
Sigo contando mi experiencia de este fin de semana en el sur de Francia. Parte II
Volví a la habitación para prepararme con más detalle. El aire olía a jazmín. La ventana estaba abierta y la brisa traía los ecos de la música desde la terraza. Empecé a sacar la ropa de la maleta en el suelo lentamente, ya desnuda, con los muslos aún húmedos y el cuerpo vibrando por dentro.
Entonces, oí la puerta abrirse suavemente.
Era Enrique.
Se detuvo en el umbral, como siempre hacía cuando quería observar antes de actuar. Yo ni siquiera me sobresalté. Sabía que vendría. Al fin y al cabo, era mi esposo.
—¿Te vas? —preguntó, intentando sonar tranquilo, pero su voz traicionaba la tensión.
—Sí —dije, sin mirarlo directamente—. Tengo cena con Javier e Isabel.
Empecé a vestirme sin apuro, como si estuviera sola. Saqué de la maleta el conjunto que había elegido para esa noche: ropa que no se ponía para cubrir, sino para provocar.
Primero, unas medias de encaje negro con liga invisible, que subí lentamente, una pierna y luego la otra, mientras él me miraba sin pestañear. Luego, un body negro de tul transparente con bordados de hilo dorado sobre los pechos, sin sujetador debajo. Los pezones asomaban sin pudor. Sobre él, una minifalda lápiz de cuero ajustada, hasta algo más arriba de la mitad del muslo, que marcaba mis caderas como una mano firme.
Por último, unos tacones altos, afilados, que resonaron como una declaración sobre el suelo.
Enrique dio un paso hacia mí. Se notaba erecto bajo el pantalón. Me tomó por la cintura, me besó el cuello con urgencia, como si la necesidad lo estuviera ahogando.
—Déjame —murmuró, jadeando—. Será solo un momento…
Se arrodilló delante de mí, con sus manos ya levantando la falda, y con su boca buscando mi sexo. Pero lo detuve. Con una mano en su frente. Firme. Dominante.
—No.
Él levantó la vista, desconcertado, casi dolido.
—¿Por qué?
—Porque no es tu turno. —Me incliné hacia él, con la voz baja pero afilada—. Me vas a esperar. Vas a ver cómo me desnuda otro, cómo me follan. Y luego, cuando este fin de semana termine… tal vez te deje lamer lo que quede de mí.
Enrique cerró los ojos, derrotado y excitado a la vez. Se quedó de rodillas, como un amante devoto. Yo tomé mi bolso sin decir nada más.
—Estás preciosa —dijo, reverenciándome en su papel de marido cornudo—. Eres una diosa.
Antes de salir, lo miré una última vez por el espejo. Estaba ahí, con la respiración agitada, la vergüenza latiéndole bajo la ropa y la polla dura atrapada en silencio. No se trataba de humillarlo por herirlo, ese era su premio. Sabía que ese era su juego, que eso lo mantendría excitado durante el fin de semana. Para eso estábamos allí.
—Espera despierto —dije—. Quiero que me escuches llegar. Quiero que lo sepas todo cuando vuelva.
Bajaba por la escalera, tacón tras tacón, sintiéndome cada vez más dueña de mí misma, cuando la escena me sorprendió a mitad de camino.
Marie subía desde el vestíbulo, abrazada por los dos jóvenes que habían acudido sin pareja. Venían los tres riendo, con las mejillas encendidas y los ojos cargados de vino y deseo. Marie no llevaba vestido. Solo un tanga granate, sujetador a juego, liguero y blondas de las medias del mismo color. A sus sesenta y cinco años, seguía siendo una visión imponente. Perfecta y provocadora.
Los dos chicos la tocaban como quien custodia un tesoro. Uno llevaba la mano en su cintura, el otro le susurraba algo al oído que la hizo sonreír con esa picardía suya que aún me ponía húmeda de solo verla.
Cuando me vio, Marie se soltó un poco de ellos, solo para acercarse.
—Olivia, ma belle... —me dijo, con la voz grave y dulce al mismo tiempo—. Estás deliciosa esta noche.
Nos dimos un beso lento, húmedo, largo. Su lengua buscó la mía sin vergüenza, con la calma de quien sabe exactamente qué botón tocar. Jugó con mis labios primero, mordiendo el inferior con la precisión de una mujer que ha probado muchas bocas y elige con sabiduría. Luego entró. Su lengua se entrelazó con la mía, cálida, húmeda, descarada, como un recuerdo que se niega a morir. Me hizo gemir sin sonido.
