Fin de semana en el sur de Francia Parte IV

Publicado el 18 de junio de 2025, 16:08

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Parte IV

 

Me sorprendió que un pueblo tan pequeño pudiera esconder un restaurante tan lujoso. No lo recordaba. Quizás siempre estuvo ahí, discreto, esperando a que alguien lo mirara con otros ojos.

 

El interior era amplio y sereno. Los techos altos, de vigas oscuras, contrastaban con las paredes de piedra clara y yeso pulido. El suelo brillaba con ese tipo de limpieza que no se consigue con prisas. Las mesas estaban bien espaciadas, cubiertas por manteles impecables y copas altas que atrapaban la luz con un leve destello.

 

Había un murmullo constante y bajo, casi como si todos los comensales supieran que en ese lugar no se levantaba la voz. La iluminación era suave, con lámparas colgantes que proyectaban un resplandor cálido, dorado, que favorecía los rostros y silenciaba las sombras.

 

Olía a mantequilla fundida, a vino blanco recién abierto, a pan horneado y a una pizca de sal marina. Era un aroma cuidado, preciso, como el lugar. Nada sobraba.

 

Un camarero se acercó sin apuro, con una carta pequeña y discreta. Javier no la abrió. Isabel ya sonreía. Yo me sentí algo fuera de lugar, como si los restos de la tarde aún me acompañaran bajo la piel.

 

Javier levantó la mirada hacia el camarero sin abrir la carta.

 

—Tres docenas de ostras —dijo—. Las de aquí son buenas, ¿verdad?

 

—Las mejores de la zona, monsieur. Llegaron esta mañana de Arcachón.

 

Javier asintió con satisfacción, como si eso confirmara una decisión que ya tenía tomada.

 

—Perfecto. Y tráenos algo que les haga justicia. Un blanco seco, frío, con carácter —añadió, mirando de reojo a Isabel—. Algo que deje huella.

 

El camarero sonrió con profesionalismo y desapareció entre las mesas con paso firme. Isabel se recostó ligeramente en la silla, deslizando los dedos por el tallo de su copa vacía. Sus uñas estaban limpias y pulidas, como si las últimas horas no hubieran existido.

 

—¿Siempre eres tan seguro al pedir? —pregunté, rompiendo el silencio.

 

Javier giró la cabeza hacia mí, lento. Su sonrisa era leve y contenida.

 

—Solo cuando sé que lo que viene es lo mejor.

 

Isabel no dijo nada. Solo humedeció sus labios con la punta de la lengua y cruzó la pierna, sin prisa, como si ese gesto no tuviera importancia. Pero bajo la mesa, el roce sutil de su pie contra mi tobillo me recordó que la cena recién empezaba.

 

De repente, el móvil que Isabel había dejado sobre la servilleta vibró. Fue un zumbido corto, discreto, pero suficiente para alterar el ritmo perfecto que ella misma había impuesto durante toda la velada. Sus ojos bajaron con rapidez a la pantalla. Por un instante, su rostro cambió. Enrojeció, casi imperceptiblemente, como si la hubieran sorprendido haciendo algo que no debía. Y en ese segundo fugaz, algo de su aplomo se resquebrajó. Por un momento, parecía aún más joven. Como una chica bien educada a la que le han enseñado a no interrumpir la mesa. Una adolescente atrapada en un cuerpo de mujer peligrosa.

 

—Es mi madre —dijo, mirando hacia Javier mientras descolgaba.

 

Su tono era otro. Más contenido, más real. Nada que ver con la Isabel del coche.  

 

La conversación fue breve. Murmurada. Con palabras entrecortadas que no se entendían del todo, pero que dejaban algo claro: El matrimonio tenía un hijo. Uno pequeño. Quizá de un par de años. Y estaba con los abuelos. Isabel se levantó de la mesa con un gesto veloz, pero no brusco. Se alejó con el teléfono pegado a la oreja, cruzando el restaurante con la elegancia involuntaria de quien ha sido educada para no parecer jamás fuera de lugar. Su espalda recta. Los hombros relajados. Las caderas moviéndose apenas, con esa precisión elegante de las mujeres que no caminan: se deslizan.

