Pero no hubo vergüenza. No en ella. Cuando giró la cabeza para mirarme, sus ojos no suplicaban perdón. Brillaban. Con furia. Con fuego. Con orgullo.
—¿Ya te estás meando otra vez, guarra? —preguntó secamente, como si intentara avergonzarla y humillarla—. La muy zorra, se pone tan cachonda que no puede contenerse —añadió, mirándome a los ojos, regalándome una de sus maravillosas sonrisas.
Lo dijo sin burlas, sin juicio. Solo una constatación, como quien observa una tormenta desatarse y sabe que no tiene tiempo para guarecerse.
Yo había visto eso ya en algunas mujeres, momentos en que el deseo arrasa con todo y el cuerpo responde de esa forma involuntaria. La vi apretar los muslos, intentando contener lo inevitable, y por un instante pensé que iba a rogar. Pero no. Estaba disfrutándolo. Jugando con ese borde fino entre el descontrol y la entrega. Su vulva, seguramente, estaba tan hinchada y tan encendida que debía estar palpitando contra su propio músculo tenso; cada gota que se escapaba era un cúmulo de placer desbordado.
—Así me follé a tu hermana el primer día —dijo, con un grito que casi fue un gruñido—. Me la tiré en el garaje, contra el capó del coche de tu padre. Ni siquiera cerramos la puerta.
Lo dijo con esa mezcla de crueldad y deseo que arde más que cualquier caricia. No buscaba disculparse. Buscaba incendiar aún más el deseo de su propia esposa. Exponiendo un incómodo recuerdo, una antigua y profunda herida, una fantasía repetida, una filia reciente…
Ella no respondió con palabras. Se arqueó hacia atrás con una urgencia feroz, como si su cuerpo supiera exactamente lo que quería, lo que necesitaba. Sus caderas lo buscaron a ciegas.
Su esposo le asestó un solo golpe. Brutal. Húmedo. Certero.
El aire se le escapó de golpe en un gemido áspero, desgarrado, mezcla de dolor y gloria.
—¡Ah... joder! —exhaló, con la voz rota, como si esa embestida le hubiera robado algo más que el aliento.
Se estremeció toda. Sus uñas arañaron la chapa del coche mientras su espalda se arqueaba aún más, ofreciéndose. Con el sonido de su carne recibiendo su ansiado premio.
—Más —susurró entre dientes, con la frente apoyada contra el metal—. No pares.
—Eres tan zorra como tu hermana… —Gruñó él entre dientes, embistiéndola con una fuerza cada vez más salvaje, sus caderas chocando contra ella en un ritmo implacable.
Cada palabra iba acompasada con una nueva y feroz embestida. Cada sílaba era una invasión profunda y húmeda.
—¿Sabes lo que hacía la dulce Martita? —continuó, jadeando, sin dejar de moverse—. ¿Sabes lo que decía cuando le follé el culo por primera vez?
La cogió del moño y tiró de ella sin delicadeza, haciendo que su cabeza se echara hacia atrás. El gesto fue seco, crudo, pero preciso. La controlaba sin esfuerzo, como si conociera exactamente cada punto débil de su cuerpo.
Se inclinó hacia su oído, con su aliento caliente rozándole la piel, y habló con la voz rota, desgastada por el esfuerzo, por la rabia, por el deseo contenido que ya no podía seguir reteniendo.
—¿De verdad crees que puedes provocarme así… y salir caminando?
Sus palabras no eran una amenaza. Eran una promesa.
Ella no respondió de inmediato. Solo jadeó. Su cuerpo se tensó, entre la entrega y la espera, entre el miedo y la necesidad. La montaña seguía muda, como si el mundo entero estuviera aguantando la respiración con ellos.
Y entonces él tiró de su cabello un poco más, como marcando el principio de algo inevitable.
Ella arqueó la espalda con un jadeo contenido, con sus pechos rebotando, resbalando sobre el capó, como si el metal frío fuera parte del castigo o parte del placer. No lo miraba. Pero su cuerpo gritaba. Le exigía. Le provocaba.
—¿Qué decía? —preguntó, sin poder contenerse—. ¿Qué te decía la muy puta? —volvió a preguntar, como si necesitara escucharlo de su propia boca.
—Lloraba… y entre sollozos, me pedía que no parara. Que le diera más fuerte.
