
Parte VI
Desperté antes que él, como siempre. El ardor en mi cuerpo no era cansancio, sino una excitación que se negaba a apagarse. Como si aún llevara en la piel el eco de otras pieles. Una sobrecarga de tactos, de silencios húmedos, de miradas que tocaron más que los dedos.
Lo observé dormir unos segundos. Enrique, con la cara relajada, parecía un hombre distinto. Casi inocente. Pero yo sabía que no lo era. Y, sin embargo, quería irme con él.
Me levanté, me vestí sin ruido. Elegí el vestido negro de lino suave, de esos que se ciñen en la cintura y caen con naturalidad sobre las caderas. Debajo, un tanga, negro también, de encaje fino. Unas cómodas sandalias blancas con poco tacón, perfectas para caminar. Nada más. Sin sujetador. No lo necesitaba. Ni por el cuerpo, ni por el tipo de día que quería.
Me recogí el cabello en un moño bajo, suelto, dejando que algunos mechones escaparan como al descuido. Me eché un poco de perfume en la clavícula, justo ahí donde él solía besarme sin pensar.
Luego volví a la cama y le acaricié el hombro.
—Despierta, dormilón —susurré—. Vamos a desaparecer un rato.
Él abrió los ojos con lentitud.
—¿Ahora?
—Sí. Conduzco yo. Tú solo ven.
Mi marido está acostumbrado a esas huidas. Sabe que las fiestas me saturan, que entre cuerpos y copas llega un punto en el que necesito escapar. Para respirar. Para mirar algo sin deseo. Para tener una especie de recreo en medio del fin de semana… y hacer otra cosa con el cuerpo. Leer, caminar, mirar cuadros o follar, pero con otra intención.
Media hora después, salíamos del terreno de la casa de Marie. Dejábamos atrás las paredes cargadas de secretos, de cuerpos mezclados, de tensiones mal resueltas. No le dijimos a nadie que nos íbamos. No hacía falta. Nadie nos habría detenido.
Yo iba al volante, con el sol en la cara y las gafas de sol puestas. Él en el asiento del copiloto, aún callado, aún despertando. Dejamos que el silencio nos cubriera un rato. Y cuando la carretera se volvió más estrecha y solitaria, hice lo que ya llevaba rato queriendo hacer.
Aparqué el coche junto a un camino de tierra, rodeado de árboles altos. El lugar perfecto. Sin tráfico. Sin testigos.
Apagué el motor. Giré el rostro. Lo miré directamente.
Le dije que quería caminar. Nada más. No un destino. Solo eso: caminar. Mi cuerpo pedía aire. No perfumado. No mezclado con vino ni sudor ajeno. Aire limpio. Verde. Crudo.
Él no preguntó. Se limitó a seguirme cuando salimos del coche. Seguimos un sendero estrecho que bordeaba los campos, salpicado de flores silvestres y piedras grandes, cubiertas de musgo y sol.
Las colinas eran suaves, doradas por zonas, con manchas verdes profundas donde pastaban ovejas dispersas. Las oímos antes de verlas: balidos graves, lentos. Luego las distinguimos entre la bruma baja, como manchas de lana que se movían con parsimonia. El viento traía el olor de la tierra húmeda, mezclado con algo más dulce. Tomillo, quizá. O romero silvestre.
Caminamos de la mano. Despacio, casi no hablábamos. No hacía falta. Íbamos absorbiendo el paisaje, como si necesitáramos desintoxicarnos del otro mundo, del de Marie, del de Isabel, del de todos.
Enrique me miraba de reojo, como si esperara algo. Pero yo no lo miraba. Solo sentía. La piel empezaba a despertar. El deseo, también.
Cuando encontramos una especie de claro entre las rocas, me detuve. Había una piedra grande, redondeada, como un asiento natural, con una vista amplia del valle. Nos miramos. No dije nada. Solo comencé a desnudarme.
Primero, el vestido. Luego las bragas. El viento me acarició los muslos. Me sentí viva. Sola. Expresamente desnuda.
Él me miraba desde la piedra. Se había sentado. El sol le daba en la cara. Aún tenía la camisa entreabierta, los pantalones puestos. Pero la erección era evidente.
Me acerqué sin prisa. Me subí a él. Lo sentí entre mis piernas, duro, palpitante. Me bajé despacio, rozándolo con el sexo abierto, mojado, hambriento. No gemí. Aún no.