 

El vestido negro, ajustado, caía con una línea perfecta por su cuerpo. Ni una arruga. Ni un movimiento innecesario. Sus tacones no hacían ruido. Ni ella. Y aun así, todos los ojos —hombres y mujeres— la siguieron mientras salía del salón, como si el aire se abriera paso para dejarla pasar. La escena había cambiado de tono. Pero el deseo seguía ahí. Solo que ahora, mezclado con algo más incómodo. Como si detrás de esa mujer exquisita, peligrosa, impenetrable… hubiese algo frágil que no esperábamos ver. Algo que ni siquiera ella quería mostrar.

 

Javier se reclinó levemente en su silla. Tomó su copa, la giró entre los dedos, pero no bebió.

 

—Tenéis un hijo —dije, sin mirarlo. No era una pregunta.

 

—Sí —respondió él, con naturalidad—. Tiene dos años y medio y se llama Tomás.

 

Asentí. Bebí un sorbo.

 

—No lo habías mencionado.

 

—Tú tampoco has dicho qué clase de relación tienes con el hombre que te acompañaba en la fiesta.

 

—Enrique es mi esposo —confirmé.

 

Levanté la mirada. Él me sostuvo los ojos con esa calma extraña suya. No había tensión en su rostro, pero tampoco ligereza. Solo esa serenidad inquietante que tienen los hombres, que parecen habitar todos los planos al mismo tiempo. Como si nada se les escapara.

 

—¿Y él sabe dónde estás ahora?

 

—Le dije que me habíais invitado a cenar —respondí—. Me está esperando en casa de Marie.

 

Javier ladeó ligeramente la cabeza.

 

—¿Esperando qué?

 

—A que vuelva. O no. No pregunta mucho. Hace tiempo que dejó de hacerlo. Prefiere que yo le cuente luego las cosas.

El silencio que se instaló fue denso, sí, pero no violento. Una mezcla de juicio contenido, deseo desplazado y un respeto extraño. Javier me miraba distinto. Ya no era lujuria. Era estudio. Curiosidad profunda. Como si estuviera intentando resolver el enigma exacto que yo le presentaba.

 

—¿Y no le molesta? —preguntó al fin—. Lo que haces. ¿No se cansa de esperarte? ¿No querría estar aquí? Isabel es una mujer que llama mucho la atención de los hombres.

 

—Enrique tiene sus propios demonios —dije, sin pestañear—. No interactúa con otras mujeres que no sea yo. Hace tiempo que dejó de hacerlo. Su juego es otro.

 

Hice una pausa. Sabía que las palabras que venían eran afiladas.

 

—El de las sombras y el de la espera. No necesita tocar. Ni preguntar. Le basta con imaginar. Él observa. Intuye. Se alimenta del hueco que mis amantes dejan en nuestra cama. Nunca llama. Nunca me interrumpe. Y cuando vuelvo, escucha. Con esa calma suya que parece paciencia, pero que en realidad es fuego guardado. No le excita el control. Le excita la ausencia. Le excito yo… sobre todo, cuando soy de otro.

 

Javier me observó. Hubo una leve contracción en su mandíbula. Un cambio en la forma de sostener la copa. No era sorpresa lo que mostraba. Era fascinación contenida.

 

—Vaya… eres una mujer afortunada. Tienes un marido cornudo y cómplice —murmuró con una sonrisa torcida—. Fascinante.

 

—No creo que tú puedas quejarte —le devolví, mirándolo con la misma calma—. Aunque el rol de ella aún me desconcierta un poco.

 

Javier bebió lento. Su sonrisa seguía ahí, pero se había vuelto más filosa. El aire parecía más espeso entre los dos.

