Fin de semana en el sur de Francia

Publicado el 15 de junio de 2025, 12:08

Hoy quiero contaros, casi en directo, cómo está siendo este fin de semana en el sur de Francia.

Fue el martes por la tarde cuando recibí el mensaje. Corto, preciso, firmado por Marie, como siempre:

 

«Chérie, Philippe y yo organizamos un fin de semana íntimo en casa. Una fiesta pequeña, solo gente elegante, abierta, con piel y cabeza. Cuatro parejas y dos invitados especiales. Nos encantaría que tú y tu esposo nos honrarais con vuestra presencia. Del viernes al domingo. En nuestra casa de campo del sur de Francia. Déjame saber si puedes venir… y si aún eres tan peligrosa como antes».

 

Leí el mensaje dos veces, con una sonrisa que me subió sola por los labios. Hacía tiempo que no veía a Marie, pero sabía que una invitación suya nunca era un simple plan social. Su casa no era un destino: era una frontera, un teatro de los sentidos, una promesa peligrosa y deliciosa.

 

Fui hasta la habitación donde mi esposo trabajaba. Él siempre se concentraba con esa mezcla de seriedad y calma que a mí me encantaba desordenar. Me acerqué por detrás, puse las manos sobre sus hombros y susurré en su oído:

 

—¿Te acuerdas de Marie? —pregunté.

 

—¿Qué tripa se le ha roto a esa vieja zorra? —interpeló, refunfuñando.

 

Hice un gesto como si me desagradara su forma de hablar, aunque en el fondo sabía que Enrique le guarda un enorme cariño.

 

—Marie y Philippe nos invitan este fin de semana a su casa en el sur. Solo algunas parejas… Por lo visto es un encuentro privado.

 

Se quedó quieto unos segundos, como si procesara lentamente lo que eso significaba. No necesitaba explicarle más. Él conocía perfectamente a Marie. Sabía qué tipo de "fines de semana" organizaban. Sabía quién era yo cuando estaba con ellos: otra versión de mí misma, más libre, más cruel, más luminosa.

 

—¿Quieres ir? —preguntó él, sin mirarme aún.

 

Me incliné un poco más y dejé que mis labios rozaran su oreja.

 

—No, amor. No es que quiera. Es que voy. Y tú, por supuesto, vienes conmigo… para mirar. Para recordar lo que soy cuando otros hombres me tocan.

 

Sentí cómo se le erizaba la piel bajo las manos.

 

—¿Y quiénes estarán? —preguntó, con esa voz suya, que ya delataba excitación.

 

—No lo sé. Solo sé que Marie y Philippe me quieren allí. Y tú sabes lo que eso significa…

 

Me giré sin esperar respuesta. Ya estaba decidido. Él lo supo al instante. Y, como siempre, lo aceptó con una mezcla de devoción y deseo que me hizo sentir deseada y poderosa. Mientras me alejaba, escuché cómo soltaba el aire por la nariz y movía ligeramente la silla. Sabía que se estaba poniendo duro. No lo necesitaba ver para saberlo. Marie tenía razón. Aún era peligrosa.

 

—Voy a salir —dije, casi sin pensarlo—. Tengo que ir a comprarme ropa para la fiesta.

 

Mi voz tenía un tono ansioso, un poco más alto de lo normal. Ni siquiera esperaba respuesta. Ya me estaba calzando los tacones junto a la puerta, con el bolso medio abierto y las llaves tintineando en la mano. Enrique dijo algo desde la habitación, no sé qué exactamente. Tal vez una protesta suave, un gesto de esos suyos que mezclan deseo con inseguridad. Seguramente quería que me quedara con él, que le contara más detalles, que lo hiciera partícipe de mi excitación creciente por el viaje. Pero yo ya estaba en otro lugar. En otro ritmo.

 

Mi cabeza no estaba en esa casa, ni en ese momento. Estaba en el espejo de un probador, imaginando cómo se vería mi cuerpo envuelto en algún vestido nuevo, ceñido, descarado pero elegante. Estaba en los escotes, en las telas suaves, en las aberturas laterales. En cómo elegir algo que dijera “mujer deseada” sin pronunciarlo. 

 

Fin de semana en el sur de Francia (viernes) I Parte

El aire del sur de Francia siempre tiene esa suavidad tibia que embriaga sin prisa, como el primer trago de un vino caro. La casa de Philippe y Marie —una villa rodeada de viñedos dormidos bajo la luna— parece estar suspendida entre la realidad y una fantasía muy bien coreografiada.

 

Fuimos los últimos en llegar.