Mi sexo se lo tragó entero con un suspiro. Y ahí empezó todo.
—¿Te gusta así, al aire libre, puta preciosa? —me dijo al oído, con voz ronca.
—Sí —le susurré—. Fóllame como si me hubieras encontrado en medio del campo.
Comencé a moverme. Él me sujetaba por la cintura, con fuerza. Su boca se aferró a mis pechos, los lamía, los mordía con avidez. Le gustaban tanto que podía correrse solo chupándolos.
—Tienes unas tetas de infarto, joder. Me las comería enteras. Qué gusto me das, así, encima de mí.
Yo cabalgaba más rápido. El sol me daba en la espalda, el viento me golpeaba los pezones. Todo era piel y campo. Naturaleza y carne. Tierra y semen esperando nacer.
—Sigue —le exigí—. Más fuerte. Hazme gritar. Que me oigan las putas ovejas.
Él se rió. Pero siguió. Se clavó en mí con más fuerza. Yo me apretaba contra él, me aferraba a su cuello. El placer era salvaje, primitivo. Mi cuerpo temblaba. Mi clítoris rozaba su vientre con cada vaivén. Estaba al borde.
—Vas a hacerme correr dentro de ti —me advirtió—. ¿Eso quieres?
—Sí. Lléname. Aquí. Ahora.
Y lo hizo.
Nos corrimos casi al mismo tiempo. Yo, arqueada, con la garganta abierta, gritando sin miedo. Él, apretándome las nalgas, con los dientes clavados en mi pecho.
Después me quedé sobre él. Desnuda. Sudada. La cabeza en su hombro. Las ovejas seguían ahí. La brisa también.
Llegamos a la ciudad a media mañana. Calles de piedra, ventanas con geranios, turistas discretos. Aparcamos cerca del museo. Un edificio sobrio, con grandes ventanales y escaleras de mármol.
Dentro, la temperatura era más baja. El eco de los pasos se perdía en los techos altos, y el aire olía a yeso viejo y barniz seco. La exposición era modesta, íntima. Obras de un pintor local, colgadas sin pretensión, sin necesidad de imponerse.
Se trataba sobre todo de paisajes de la zona —colinas doradas, ovejas en bruma, cielos amplios— y retratos de mujeres. Cuerpos femeninos en diferentes edades y estados de desnudez. Algunos crudos. Otros melancólicos. Ninguno, indiferente.
El artista nos explicó algunos detalles de sus obras. Era un hombre bohemio, de cabello largo y canoso, con pañuelo al cuello y manos manchadas de óleo. Hablaba con ese francés arrastrado del sur, lleno de vocales suaves y silencios que parecían parte del discurso.
—Así quiero que me pinten algún día —dije, deteniéndome frente a uno de los lienzos más sobrios: una mujer desnuda, sentada de espaldas, con la cabeza apenas girada y la mirada directa al espectador. No era una pose forzada. Era presencia. Era un desafío.
El pintor, que nos acompañaba con las manos en la espalda, se sonrió. Luego miró a Enrique, como si pidiera permiso sin necesidad de hacerlo.
—Je serais honoré de vous peindre, madame —dijo con ese acento arrastrado del sur—. Sería un honor tener el privilegio.
Enrique no respondió. Pero lo vi. La rigidez sutil en su mandíbula. El cambio en su mirada. Sabía que en su cabeza, ya me estaba desnudando sobre un lienzo imaginario.
Yo también.
—¿Quién es? —pregunté, sin quitar la vista de la mujer del cuadro.
—Mi mujer —respondió el pintor, tras un breve silencio—. Bueno… lo fue. Ahora está en otro sitio y tiene un nuevo marido. Es el último cuadro que pinté de ella antes de… antes de que me dejara por un estúpido dentista.
Lo dijo sin drama. Sin nostalgia.
—¿Y ella sabía lo que provocaba en tus cuadros? —pregunté.
Él sonrió otra vez, con un brillo ambiguo en los ojos.
—Por eso posaba.
Terminé comprando el cuadro.
No por su técnica —aunque era impecable—, sino por lo que contenía en silencio. Por la manera en que esa mujer, la del lienzo, me recordaba a mí misma: desnuda, pero no rendida. Expuesta, pero no disponible.