 

—Verás, Olivia. Lo nuestro es mucho más complejo.

 

—¿Más complejo que tener un esposo que adora ser un cornudo?

 

—Nuestra relación nos hace vivir siempre sobre el filo de la navaja —dijo, sin pestañear—. Seguro que piensas que Isabel es una sumisa que hace lo que yo quiera, y que yo aprovecho esa “debilidad” de mi esposa para estar con mujeres maduras y exquisitas como tú…

 

—Yo no juzgo nunca —dije, dejando que la frase se clave sin matices—. Hace décadas que dejé de hacerlo.

 

Él se inclinó hacia adelante. Bajó la voz. Había deseo en su tono, sí, pero también una rabia antigua. Un agotamiento elegante.

 

—Hace un rato, sobre el capó del coche... —dijo, mirándome a la boca—. Me hubiera gustado metértela y correrme dentro de ti.

El pulso se me aceleró, pero no bajé la mirada. Ni parpadeé.

 

—¿Y por qué no lo hiciste? —pregunté—. ¿Por qué la elegiste a ella?

 

La pregunta flotó entre los dos. No eran celos. No era reproche. Era otra cosa. Un desafío. Una necesidad de entender el orden del deseo.

 

Javier sostuvo mi mirada, pero no respondió de inmediato. Porque la respuesta, lo sabíamos los dos, podía cambiarlo todo.

 

—Ella siempre fue una mujer muy celosa —dijo Javier, con la voz más baja—. Controladora, intensa… apasionada. Pero podía manejarlo. Lo que no pudo manejar fue enterarse de que me acostaba con su hermana pequeña.

 

No dijo el nombre de la hermana. No hizo falta.

 

—Nos divorciamos —continuó—. Ella dejó el trabajo y durante meses desapareció. Viajó por medio mundo tratando de olvidarme. Se fue como quien huye, no como quien parte.

 

Lo dijo sin orgullo. Sin culpa, pero tampoco con frialdad. Como quien conoce el peso de sus actos, pero ha aprendido a cargarlo sin dramatismo.

 

—Pero de repente, un día, volvió a mí —añadió Javier, con una pausa significativa, como si aún pudiera saborear ese instante.

 

—Recuerdo perfectamente esa tarde. Me llamó sin aviso. Estaba en la ciudad por unos días. No lo dudé. A los diez minutos de vernos, ya estábamos en una habitación de hotel, desnudos, sudando, follando como si el mundo se acabara esa noche. Como si necesitáramos recuperar, con el cuerpo, todo lo que las palabras no habían podido cerrar.

 

Su piel, su boca, su rabia... todo estaba ahí. No me había olvidado. No había podido. Ni yo a ella tampoco; siempre la he amado, incluso cuando jodía con su hermana.

 

—“Nadie me folla como tú” —me decía, jadeando, mientras le rodeaba el cuello con ambas manos.

 

No fue una reconciliación. Fue un asalto. Una revancha cargada de deseo. Y en medio de todo, entendí que había algo nuevo en ella. Más oscuro. Más crudo. Algo que ya no buscaba explicaciones. Solo piel. Solo fuego. Lo miré en silencio. No por juicio. Por curiosidad pura.

 

—¿Y lo hizo? ¿Te perdonó?

 

Él se encogió levemente de hombros.

 

—Sí. O eso me dijo. Volvió conmigo. Compartimos casa, cama, rutina… pero algo había cambiado. Algo dentro de ella. Como si hubiera cerrado una puerta por dentro. La misma mujer, sí… pero con una grieta nueva, profunda. Inquietante.

 

Javier giró la copa en su mano, sin beber.

 

—Sé que no me perdonará jamás —dijo Javier, sin mirarme. Como si hablara solo, como si acabara de llegar a esa conclusión por milésima vez.

 

Hizo una pausa. Larga. Densa. Luego volvió a hablar, más bajo.