 

El sol del viernes aún bañaba los viñedos cuando el coche se detuvo frente al portón de hierro forjado. Marie nos abrió con una copa en la mano y una sonrisa que mezclaba afecto y picardía. Estaba tan hermosa como la recordaba, quizás más. A sus 65 años, sigue siendo una mujer de las que no pasan desapercibidas: rubia, de media melena perfectamente cuidada, ojos de un azul intenso y figura delgada envuelta en un vestido de lino blanco que dejaba intuir más de lo que cubría. La abracé con cariño, pero también con ese hormigueo cómplice que solo ella sabe despertar.

 

—Ma chérie, estás más guapa que nunca —susurró con esa voz suya, suave y autoritaria a la vez—. Philippe estará encantado de verte.

 

La casa, amplia y lujosa, rezumaba lujo sin ostentación: piedra clara, ventanales abiertos a la montaña, una piscina reluciente, terrazas con cortinas ondeando al viento. Entramos como quien cruza un umbral invisible entre el mundo cotidiano y un universo secreto donde todo puede suceder.

 

Mi marido caminaba detrás de mí, con esa mezcla de calma y sumisión que tanto me excita. No conocíamos al resto de los invitados, pero eso nunca había sido un obstáculo. En el mundo liberal, las presentaciones se hacen con miradas, no con tarjetas.

Philippe apareció poco después, impecable como siempre: camisa de lino azul claro, pantalones de tela ligera y ese porte erguido que delataba a un hombre acostumbrado a mandar. Me saludó con un beso en la mano, un gesto anticuado que, en sus labios, se volvía deliberadamente provocador.

—Olivia… qué alegría volver a tenerte en casa —dijo, deteniéndose un segundo más de la cuenta en mis ojos.

Sentí la presencia de mi esposo detrás, viendo, absorbiendo la escena con esa atención que ya le conozco bien. Marie lo tomó del brazo con ternura para llevarlo hacia la terraza, donde las primeras copas circulaban y la música comenzaba a marcar el ritmo de la tarde.

 

El resto del grupo nos observaba con la curiosidad propia de los primeros encuentros: cuatro parejas, dos hombres solos. Cuerpos bien cuidados, risas suaves, perfumes mezclándose con el aroma de la lavanda. No sabía aún sus nombres, pero sí reconocí la mirada: esa chispa entre la educación y el deseo que anunciaba que la noche no iba a ser simplemente una cena con amigos.

 

Y así empezó todo: con una puerta abierta, una anfitriona hermosa y una casa que, como su dueña, parecía estar esperando ser poseída.

 

La terraza principal se abría al oeste. El mármol bajo los pies aún conservaba el calor del día, y el aire olía a romero, piel y vino blanco bien frío. Una suave música jazz envolvía el ambiente, como si alguien hubiera sintonizado el deseo a bajo volumen.

 

Marie nos condujo con naturalidad entre los invitados. La anfitriona, como siempre, sabía cuándo dejar fluir las cosas y cuándo marcarlas. Nos ofrecieron copas enseguida —champán rosado, frío, perfecto—, y tras unos minutos de saludos sueltos y miradas furtivas, Philippe tomó la palabra con esa voz suya, grave y segura.

 

—Queridos amigos, permitidme presentaros a Enrique y a su esposa Olivia; ella es una mujer muy especial para nosotros… una presencia que siempre aporta cariño, inteligencia y fuego —dijo, haciendo un gesto teatral que todos celebraron con risas suaves y miradas cómplices.

 

No pude evitar una leve sonrisa. Sabía que Philippe exageraba… pero también sabía que sus palabras eran más una invitación que una presentación.

 

El grupo era diverso pero armónico. Los primeros en saludar fueron Hugo y Laure, una pareja francesa de unos cincuenta y pocos, muy guapos, con un aire parisino y discreto. Ella vestía un conjunto de seda mostaza que le dejaba un hombro desnudo; él tenía unas manos grandes que hablaban por sí solas.

 

Luego estaba un matrimonio alemán, que hablaban un perfecto castellano, Anke y Matthias, más jóvenes, atléticos, de cuerpos firmes y sonrisas limpias. Parecían sacados de un catálogo de viajes nudistas, y ya se habían descalzado para andar por la terraza como si fuera suya.

Y entonces los vi: Javier e Isabel. Eran la pareja más joven de la fiesta. Él acababa de cumplir los treinta y ella rondaría los veintisiete… veintiocho…

 

Ella fue la primera en mirarme. Tenía el tipo de belleza que no se impone, pero que atrapa lentamente. Piel morena, ojos grandes, un vestido largo de lino crudo que bailaba con el viento. Sus labios eran carnosos y suaves, pero su sonrisa tenía algo afilado, una inteligencia sutil que no necesitaba elevar la voz. Caminaba con la seguridad de quien sabe que está siendo deseada.