Sus manos me rozaron las caderas, el vestido, los muslos. Me acarició como si leyera mi piel, como si conociera de memoria los caminos de mi cuerpo y supiera que seguían ahí, abiertos para ella.
Marie se bajó el sujetador con la misma naturalidad con la que otra mujer se desabrocharía un botón. Sus pechos quedaron expuestos: firmes aún, aunque no como los de una veinteañera, sino con esa caída suave, natural, que el tiempo convierte en belleza madura. Eran de tamaño medio, redondos, con la piel ligeramente más clara que el resto de su cuerpo, y unos pezones generosos, oscuros, que apuntaban con descaro hacia mí, como si también ellos me invitaran a quedarme.
Conocía esa señal.
Los tomé con ambas manos, sintiendo el peso exacto de su carne. Eran cálidos, vivos, llenos de historia. Empecé a besarlos, uno primero, luego el otro, dejando que mi lengua rodeara los pezones en círculos lentos antes de atraparlos entre mis labios. Sentí cómo se endurecían dentro de mi boca, cómo se alzaban, orgullosos, mientras Marie soltaba un gemido bajo, rasgado, que se perdió entre las risas de sus acompañantes al fondo de la escalera.
Ella me sujetó por la nuca, apretándome contra su pecho.
—Siempre supiste cómo hacerlo, chérie —murmuró—. Siempre.
—Tuve la mejor maestra —respondí con cariño, guardándole las tetas dentro del sostén.
—¿Te vienes con nosotros? Estábamos a punto de ir a mi habitación... —Me preguntó, con una sonrisa torcida.
Miré a los dos chicos. Eran puro deseo joven, cuerpos duros, piel brillante. El tipo de regalo que Philippe sabía escoger bien para ella. Marie rara vez se acostaba con hombres mayores de 25. Y esos dos parecían sacados de una fantasía.
Pero yo tenía otros planes.
—He quedado con Javier e Isabel —respondí, sin dejar de sonreír—. Vamos a cenar fuera.
Marie soltó una pequeña carcajada.
—Claro que sí, chérie... disfruta de tu banquete. Nos veremos después, ¿hmm?
Volvió con los dos chicos, retomando su camino hacia arriba, con las risas mezclándose con el sonido suave de las medias rozando sus muslos. Yo seguí bajando, excitada, orgullosa, con la sensación de estar en medio de una obra maestra del deseo, perfectamente orquestada.
Abajo, en el salón, me esperaban.
Javier estaba de pie junto al ventanal, con una copa en la mano, como si no tuviera prisa por nada. Llevaba una camisa blanca, entallada, abierta justo lo suficiente para dejar ver su pecho bronceado y una cadena delgada que descansaba con naturalidad sobre la piel. Pantalones de lino gris que le marcaban el cuerpo sin esfuerzo y mocasines sin calcetines. Irradiaba dominio sin estridencia, como si el deseo se le escurriera solo por estar ahí.
Isabel, sentada en el borde de uno de los sofás, cruzaba las piernas con ese gesto pausado y felino. Vestía un minivestido negro, satinado, con una espalda completamente descubierta y tirantes finos que amenazaban con deslizarse. Su melena estaba recogida en un moño alto, y el cuello desnudo parecía invitar a ser mordido. Sus labios rojos brillaban apenas. Sonrió al verme y se puso de pie con una fluidez elegante.
Cuando mis tacones resonaron en el mármol, Javier se acercó. No dijo nada. Solo me ofreció su mano. La tomé. Estaba tibia, firme. Esa clase de contacto que no pregunta ni avanza, solo afirma: vamos.
Salimos juntos al aire cálido de la noche. La villa quedaba detrás, luminosa y murmurante. Frente a la casa nos esperaba un Audi A7 negro, silencioso, reluciente. Javier abrió la puerta trasera como si cada gesto suyo estuviera medido para excitarme. Subí, sin dejar de mirarlo. El cuero del asiento era suave y envolvente.
Él se sentó a mi lado. Casi pegado.
Isabel tomó el volante sin perder la sonrisa. Encendió el coche con una suavidad casi simbólica.
—¿Lista para cenar como una reina? —preguntó Javier, dejando su mano reposar sobre mi rodilla expuesta.