 

—Lo que viste antes, sobre el capó del coche... solo es un ritual.

 

La palabra cayó como un cuchillo sobre el mantel.

 

—No es la primera vez. Ni será la última. Lo repetimos. Cambia el lugar, la noche, incluso la intensidad… o la persona que nos acompaña. Pero el gesto es siempre el mismo. Ella me ofrece el cuerpo. Yo lo tomo casi si fuera por la fuerza. Nos desgarramos un poco. Y al final, ninguno de los dos queda limpio.

 

Bebió. Sin prisa. Como quien lava la garganta antes de una última verdad.

 

—No es placer lo que busca. Ni siquiera dolor. Es algo más sucio. Más primitivo. Busca revolcarse en las cenizas de esa infidelidad. Volver a recordarla una y otra vez. Convertir la herida en un altar. Y el sexo en castigo.

Su mirada volvió a mí. Esta vez, sin rastro de sonrisa. 

 

—El capó… la noche… incluso tú. Todo forma parte. De ese juego que nunca se cerró.

 

Y como si la hubiéramos invocado, ella volvió. Caminaba con esa elegancia sutil que no necesita atención, porque la genera sola. Se sentó, cogió su copa y bebió como si hubiera estado escuchando desde la puerta.

 

—¿Os he interrumpido? —preguntó, sin rastro de pudor.

 

—Hablábamos de esposos —dijo Javier.

 

—Ah… los grandes ausentes —murmuró Isabel—. Siempre están. Aunque no los veamos.

 

Javier sonrió. Fue una mueca breve. Casi… dolorosa.

 

La bandeja llegó con elegancia: doce ostras perfectamente alineadas sobre una cama de hielo, con rodajas finas de limón y una salsa de chalota y vinagre que perfumaba el aire con discreción. El camarero sirvió el vino en silencio, un blanco seco, casi transparente, que dejó una estela fría en la copa. Javier lo aprobó con un leve gesto de la cabeza, como si se tratara de un ritual que conocía bien.

 

—A vuestra salud —dijo, alzando su copa.

 

Brindamos. El cristal tintineó con un sonido breve, casi tímido. El tipo de sonido que no perturba, pero se queda en el oído. Isabel fue la primera en tomar una ostra. La sostuvo con dos dedos, ladeó la cabeza apenas y la llevó a la boca sin usar tenedor. Cerró los labios y la tragó de un solo movimiento. Luego se limpió suavemente con la servilleta, como si no hubiera nada especialmente provocador en lo que acababa de hacer.

 

—Siempre me han gustado más crudas —murmuró, mirando el plato, pero sin apartar la atención de mí.

 

Yo no respondí de inmediato. Tomé otra. La levanté con calma, exprimí apenas unas gotas de limón y la probé sin apuro, sintiendo el frío del mar mezclado con algo más metálico, más hondo. La tragué. Las ostras seguían bajando con facilidad, frías y saladas, mientras el vino nos deslizaba por dentro con una calidez lenta. Todo lo que había que decir, en teoría, ya estaba dicho. Pero no. Isabel tomó otra, la observó unos segundos y luego la llevó a la boca sin apartar la vista de mí. Tragó despacio, se limpió los labios con la servilleta y dejó la concha vacía en el plato con suavidad.

 

—Podemos decir que yo hoy me he comido la ostra más jugosa —dijo Javier, mirándome a los ojos, sin levantar la voz, pero con una claridad que hizo que el aire entre nosotras se tensara al instante.

 

Javier soltó una risa breve. Apoyó los codos en la mesa y giró la copa entre los dedos.

 

—¿Y te ha gustado? —preguntó ella, sin disimular el doble sentido.

 

—Mucho —respondió Javier, sin apartar la mirada de mí—. Aunque aún estoy decidiendo si me quedo con el sabor… o con las ganas de repetir.