 

Javier… Javier era otra cosa. Creo que se me mojaron las bragas nada más verlo.

 

Alto, moreno, con una barba cuidada que le daba un aire de amante experimentado. Su camisa estaba desabrochada justo lo necesario para que una línea de vello escapara hacia el interior de su pecho. Cuando me miró, no bajó la vista a mis pechos como hicieron los otros. Me sostuvo la mirada. Sonrió. Y esa sonrisa decía cosas que aún no se habían dicho, pero que ambos intuimos.

Nos dimos dos besos, los que manda la cortesía, pero hubo algo más en el roce. Un segundo más de la cuenta. Un dedo que apenas rozó mi muñeca. Una pregunta muda en sus pupilas.

 

Mi marido, a mi lado, respiraba tranquilo. Sabía leer esos gestos. Sabía lo que se estaba abriendo. Lo sentí ligeramente tenso, excitado. Orgulloso. Tal vez temblando por dentro.

 

Las conversaciones fluyeron, entre risas y tintineos de copas. Marie estaba radiante, encantada con su selección de invitados. Philippe paseaba entre todos como un rey en su castillo. Y yo… yo no dejaba de pensar en Javier, ni en cómo Isabel me miraba con esos ojos de curiosidad felina.

 

Aún no sabía que esa noche acabaríamos cenando los tres a solas. Pero en ese primer cóctel, bajo la luz dorada, el juego ya había comenzado.

 

El salón estaba casi vacío cuando entramos, buscando un poco de intimidad. Para ello alegué que fuera hacia algo de fresco. En la terraza, las risas seguían flotando entre las copas, pero la música se oía más lejana aquí dentro, como un eco sensual que envolvía las sombras.

 

Nos sentamos los tres en un sofá Chesterfield de cuero marrón, amplio y profundo, que parecía hecho para que los cuerpos se acercaran sin prisas. El cuero crujió apenas cuando me acomodé entre ellos. Yo en el centro, como si hubiese sido decidido de antemano.

 

Javier se giró hacia mí primero. No hubo palabras. Solo una mano firme en mi rodilla desnuda, subiendo despacio bajo la corta tela de mi minifalda. Me miró. Esa mirada que ya conocía del cóctel, directa, tranquila, segura. Como un amante que no pregunta si puede, porque sabe que ya está dentro de ti.

 

Su boca encontró la mía con naturalidad. No hubo torpeza. Ni exploración. Fue un beso lleno de intención. Su lengua entró en la mía como si ya me conociera. Como si me hubiera estado esperando desde antes del encuentro. Besaba con hambre, sí, pero con dominio. Y su otra mano —más atrevida, más firme— me tomó por la nuca, haciendo de ese beso una rendición.

 

Sentí a Isabel muy cerca. Su perfume era cálido, floral, ligeramente especiado. No dijo nada, pero sus dedos ya estaban acariciando el interior de mi brazo, como si tradujera lo que ocurría en su lenguaje.

 

Cuando me separé de Javier, fue para girarme hacia ella. Sus ojos estaban brillantes, encendidos. Y entonces me besó.

 

Fue distinto. Más lento, más curioso. Como una lengua que dibuja un mapa, reconociendo fronteras, buscando caminos. Sus labios eran suaves, dulces al principio, pero luego su beso se volvió más profundo. No era tímida. En absoluto. Solo quería saborearme a su ritmo. Noté cómo su mano me rodeaba la cintura, y su otra palma se deslizaba por mi muslo, explorando la textura de mi piel como si leyera en braille.

 

Javier nos miraba, sin interrumpir. Su mano seguía en mi pierna, acariciándome como quien marca el compás de una melodía íntima.

 

Había algo en esa química a tres —ni celosa ni forzada— que fluía como un trago de bourbon bien servido: cálido, profundo, inevitable.

Y yo, sentada entre ellos, con la respiración agitada y los labios aún húmedos, no quería que terminara nunca.

 

—Mi esposa y yo hemos reservado para cenar fuera… —dijo Javier, con una voz tan calmada que contrastaba obscenamente con lo que su mujer estaba haciendo en ese momento—. Nos gustaría que nos acompañaras.

 

Yo estaba aún entre los dos, el vestido ligeramente subido por las caricias previas, los labios hinchados por los besos, y la respiración —aunque tratara de controlarla— delataba que ya no había vuelta atrás.

 

Isabel no esperó mi respuesta.