Ella gimió alto, sin pudor. Un sonido lleno de rabia y fuego. No por celos. No por dolor. Por puro instinto. Por puro goce. Su cuerpo temblaba con cada embestida, como si la frase la alimentara, como si la imagen la encendiera aún más.
Y él, viéndola así, no paró. Al contrario. La tomó con más fuerza. Como si con cada golpe quisiera borrar el pasado y marcarla para siempre.
Ella se aferraba al coche como si pudiera deshacerse en cualquier momento, los dedos crispados, con los muslos temblando. Cada embestida la empujaba al límite, al borde de algo que ya no podía controlar.
—¡Dios… sí… así…! —gritó, quebrándose, con el grito saliéndole del vientre más que de la garganta.
Su cuerpo estalló en una oleada de espasmos brutales, descontrolados. Un orgasmo feroz, sin medida, sin contención. Se arqueó, se sacudió, se mojó de nuevo. Y esta vez no fue miedo, ni vergüenza. Fue libertad. Furia. Pura rendición.
Él la sintió apretarse de golpe, el interior de su cuerpo contrayéndose como si lo devorara, y eso lo arrastró con ella. Gruñó entre dientes, bajó una mano a su cadera y la sostuvo con una fuerza casi animal.
Un empujón más. Otro. Y entonces se corrió dentro de ella, caliente, profundo, con un gemido seco y gutural que pareció llenarlo todo.
Quedaron así, temblando, jadeando, los cuerpos sudados y mezclados sobre el capó del coche. Con el aire denso, con el silencio lleno de ecos.
Ella se giró apenas, aún jadeante, con una media sonrisa torcida en los labios. Satisfecha, marcada y triunfante.
Cuando Javier se apartó del cuerpo de su esposa, lo hizo con una calma desconcertante. Sin decir una palabra. Ni un gesto de disculpa. Solo esa serenidad suya que, después de lo que acababa de hacer, parecía más peligrosa que nunca. Se subió al coche por el lado del conductor, como si el mando le perteneciera de forma natural… o como si acabara de ganárselo. Yo me senté detrás, en el mismo sitio, con las piernas todavía temblorosas y el pulso latiéndome en el clítoris.
Isabel seguía ahí.
Apoyada sobre el capó, con los pechos pegados al metal tibio, la cabeza baja, el cabello revuelto, las piernas abiertas. El aire de montaña acariciaba su piel enrojecida. El semen de Javier le resbalaba lentamente por la cara interna de los muslos, mezclándose con el sudor, dibujando una línea blanca que brillaba bajo la luz de la luna. No se movía ni un centímetro. Era una estatua posorgásmica. Una mujer vaciada y satisfecha… o no del todo.
Javier arrancó el coche, pero antes giró el rostro y me miró. A los ojos. Directo. Con esa media sonrisa suya que no es burla ni promesa: es advertencia.
—Isabel siempre necesita unos minutos a solas para recomponerse —dijo, como quien habla del clima—. El choque de emociones la deja temblando. Le gusta llegar al límite. A veces se queda allí un rato.
Se volvió al frente, pero no soltó del todo el tema. Su mano retrocedió, buscó mi muslo por debajo de la falda, lo apretó con los dedos largos y firmes.
—Espero que no te hayas asustado —dijo con esa voz baja, casi perezosa, que solo usan los hombres que saben que ya lo tienen todo.
Yo lo miré desde el asiento trasero. Con mis ojos, firmes. No por frialdad, sino por lucidez. Dentro de mí, algo vibraba con fuerza. No era miedo, era algo mucho más peligroso: ganas de más.
—No —dije por fin—. Ha sido… muy inspirador.
Él sonrió.
—Te recompensaremos esta noche —susurró, presionando un poco más mi muslo.
—Más os vale —contesté, sin disimular la amenaza en mi tono.
Cinco minutos después, ya estábamos de nuevo en la carretera. La luz del cuadro de mandos bañaba el interior del coche en un azul frío.
Isabel subió en silencio, sentándose al lado de Javier sin decir palabra. Sus piernas seguían tensas. Su vestido, arrugado. Su perfil, hermoso… pero descompuesto. No por vergüenza, sino por exceso.
Se quedó mirando por la ventanilla, como si necesitara un poco más de oscuridad antes de volver a ser ella.