 

El calor del vino subió un grado. O eso quise creer. Yo levanté otra ostra y la llevé a la boca con la calma de quien prepara su jugada. La tragué, dejé la concha en el hielo y respondí:

 

—Dicen que las más sabrosas no se comen. Se saborean… lento. Se muerden. Se exploran hasta que piden más.

Javier bebió. Isabel sonrió, sin rastro de culpa.ç

 

—Tal vez esta vez deberías usar los dientes —murmuró.

 

El silencio se llenó de ese algo que no está en el menú. Una electricidad que no se apaga con luz tenue ni se enfría con hielo.

 

Y entonces su pie, bajo la mesa, rozó de nuevo mi pierna. Esta vez no fue un accidente. Fue un aviso. Isabel jugó un momento con la copa entre los dedos, como si el vino necesitara aire, pero en realidad solo buscaba estirar el silencio. Me miraba sin prisa. Ni sonrisa. Javier seguía tranquilo, como si fuera espectador de una obra cuyo guión ya conocía.

 

—Podríamos pedir el postre —dijo él, sin mirar la carta—. ¿Os apetece algo dulce?

 

—Yo ya estoy servida —contestó Isabel, cruzando las piernas con suavidad—. Aunque no me importaría repetir plato…

 

Isabel no hablaba por hablar. Nunca lo hacía. Cada palabra suya parecía medida, tallada con intención. Era ese tipo de mujer que no necesita levantar la voz para que se le escuche. La belleza ayuda, claro. Pero en ella no era solo estética: era presencia. Era una forma de estar, de mirar, de cruzar las piernas como si cada gesto suyo pudiera tener consecuencias legales.

 

Joven, sí. Pero no ingenua. Educada en internados caros, probablemente. De esas que aprendieron a mentir sin pestañear y a manipular con sonrisa de portada. El tipo de mujer que se aburre fácilmente… y que, cuando se aburre, juega con fuego.

 

La cuenta llegó sin prisa. El camarero la dejó discretamente sobre la mesa, y Javier la recogió con ese gesto silencioso que hacen los hombres que ya saben que pagan más por el momento que por la comida. Isabel tomó el último sorbo de su vino. Luego dejó la copa sobre el mantel, despacio. Se levantó con naturalidad, alisándose el vestido como si no le importara la atención que generaba. Sabía que algunos la miraban. Lo sabía y lo medía. Como todo lo que hacía. Se giró hacia mí.

 

—¿Me acompañas un momento al lavabo? —preguntó, como si fuera una formalidad.

 

Pero no lo era. La forma en que lo dijo no daba espacio a dudas: no era una pregunta. Era una decisión tomada. Una orden disfrazada de cortesía.

 

Javier ni parpadeó. Ni se extrañó. Solo se recostó en la silla y dijo, con tono distraído:

 

—No tardéis mucho.

 

Isabel ya iba caminando. Yo la seguí, sin pensarlo. O pensándolo demasiado. Atravesamos el restaurante con pasos lentos. El sonido de la vajilla, los murmullos educados, la música instrumental de fondo… todo parecía diluirse a medida que nos alejábamos de la mesa. El pasillo hacia los baños era estrecho, decorado con cuadros abstractos y luz tenue. Ella caminaba delante, segura, sin mirar atrás. Pero justo antes de llegar a la puerta, se detuvo.

 

Se giró. Me miró sin decir nada. Y luego empujó la puerta del baño de mujeres. Entró. Y la dejó abierta. Solo un poco. Lo justo. Lo suficiente para que yo supiera que estaba invitada a cruzar ese umbral, y que del otro lado… ya no había cena. Había algo más. El baño era silencioso, con ese tipo de diseño que parece pensado para que te olvides de que estás en un baño. Mármol gris, lavabos flotantes, espejos retroiluminados. El aire olía a flor blanca y jabón caro.

 

Isabel se detuvo frente al espejo. No dijo nada. Se miró un segundo, alisó el vestido con las palmas de las manos y luego giró el rostro hacia mí.