 

Sus manos, decididas, se deslizaron sin pedir permiso por el escote de mi vestido, hundiéndose con hambre entre mis pechos. No era una caricia suave ni exploratoria. Era directa. Apretó, acarició, pellizcó. Me atrapó un pezón con los dedos y lo frotó entre la yema y la uña con una crueldad deliciosa que me hizo gemir entre dientes.

 

—Nos gustas mucho, Olivia —susurró contra mi cuello, justo antes de morderme con suavidad—. Quiero verte desnuda esta noche. Quiero verte follar con mi marido.

 

No pude evitar un leve estremecimiento.

 

Javier se inclinó hacia mí, me apartó un mechón de cabello con cuidado y me susurró al oído, su voz tan grave que sentí cómo me vibraba entre las piernas.

 

—Quiero comerte el coño en el asiento trasero del coche, mientras ella conduce. Quiero ver cómo gimes para los dos —dijo Javier, al tiempo que su mano, sin ceremonias, se deslizaba por dentro de mis bragas.

 

Me sobresalté, un jadeo se escapó de mis labios, involuntario, sucio, cargado de esa mezcla de culpa y hambre que solo se siente cuando ya has cruzado el umbral. Sus dedos encontraron mi humedad sin dificultad. Estaba empapada. Abierta. Rendida.

 

—Estás lista —murmuró junto a mi oreja—. Tan jodidamente lista.

 

Sus dedos no fueron suaves. Ni lentos. Me abrió con dos y me penetró con firmeza, como si ya fuese suya, como si no tuviéramos a nadie más alrededor. Yo me aferré al respaldo del sofá, con las caderas tensas, buscando más, queriendo que no se detuviera nunca.

 

Isabel me sujetaba por detrás, una mano en mi cuello, la otra bajando por mi vientre. Me sujetaba firme, como si me ofreciera a él, como si supiera exactamente hasta dónde empujarme sin romperme.

 

—Así me gusta verte —dijo ella—. Entregada. Desbordada. Sabes que te vamos a follar esta noche, ¿verdad?

 

Asentí sin voz. Solo podía gemir, tragar saliva, sentir cómo el ritmo de Javier se aceleraba dentro de mí. Movía los dedos con habilidad, tocando donde debía, presionando mi punto más sensible sin darme respiro. El sonido húmedo, grosero, de sus movimientos llenaba la habitación. Y yo ya no tenía vergüenza, ni necesidad de disimular.

 

Me arqueé, con los muslos temblando. Mi cuerpo se sacudió en una oleada repentina, brutal. Corrí sobre su mano con un gemido desgarrado, mientras Isabel me sujetaba para que no me derrumbara.

 

—Eso es… —susurró Javier—. Así te quiero esta noche. Empapada.

 

Me quitó la mano lentamente, con los dedos brillantes, patinados de mi deseo. Me los llevó a la boca, y me hizo lamerlos, uno por uno, mirándome como si me tomara una foto desde dentro.

—Sube a tu habitación y vístete muy sexy para nosotros. Quiero que estés muy guapa en la cena.

 

Yo no contesté. No hacía falta. Mis piernas ya estaban separadas, y una de las manos de Isabel había abandonado mi pecho para buscar camino más abajo, subiendo por el muslo como una promesa caliente.

 

Mi marido no estaba en la sala, pero lo imaginé de pie, cerca, mirándonos desde la puerta entreabierta, con la misma erección contenida de siempre. Ese pensamiento me hizo mojarme aún más.

 

—Abre las piernas y cállate —dijo Isabel al oído, con esa voz baja y sucia que no buscaba seducirme, sino someterme—. Esta noche eres nuestra puta, ¿te enteras?

 

Y lo hice. Cerré los ojos, abrí aún más las piernas y me dejé tocar por ella mientras Javier me volvía a besar, profundo, húmedo, como si ya me estuviera devorando desde dentro.

 

La cena podía esperar. O quizá, como ellos decían, esto solo era el aperitivo.

 

Escrito por Deva Nandiny (Continuará)

 

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Comentarios

Pedro
hace 14 horas

Eres tremenda, que suerte tienen todos los hombres y mujeres que logran follarte

Marisa
hace 14 horas

Nadie me humedece como tú, he tenido que parar y tocarme... gracias por compartir

Anabel
hace 13 horas

Hola, me llamo Ana Belen y soy de un pueblo pequeño de Brugos. Tengo 21 años y comencé a leerte hace más de un año, a través de Amazon unlimited. Llevo con mi novio saliendo tres años, y hace tiempo me propuso hacer un trio con él y con un amigo suyo. Al principio me negué, me daba miedo que la relación se rompiera. Pero gracias a tus novelas conseguiste que me atreviera a dar el paso, ha sido este viernes, en casa de mis padres (Ellos se fueron de fin de semana) Ha sido algo inolvidable y estoy deseando repetir. Muchas gracias Deva, por escribir de sexo y de este tipo de relaciones, con tanta naturalidad

Paco
hace 13 horas

Hay que reconocer que eres un pedazo de zorra, suerte tienes que te casaste con el cornudo ese, yo te iba aver atado en cintura. COnmigo no ibas a necesitar más hombre. Te lo asiguro. Necesitas un hombre del sur

gewurtz
hace 13 horas

Que zorra, que puta, que tremenda hembra eres, cara Olivia.