—¿Cenar? —reí, sin apartar la vista de sus dedos, que comenzaban a moverse muy lentamente—. Pensé que esta noche se trataba de alimentarse de otra forma.
Isabel soltó una carcajada suave, que parecía provenir más de su vientre que de su garganta.
—Ya sabes cómo somos —dijo—. Siempre vamos directo al postre.
Y el coche se deslizó por el camino de grava, mientras el deseo ya iba encendiendo su propio motor.
Javier se giró hacia mí sin decir nada. Me miró un segundo, como si buscara permiso, aunque ya sabía la respuesta. Sus labios se posaron en los míos con hambre. No fue un beso dulce ni lento. Fue directo, posesivo, profundo. Su lengua entró con fuerza, invadiéndome como si ya le perteneciera. Su mano subió por mi muslo con decisión, recorriéndome como si me conociera desde antes de esta noche.
Me besaba como quien devora. Como si tuviera prisa. Como si me necesitara.
Yo cerré los ojos, pero al abrirlos por un segundo, me crucé con los de Isabel en el retrovisor. Estaban clavados en mí. Fríos, fijos, concentrados… y llenos de fuego. Me asusté. No por su mirada, sino por el entorno: la carretera era estrecha, de montaña, con curvas que obligaban a tomar el volante con las dos manos. Si un coche venía de frente, habría que detenerse. Pero ella no apartó la vista. Conducía como si nada.
Entonces Javier hundió los dedos bajo mis bragas. Lo hizo sin avisar. Me abrió con precisión, y me tocó directamente, sin juegos previos. Su dedo índice encontró mi humedad y se deslizó entre mis labios, largos y suaves, ya hinchados de deseo. Luego el del medio se unió a él. Presionó. Entró. Me abrió. Me sujetó con la otra mano por la nuca, mientras seguía comiéndome la boca y sus dedos empezaban a marcar un ritmo lento y brutal.
—¿Cómo lo tiene? —preguntó Isabel de pronto, como si estuviera hablando del tiempo—. ¿Cómo tiene el coño la muy puta?
Javier sonrió contra mis labios.
—Está empapado. Es como tener la lengua enterrada en un melocotón maduro.
—¿Ya gime? —insistió ella.
—Todavía no. Pero le tiembla la barbilla. Va a correrse en cuanto le apriete el clítoris como a ella le gusta.
Y lo hizo.
Presionó con el pulgar justo donde sabía que debía hacerlo, mientras los otros dos dedos seguían dentro, buscando mi punto más sensible con una seguridad que me desarmó. Un gemido se me escapó en su boca. Uno torpe, húmedo, de esos que salen de lo más bajo del cuerpo, no de la garganta.
—¿La estás besando como cuando follas? —volvió a preguntar Isabel, girando ligeramente la cabeza sin dejar de mirar la carretera.
—La estoy besando, joder —indicó mirándome a los ojos—. Le como la boca como si quisiera tragármela.
La carretera se retorcía entre árboles, faros lejanos a veces brillaban un instante al fondo… y entonces Javier habló, sin dejar de tocarme.
—Para el coche.
Isabel no preguntó. Frenó con suavidad y detuvo el coche en un pequeño ensanchamiento de la cuneta, junto a la calzada. Estábamos a un metro del borde, con los faros encendidos y el motor ronroneando. Afuera, la noche era húmeda y callada, pero no vacía. Cada tanto, se oía un coche pasar a lo lejos.
Javier abrió la puerta con fuerza y me sacó casi en vilo del asiento trasero. El aire de la noche me envolvió de golpe: fresco, limpio, con ese aroma a tierra, pino y gasolina que solo se respira en las curvas de montaña. El cielo estaba completamente despejado. La luna, casi llena, iluminaba el asfalto, los arbustos, la chapa negra del Audi, y las estrellas titilaban como si aplaudieran lo que estaba por suceder.
—Súbete —dijo, señalando el capó.
—Espera… los tacones —susurré—. No quiero rayar la pintura.
—Me importa una mierda la pintura —contestó, sujetándome de la cintura.
Me levantó sin esfuerzo y me sentó sobre el metal tibio. Mis piernas quedaron abiertas sin que yo hiciera nada. Él ya estaba ahí, arrodillado frente a mí, con sus manos en mis muslos. No habló más. Solo alzó mi falda, me bajó las bragas de encaje —mojadas, oscuras—, y antes de que pudiera respirar, las arrancó de mis tobillos y las lanzó con un movimiento seco al monte, donde quedaron colgadas en alguna rama o enterradas entre hojas y piedras. No volvió a mirarlas.