 

Cerré la puerta. El sonido del pestillo fue suave. Pero en mis oídos sonó como una declaración. Ella se dio la vuelta. Apoyó la cadera contra el lavabo, cruzó los brazos y me miró.

 

—¿Te lo pasas bien jugando con fuego? —preguntó, con voz baja, sin levantar la ceja, sin sonrisa.

 

Yo no respondí. Solo avancé un paso. El eco de los tacones sobre el suelo liso rompía el silencio con un ritmo lento. Medido. Como un pulso.

 

—Porque yo no juego —añadió.

 

Había una pausa en su mirada. Una fisura que me excitó. Algo entre amenaza y súplica. Como si bajo su escudo de seguridad perfecta algo se removiera.

 

—No sé por qué me provocas tantas ganas —continuó, descruzando los brazos—. Pero hay algo en ti… algo que no quiero dejar a medias.

 

Otro paso. Ya casi estábamos frente a frente. El espejo detrás de ella nos devolvía la escena, duplicada. Isabel y yo, tan cerca que el aire entre las dos parecía vibrar.

 

—Te miro y me dan ganas de pegarte un bofetón —susurró—. O de besarte tan fuerte que no sepas si es castigo o premio.

 

—A veces es lo mismo —le dije.

 

Isabel soltó una risa breve, seca, incrédula. Luego alzó una mano y me acarició la mandíbula. Apenas un roce. Sus dedos estaban fríos. Como si todo su cuerpo estuviera contenido, templado a la fuerza.

 

—¿Te corrías viendo cómo me follaba mi marido? —preguntó, sin apartar la mano—. ¿Lo hacías ahí al lado, apretando los muslos, imaginando que era contigo?

 

Mi boca se abrió para responder, pero ninguna palabra salió.

 

—No hace falta que contestes —añadió, y bajó la mano hasta mi clavícula—. Yo lo hacía contigo en la cabeza. Incluso cuando me empujaba contra el coche, pensaba que tú estabas mirando. Que tus ojos me atravesaban más que su polla.

 

Nos miramos un segundo más. Y entonces se acercó. No me besó. Me rozó con los labios, apenas, a un centímetro. El calor de su boca era una amenaza. Una promesa. Una espera.

 

—Dime que no quieres que te bese —susurró.

 

No lo dije. Y entonces lo hizo.

 

Me besó con esa mezcla exacta de rabia contenida y deseo desbordado. Con la boca abierta, con los dientes rozando, con la lengua como si quisiera ganarme una batalla. No era un beso tierno. Era un beso que dolía. Uno que empujaba. Que reclamaba. Que exigía. Y yo, lejos de retroceder, la sujeté por la nuca. Y se lo devolví.

 

El beso se volvió más profundo, más violento, más torpe de a propósito. Isabel se aferró a mi cintura con fuerza, como si el equilibrio fuera un lujo que ya no le interesaba. Yo la empujé contra el mármol, sintiendo el temblor de su cuerpo entre mis manos.

Sus labios bajaron a mi cuello. Mordió. No acarició. No buscaba ternura. Buscaba lo otro. Eso que duele y enciende. Eso que no se aprende, solo se reconoce.

 

—Levanta el vestido —me ordenó, con la voz ronca, mientras sus dedos ya se deslizaban por la parte trasera de mis muslos.

Obedecí. Sin pensar. Sin freno.

 

Ella ya sabía que no llevaba bragas. Como yo, sabía que ella tampoco. Ambas habían quedado abandonadas, en aquella carretera de montaña. Nos reímos. Pero fue una risa baja, cargada de peligro. Una Sus dedos rozaron mi sexo con la seguridad de quien no pregunta. Y al hacerlo, gimió. No por mí. Por ella. Como si tocándome tocara algo propio. Algo que había estado reprimiendo todo el maldito día.

 

—Estás empapada… —Susurró, llevándose dos dedos a la boca—. Te corres por tensión, ¿no? Por guerra. Por culpa.