Marcos
hace 13 horas

Hola como siempre muy bien relatada la historia y me alegro que este siendo un buen fin de semana.

Viril23
hace 13 horas

Estaría follandote hasta el fin del mundo

Cristina Álvarez
hace 13 horas

Hola, Deva. Me pongo en contacto contigo, porque eres mi escritora erótica favorita. Tengo 24 años y comencé leyendo a escritoras como Megan Maxwell , Elísabet Benavent, J. Kenner , Antonella Cilento. Pero cuando te leí a ti, me di cuenta de que me aburría tanto romanticismo... es como si ellas tuvieran que camuflar el sexo y la pasión con romances perfectos... todos copiados. Tú, trasmites un realismo, que me parece estar siempre ahí, viviendo todas tus aventuras. Un beso y gracias, te admiro y quiero un montón.

Manuel
hace 13 horas

Umm súper excitante y perfectamente descrito el ambiente

Leopoldo
hace 13 horas

Pagaría lo que fuera, únicamente por una de tus bragas. Solo tendrías que poner un precio. Acepto

Abel
hace 13 horas

Buenos días, Deva. Soy un chico homosexual de 24 años de MAdrid. Me hubiera gustado nacer mujer, como tú. Estoy seguro de que sería exactamente como tú. Eres señora y puta

Victor
hace 13 horas

Es divino leerte, es excitante ver tus imágenes, es maravilloso poder chatear contigo. Gracias por darnos tanto como nos das. Ojalá, por muchas novelas que estoy seguro de que llegarás a vender, no cambies jamás

Lidya
hace 13 horas

Eres maravillosa, he devorado todas tus novelas... ojalá algún día pueda conocerte y que me firmes un autógrafo o me dediques una de tus novelas.

Patolo
hace 4 horas

Eres puro sexo, te adoro, sabes que soy tu mejor admirador

Nieves
hace 3 horas

Tu estilo es elegante, fluido, erótico sin caer en lo vulgar gratuito. La manera en que manejas la anticipación, el juego de miradas, los pequeños gestos, tiene una calidad cinematográfica.

Viriato
hace 3 horas

Este relato es de los que hacen que uno se baje los pantalones antes de terminar de leer. Lo que haces con las palabras, Olivia, no se enseña en talleres: se nace con ese veneno elegante. Y tú lo destilas gota a gota.

Marqués de Sade
hace 3 horas

Me cago en el arte:
Hay frases tuyas que dan ganas de apagar el ordenador, irse a dar una ducha fría y repensar toda la vida sexual de uno. "Quiero comerte el coño mientras ella conduce" debería estar en una placa de mármol sobre la puerta del Louvre. Te adoro porque hay que adorarte.

Clara
hace 3 horas

Clara M. (Barcelona):

Leerte es como desnudarse sin prisa frente a un espejo. Todo en tu prosa es sutileza, poder y piel. Me has hecho suspirar y envidiar a Olivia. Gracias por devolverle dignidad al deseo.

Rodrigo Valencia
hace 3 horas

Deva, confieso que tuve que parar de leer a mitad del relato. Y no fue por falta de interés, sino porque el cuerpo me pedía otra cosa. Qué puta maravilla cómo manejas la excitación sin vulgaridad. Estoy empapado, literalmente. Tú sí que eres peligrosa.

Lucía Y Rodry
hace 3 horas

Mi pareja y yo hemos leído esto en voz alta, copa de vino en mano. Acabamos desnudos en la alfombra. Eres parte de nuestras fantasías, y no pienso pedir perdón por ello.

Pilar
hace 3 horas

Deva, hija de puta, me tienes goteando. Cómo se puede escribir algo tan cochino y tan fino a la vez. Me encantaría ser Isabel, aunque sea por una noche. O mejor, ser tú y hacerlos sufrir a todos

Fidel
hace 3 horas

Tu relato me ha hecho perder el respeto por la silla donde estoy sentado. No sé si quiero follar o escribirte una oda.