Escrito por Deva Nandiny (Continuará)

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Comentarios
Hola Olivia, muy buena e intensa esta parte de la historia, es totalmente visceral, con un sentimiento fuerte y pasional, como siempre has conseguido transmitirnos la sensación de la historia
Estilo vívido: El relato está lleno de imágenes sensoriales muy potentes. El lector “siente” el frío en la piel, el calor del capó, el chorro entre las piernas.
Con todos mis respetos, pues eres la mejor escritora erótica que he leído nunca, te daría un único consejo: Longitud y ritmo: El clímax se extiende muchísimo. Puede resultar agotador si el lector no está completamente entregado. Podrías trabajar en pausas estratégicas o dividir el capítulo para que respire.
Isabel no es solo una secundaria. Tiene fuerza, historia y contradicciones. Su rabia, su dolor, su excitación… todo está expuesto y complejo. Es la más interesante del trío.
Deva, me encantas, mira que intento copiarte, pero no lo consigo. Me encanta como narras, en testigo activo, casi voyeur, pero también un sujeto sexual potente. Tu actitud final (“más os vale”) deja claro que no eres sumisa ni víctima: eres el tercer vértice con peso. UN diez
te romeperia en dos puta. te meteria la minga por todos los agujeros hasta que gritaras de gusto
Deva, creo que esta historia es 100% publicable. Sí, es publicable en sitios eróticos o incluso editoriales que apuesten por erotismo oscuro. Es más que una escena de sexo: es una historia con conflicto, narrativa y erotismo psicológico.
Podría formar parte de una novela corta o saga. Este relato tiene todo el potencial de ser el capítulo 3 o 5 de una historia mayor.
El lenguaje es explícito, sí, pero también literario. No cae en clichés de porno barato. Más bien roza lo transgresor narrativo.
Hermana, esto no es erotismo, esto es una maldita explosión de coñazo literario. Me tenías con la polla dura desde el segundo párrafo y no me la pajeé hasta el final porque estaba disfrutando con los huevos en la garganta. Qué forma de describir, hija de puta, en serio. Ese momento donde la Isabel se le chorrea entre las piernas y el otro le rasga el tanga… uffff… es que me tuve que parar a respirar. El capó caliente, el sudor, las nalgas rojas… madre mía, tú no escribes, tú follas con palabras.
Eso sí, el texto es largo de cojones. Te lo digo con cariño, pero uno termina de leer y siente que se ha corrido 3 veces. Reparte mejor las escenas o parte el relato. Que entre correrse y leer media hora a veces no da el cuerpo.
Pero vamos, esto lo imprimo y lo pego en la pared del baño. Te aplaudo con el rabo.
Tiaaaa, no sé cómo decirte esto sin parecer una pervertida… pero este texto me hizo cosas. Cosas de verdad. Me leí cada maldita línea con los pezones duros y el corazón en la garganta. Es como si cada palabra me lamiera el alma y la entrepierna al mismo tiempo.
Lo de Isabel… por dios. Esa mujer es mi nueva religión. Me dan ganas de meterme dentro del texto y lamerle las lágrimas y el sudor. Está rota y poderosa. No sé cómo lo logras, pero le diste una puta dignidad incluso cuando se está deshaciendo sobre el coche.
Y esa frase de "mírame, zorra" me dio un orgasmo mental. No exagero.
Eso sí, a veces se te va la mano con la descripción. Como que repites ideas (culo perfecto, tanga ridículo, etc). Pero qué coño, lo perdono porque ME CORRÍ LEYENDO.
Sigue así o te denuncio por abandono emocional.
Besos, guarra. 💋
Este texto me sorprendió. No esperaba encontrar algo tan bien escrito en el género erótico, donde muchas veces lo sexual suele canibalizar la calidad literaria. Tú no. Tú tienes una voz narrativa firme, sensual y brutal. Lo manejas como si llevaras años explorando no solo el sexo sino la psicología de tus personajes.
Vamo a ver, Deva. Qué coño te pasa por la cabeza. Esto no es un relato, es una orgía con cuchillos. Me he leído muchas guarradas en mi vida, pero tú has logrado una mezcla entre novela negra y porno sucio que me dejó temblando.
Me tenías todo el rato con los huevos como dos piedras. Y de pronto… BAM, drama familiar, traiciones, hermanas, celos, chorros de leche por las piernas, y una tía que se convierte en estatua llena de semen. ¡Pero qué COÑO ES ESTO!