 

—Me corro por mujeres como tú —le dije, entre jadeos.

 

Me giró con fuerza, haciéndome apoyar las manos sobre el lavabo. Mi respiración se estrellaba contra el espejo. Sus dedos volvieron a entrar, más decididos. Uno. Luego, dos. La humedad no era solo mía. Isabel también temblaba. Yo la oía detrás, respirar como si se estuviera deshaciendo. Sus caderas rozaban las mías. Sus dientes me arañaban la espalda baja.

 

—Te voy a hacer gritar —me dijo al oído—. Aquí mismo.

 

Y justo entonces…

 

TOC TOC.

TOC TOC.

 

Un golpe seco en la puerta, firme. Luego, la voz:

 

Excusez-moi... —Por favor, señoras —dijo un hombre al otro lado, con un acento francés marcado y un español cuidadosamente aprendido—. Hay... eh... mesdames esperando fuera. ¿Tout va bien... oui?

 

Nos quedamos en silencio, aún pegadas, aún con la respiración desbocada.

 

Isabel bajó la cabeza a mi cuello y se rió, ronca, húmeda, deliciosa. Nos separamos a regañadientes. Yo sentía sus dedos todavía dentro, aunque ya no me tocaba. El calor de su cuerpo seguía prendido al mío como una quemadura reciente. Me acomodé la falda con manos temblorosas.

 

Ella, en cambio, volvió a su papel sin esfuerzo. Se alisó el vestido, se recogió el pelo con gracia y alzó la barbilla como si acabara de retocarse el pintalabios. Abrió la puerta con una sonrisa impecable. Del otro lado, el encargado del restaurante, un hombre alto y delgado con gesto incómodo, bajó ligeramente la vista al vernos salir.

 

—Merci beaucoup, mesdames —dijo, sin ironía, pero con esa cortesía helada que solo los franceses dominan cuando están escandalizados.

 

—Oh, pardon... tuvimos un pequeño accidente con... el perfume —dijo Isabel, en un tono dulce y calculado.

 

Yo pasé tras ella, la cabeza alta, el pulso bajo tierra, el sexo palpitando aún bajo la tela. Sin ropa interior. Sin arrepentimiento.

 

Las mujeres que esperaban fuera nos miraron con desconfianza. Nosotras sonreímos. Y volvimos a la mesa como si nada. Como si solo hubiéramos ido al baño a mirarnos el rímel. Como si nuestras piernas no delataran todo lo que había pasado —o casi pasado— allí dentro.

 

Javier nos esperaba con la copa en la mano y la sonrisa de quien lo sabe todo sin preguntar.

 

—¿Estáis bien? —dijo.

 

Isabel se sentó, acomodando el vestido con precisión.

 

—Perfectamente —respondió, mientras tomaba de nuevo su copa—. Mucho mejor que antes.

 

—Será mejor que regresemos a la fiesta —dijo Javier, levantándose de la silla con calma, como si la noche no tuviera prisa.

 

No preguntó qué había pasado en el baño. No hizo falta. Sus ojos se posaron en nosotras con esa media sonrisa suya, cansada y lúcida. Como si hubiera oído cada gemido a través de la pared, aunque no se hubiera movido de su sitio. Nosotras lo seguimos. Isabel tomó mi mano al levantarse. Lo hizo sin teatralidad, sin miradas innecesarias. Solo deslizó sus dedos entre los míos, con la naturalidad con la que alguien recoge algo que le pertenece. La suya estaba cálida, firme. La mía, un poco húmeda. Ambas, sin bragas. Y eso lo sabíamos las dos. Y también él.

 

Cruzamos el restaurante de vuelta como si estuviéramos saliendo de una cena de negocios. Los manteles seguían blancos. Las copas vacías. Las conversaciones discretas. Nadie sabía que el infierno acababa de lamerse los labios en el baño de señoras.