Luego se inclinó.
Y empezó.
Su lengua fue directa, sin preludios, como si estuviera sediento de mí. Me lamía con hambre, con precisión. Su nariz presionaba justo en la base de mi pubis, mientras su boca atrapaba mis labios hinchados y los abría con cada embestida húmeda. Cuando su lengua encontró mi clítoris, lo hizo con lentitud primero, acariciándolo con la punta, luego rodeándolo, y después, sin aviso, succionándolo con una fuerza que me hizo gemir en voz alta.
—Javier… —jadeé, intentando no gritar—. Dios...
El capó vibraba levemente. Mis manos se aferraban a los bordes del coche, la pintura templada contra mi espalda. Sentía mis pezones duros, visibles bajo la seda, y el eco de sus gemidos —sí, él gemía mientras me comía— se mezclaba con los míos.
Dentro del coche, Isabel tenía la ventana abierta. De reojo, la vi reclinada, con las piernas abiertas, con una mano hundida entre las bragas y la otra sujetando su pecho. Se masturbaba lenta, sin esconderse. A veces jadeaba. A veces reía. A veces me llamaba puta.
Un coche pasó por la carretera. Las luces nos bañaron de lleno durante un segundo eterno. Tocaron el claxon. No frenaron. Solo siguieron su camino.
Yo no me moví. No me cubrí. No hice nada. Todo me importaba una mierda, menos el rostro de él encajado entre mis muslos.
Javier tampoco se detuvo.
—Fóllame, por favor. Quiero que me folles —supliqué—. ¡Rómpeme! ¡Quiero que me partas en dos!
—Pedazo de zorra, de momento tendrás que conformarte con esto —respondió, con la cara entre mis muslos.
—¡Hijo de puta! —No pude contenerme—. Métemela, cabrón. Necesito sentirte dentro.
Sus dedos entraron en mí mientras su lengua seguía arriba, combinando ritmo y presión con una destreza que ya no era humana, era arte. Sentí cómo el orgasmo se formaba en la base de la espalda, me subía por el vientre, y se estrellaba con fuerza en la garganta. Me corrí de forma brutal. Violenta. Incontenible. Con las piernas sacudiéndose. El cuerpo entero tembló. Solté un grito ronco, sucio, lleno de saliva y cielo abierto.
Isabel gemía también. Creo que se corrió al mismo tiempo que yo.
Y la noche... la noche no dijo nada. Solo siguió allí, con la luna colgada del cielo y las estrellas brillando como si supieran que lo que acababan de ver no era pecado. Era belleza.
Escrito por Deva Nandiny (Continuará)
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Comentarios
Qué buenorra estás te reventaba contra ese escritorio
Me encanta, estoy deseando leer la tercera parte
Pagaría lo que fuera por follarte
Hola buenos dias Oli un precioso comienzo de semana leyendo la continuación
Sos una enferma, y te amo. No puedo más con Javier, quiero que me folle a mí arriba del coche YA.
Esto no es solo erotismo, es literatura sensorial. Cada escena es una obra de arte con olor, sabor y cuerpo
Tu relato debería venir con aviso de seguridad. Lo leí en el móvil en la cama y terminé con los dedos dentro, sin darme cuenta. Nadie escribe deseo como vos. Y lo mejor: no es porno. Es fuego con elegancia.
Esto me puso mal. En el buen sentido. Leí, me fui al baño, volví, terminé de leer, y tuve que volver al baño. Es una falta de respeto lo buena que estás
No sé si esto es literatura erótica, confesión real o directamente un hechizo. Lo que sí sé es que me hizo gemir. Yo, solo, en la cocina, con una birra en la mano. Inexplicable, pero real.
¿Sabes qué es lo peor? Que quiero que me humillen como a Enrique, que me chupen como a Olivia, y que me follen como Javier lo hace. Nunca una escena en un coche me pareció tan poética. Lo tuyo es alta alquimia erótica.