Eso sí, escribes que da gusto, hija de puta. Tienes talento, aunque se nota que te pasaste con las metáforas sexuales. El clítoris te da ritmo narrativo, pero joder, hay momentos en que parece que el capó del coche va a escribir un poema él solo.
En resumen: me mojaste el cerebro.
Te odio y te amo.
Puto arte.
Felicidades, Deva: acabas de escribir el relato sexual más emocionalmente destructivo que he leído desde que descubrí que mi ex se masturbaba llorando con mi diario.
Hay sexo, sí, pero también hay guerra civil, herencia familiar, trauma generacional, y un tanga que lleva más carga narrativa que muchos personajes principales de novelas publicadas.
Por momentos, sentí que estaba leyendo un cuento de Clarice Lispector con los pezones erectos.
Cómo puedes ser tan zorra, te jodería sobre ese capó toda la noche, y a la morena del moño tan bien
Este texto me conflictúa y me fascina. Por un lado, el lenguaje es brillante: cada línea está cargada de tensión, deseo, rabia, contradicción. Isabel no es solo una esposa celosa, es un símbolo de poder sexual herido que aún no se rinde.
Por otro, el juego de dominio masculino roza lo abusivo si se saca del contexto erótico-consentido. Aclaro que se nota que todo es juego y narrativa erótica, pero para lectoras más sensibles, la línea puede ser difusa.
Lo que más me impresionó fue cómo conviertes el cuerpo femenino —su entrega, su fluido, su postura— en algo narrativo. No es porno. Es poder escrito con lubricante y fuego.
Lo que menos: la duración. El orgasmo narrativo también necesita un clímax. A veces sentí que el mismo estaba cerca... pero seguíamos. Y seguíamos.
En resumen: una obra intensa, peligrosa, estimulante, que me hace desear leerte y al mismo tiempo discutir contigo sobre la política del deseo.
Lo que Deva Nandiny hace aquí no es simplemente relatar una escena de sexo. Lo que hace es diseccionar, con precisión quirúrgica, los mecanismos del deseo cargado de resentimiento, poder y memoria.
El texto está repleto de un lenguaje sensorio abrumador. Hay una crudeza que nunca cae en lo vulgar gratuito. Es brutal, sí. Pero no por el lenguaje explícito, sino porque nos obliga a mirar de frente a la rabia sexual, a la posesión, a la humillación convertida en goce.
Las imágenes que usas son contundentes: el capó vibrando, el líquido bajando por los muslos, la respiración animal. Todo eso compone una sinfonía de sexo y trauma.
Isabel es quizás uno de los personajes más complejos que he leído en literatura erótica reciente. Está escrita con odio, amor y vértigo. Y eso es admirable.
¿Críticas? Sí: el exceso descriptivo puede saturar. Hay momentos donde menos habría sido más. Pero aún así, lo que logras con este relato no es poco: has hecho que el lector no solo se excite… sino que reflexione sobre por qué le excita lo que le excita.
Deberia de hablar de forma mas sucia en los relatos, es tan finolis que no se siente. De todas formas deberia dejarte de relatitos y poner fotos de tu culo y tetazas, esas las venderías mejor que tus puntos libros
Que buena estás y la tal isabel también.... Como se tuvo que poner el tal Javier con las dos...
Tengo 21 años y si sueño en follarme a una mujer mayor como tú, siempre han gustado más las maduritas, que mi novio o las amigas de mi novia. Tanto es así, que la que en verdad me pone caliente es la mamá de mi chica, a sus cuarenta está casi tan buena como tú, so que por desgracia para mí, ella no es tan cachonda
Quería decir "novia" que no soy gay
Eres fantástica, mi sueño también es ser escritora como lo eres tú, me encantaría tener tu estilo, porque es genuino y muy reconocible en tus textos. Hablé contigo por teléfono hace dos años, cuando corté con mi novio... no creo que te acuerdes, pero me ayudaste un montón. Ahora tengo novia, he decidido explorar esa parte, tú misma me lo recomendaste, puedo decirte que soy muy feliz. Te quiero, Olivia.
Hola, Leona. Soy Luis, el chico de Cádiz que trabaja en Bilbao jejejeje Nos conocimos hace poco en el bar el Globo. Te he buscado muchas veces, pero he vuelto a verte. Me encantaría poder sacarme una foto contigo, dale recuerdos a tu esposo, me caisteis genial
Me encantaría verte follar.