 

Afuera, el aire de la noche nos recibió con una brisa suave. El coche esperaba. La carretera también.

 

Leer la biografía de Deva Nandiny

 

Relato autobiografico escrito por Deva Nandiny  (Continuará)

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Comentarios

Susana
hace un día

Deva, esto es altamente evocador, elegante, sucio y hermoso al mismo tiempo. Has logrado lo que pocas autoras consiguen en el relato erótico: convertir el deseo en atmósfera, en tensión narrativa sostenida, sin perder la voz ni caer en lo evidente. La estructura es cinematográfica. La psicología de los personajes, especialmente Isabel y Olivia, está trabajada con una madurez brutal.

Manu tirrades
hace un día

Tía, escribes como si me estuvieras mirando desde dentro. Me la meneé dos veces. Gracias. Perdón.

Azul
hace un día

El final en el baño me pareció exquisitamente provocador. Hay una inteligencia detrás del deseo que pocos autores saben plasmar

Pedro
hace un día

A mí no te me hubieras escapado del baño.

Anita
hace un día

He leído muchas historias eróticas en mi vida, pero ninguna me había hecho detenerme tanto en los detalles como esta. Las descripciones son precisas, bellas, pero cargadas de tensión. La escena del baño es una obra maestra de deseo contenido y violencia sensual. Me estremecí. Literalmente.

PacoPaco
hace un día

Tenias que haber hecho un trio en el baño, quedo muy bajo de sexo. Te recomiendo que en la proxima entrega se las follen un monton de tios, que las enlefen. Eso siempre vende en literatura erotica

Laura
hace un día

A veces el erotismo bien escrito es como un crimen perfecto. No dejas huellas, pero sabes que algo ha cambiado para siempre. Eso sentí al terminar de leer esto. Que algo en mí se movió, aunque no pueda decir qué. Gracias por eso. De corazón

Jacinto
hace un día

Menuda puta estas tu hecha, bonito fin de semana... y el lelo del marido en la casa con los viejos. Dios le da dientes al que no tiene nueces

Isaac
hace un día

Escrives bien, de eso no ay duda, pero yo te recomendaría que pusiera muchas fotos estando desnuda

Griselda
hace un día

A veces el erotismo bien escrito es como un crimen perfecto. No dejas huellas, pero sabes que algo ha cambiado para siempre. Eso sentí al terminar de leer esto. Que algo en mí se movió, aunque no pueda decir qué. Gracias por eso. De corazón.

Marqués de Sade
hace un día

Solo he leído algo tan íntimo, tan oscuro y tan elegante en algunos textos de Bataille o en fragmentos de Anaïs Nin. Pero tú lo haces desde la piel. No hay pretensión. Hay fuego real. No es solo que me gustó. Es que sentí que me lo estabas contando a mí, al oído, como una confesión prohibida.

Silvia
hace un día

Leer este relato fue como mirar por una rendija prohibida. Es elegante y brutal, como si el deseo se sirviera en platos caros y se bebiera en copas de culpa. Nunca me había sentido tan incómodamente atraída por un personaje como Isabel. Qué joya sucia y perfecta.
— Silvia L. (Granada, 18 de junio de 2025)

fermin
hace un día

Bravo, Deva. Tocas fibras que ni yo sabía que tenía.

Jose
hace un día

quiero follarte puta

Manuel
hace un día

Conozco esa zona del sur de Francia y ese tipo de restaurantes, imagino y uffff, no puedo evitarlo

Cesar
hace un día

Yo te metía en vereda a base de polvos, tu marido es un flojo, seguro que es maricon

Isidro
hace un día

Escribes tan maravillosamente bien, que haces que me sienta sucio por tener que masturbarme. Algo inevitable al leerte

Marcos
hace un día

Hola Oli ya leído el relato esta ocasión es muy sensorial y me encanta eso ayudar hechar a volar la imaginación gracias por tu esfuerzo literario. Besosss