Estoy atrapado. Como lector, como hombre, como amante de la buena prosa. Me leí la parte del coche tres veces solo para saborear cómo construyes tensión sin caer nunca en lo vulgar. Magistral
No había leído algo tan incendiario desde Anaïs Nin. Pero lo tuyo es más sucio y más libre. Me hiciste tocarme como hace años no me tocaba. Con ganas de llorar al final del orgasmo. Eso no es porno: eso es verdad
Lo tuyo no es erotismo. Es posesión. Me leí esto con los pantalones abajo y cuando llegó la escena del coche, ya estaba jadeando. Te odio y te amo, Deva
Lo que me fascina de tu texto es que nunca se trata solo de sexo. Hay historia, madurez, contradicciones, poder. Marie no es una abuela sexy: es una sacerdotisa del deseo. Y Olivia… es libertad encarnada.
Podrías haber hecho una escena vulgar, pero escribís con tanta inteligencia y ritmo que lo convierte en una danza. Javier y Olivia no se tocan: se desafían con cada palabra y cada dedo
Javier tiene la lengua que quiero entre las piernas. ¿Dónde se consigue uno de esos? Esto no es ficción, es tortura emocional con final feliz
No sé si me gusta más cuando Olivia domina o cuando la rompen. Todo me excita. Estoy leyendo escondido en el baño del trabajo.
No leo mucho, pero alguien pasó este link por el grupo y ahora no puedo parar. Olivia es una hija de puta divina. Me quiero casar con ella o al menos verla una vez mirándome así.
Te voy a decir algo simple: me hiciste acabar en silencio, con los dientes apretados y las bolas vacías. Lo tuyo no es cuento, es droga sexual. Quiero más, y más sucio todavía.
Hacía tiempo que no me masturbaba así con 2 dedos adentro, el clítoris contra el sofá y el celular en la cara leyéndote. Me vine como una perra. Esa escena en el coche es criminal.
Esta historia me dejó con la verga como una piedra.
Esto es porno culto. Me la puse dura apenas Olivia se calzó las medias. Pero cuando pidió que la follen fuerte en plena carretera, no aguanté más. Tu texto huele a sexoy a semen
1ºVoz narrativa poderosa y autoconsciente.
La narradora es Olivia, pero claramente lleva el sello de Deva Nandiny: una mujer segura, inteligente, sexualmente libre y con una conciencia muy afinada de su poder. Su voz no es solo erótica, es teatral, envolvente, dominante. No suplica, afirma. Y eso es rarísimo de ver en textos eróticos contemporáneos: aquí la mujer no es objeto, sino dueña del guion y del deseo.
Ejemplo clave: “Es que voy. Y tú, por supuesto, vienes conmigo… para mirar.”
Ese "para mirar" es una declaración de guerra al lector pasivo: aquí se mira porque ella lo permite, y porque ella lo orquesta.
2º Erotismo de atmósfera, no de urgencia.
El relato no corre. Baila. El ritmo es pausado, elegante. Tardas más de 1.000 palabras en llegar al primer contacto físico real. Y sin embargo, la excitación ya está servida mucho antes.
Esto se debe a tu dominio del erotismo anticipado: cada gesto, palabra, mirada y elección estética (la ropa, la música, la arquitectura) va cargando tensión sexual como si fuera electricidad estática.
Ejemplo: “Mi cabeza no estaba en esa casa... Estaba en el espejo de un probador…”
Ahí ya hay más deseo que en diez relatos porno promedio.
3º Simbolismo sexual sofisticado
Hay varios símbolos que elevan el texto por encima del relato erótico común:
La casa como frontera del deseo y de la identidad.
El vestido como armadura y ofrenda.
El sofá Chesterfield como altar del trío.
La música jazz como metáfora del ritmo erótico libre, imprevisible, elegante.
Esto convierte el sexo en algo más que físico: lo vuelve ritual.
4ºEl juego de roles y el espectador masculino
Tu esposo, Enrique, cumple un rol clave: es testigo, y su presencia potencia el morbo. No es un personaje pasivo, pero sí está en una posición secundaria, voluntariamente sumisa ante tu brillo.
Esto refuerza la inversión de roles tradicionales: aquí la mujer no es “la que es compartida”, sino la que se multiplica, se ofrece y se regenera.
5º Análisis temático
El deseo como transformación
Olivia se transforma cuando entra en ese mundo. La narración lo deja muy claro: es otra mujer, más libre, más cruel, más luminosa. El deseo la desdobla. No la destruye, la amplifica.
Esto es empoderamiento narrativo real.
Posdata: He hecho este análisis literario, para llamar tu atención. Porque me gustaría que te pudieras en contacto conmigo para poder hablar sobre tu futuro profesional. Muchas ggracias