Pagué un precio seguramente más alto del que valía en términos artísticos. Pero eso ya no importaba. Lo que compré no fue solo una pintura. Fue una emoción compartida, un reflejo privado, algo que nadie más entendería del todo.
Enrique me observó mientras hacía la transferencia. No dijo nada.
Tampoco se opuso.
Pero su silencio tenía textura. Y la sentí.
—¿Cómo se llama tu exmujer? —pregunté, mientras él envolvía el lienzo con cuidado en papel de estraza. El sonido del papel al crujir llenaba el silencio que se hizo antes de su respuesta.
—Colette —dijo al fin, como si el nombre le costara salir de la garganta.
Luego hizo una pausa. Bajó un poco la cabeza, sin dejar de trabajar con las manos.
—Colette Girard.
No añadí nada. No era necesario. Pero su forma de decirlo —con ese respeto, con esa herida contenida— hizo que entendiera algo sin que él lo explicara: ese cuadro no era solo arte. Era duelo. Era deseo pintado en presente por alguien que aún no había soltado el pasado. Creo que le hice un gran favor, quitándole ese último recuerdo de ella.
Salimos al sol con hambre y algo parecido a calma. Caminamos hasta una plaza pequeña, con una terraza en alto, rodeada de plantas. Nos sentamos allí. Yo pedí un negroni. Él, vino blanco.
Frente a nosotros había otra pareja. Una mesa más abajo, lo bastante cerca para verles las arrugas de los labios, pero lo bastante lejos como para fingir que no existíamos.
Ella —perfectamente arreglada, con ese aire seco de mujer que lleva años sosteniéndose a sí misma para no venirse abajo— no levantaba la vista del móvil. Él —más mayor, canoso, con ese gesto cansado de quien alguna vez tuvo poder y ya solo le queda el recuerdo— leía el periódico con una calma cruel. No hablaban. No se tocaban. Pero ese silencio… ese silencio decía mucho más que cualquier conversación.
Yo crucé las piernas al principio. Como dicta la buena educación. Pero después, sin pensarlo demasiado —o tal vez sí—, descrucé. Lo hice despacio. Como si estirarme fuera un gesto casual. Natural. No lo fue.
El vestido, corto y suelto, se abrió apenas sobre mis muslos. Lo suficiente para enseñar las bragas negras —finísimas, casi una sombra— quedaron a la vista desde su ángulo. Justo desde el de él. Un descuido medido. Una exposición intencional. Una provocación silenciosa.
Al principio, no lo hice por él. Ni siquiera fui del todo consciente. Hablaba de arte, del cuadro que acabábamos de comprar, del trazo del pintor, del nombre de su exmujer. Pero entonces me sentí inmóvil. Tensa. Sostenida en el espacio. Como si otra parte de mí —más lúcida, más cruel, más mía— hubiera tomado el mando.
Sentí la mirada del hombre. No directa. No descarada. Solo ese instante en que los ojos se tropiezan con algo prohibido y deciden quedarse un segundo más. El periódico bajó. Muy poco. Apenas un ángulo. Pero fue suficiente. Enrique dejó de hablar. Se giró. Y lo entendió.
—¿Estás jugando con él? —me preguntó en voz baja, sin rabia. Solo con ese tono que usa cuando me desea más de lo que admite.
Yo no lo miré. Solo giré la copa entre los dedos, como si removiera un veneno lento.
—No con él —susurré—. Contigo. A través de él.
Y era verdad. El juego no era sexual. El hombre ya no leía. Su mujer seguía absorta en el móvil, deslizando el dedo como si no acabara de perderlo todo en ese gesto.
—¿Y qué esperas de mí? —dijo Enrique, con voz contenida.
Lo miré. Sonreí apenas. Esa sonrisa mía que no da margen, que huele a pólvora.
—Que lo disfrutes. Como yo.
Y lo hizo. Porque nos conocemos demasiado como para fingir otra cosa. Porque en mi mundo, no se necesita permiso. Solo oportunidad. Y yo acababa de darle una.
Terminamos las bebidas. Cruzar las piernas de nuevo fue casi un acto de piedad. El vestido volvió a cubrir lo que ya se había mostrado. La función había acabado. Pero el efecto seguía latiendo.
Nos levantamos. No miramos atrás. El hombre seguía con el periódico en las manos, sin haber pasado de página, Y su mujer, todavía conectada a un mundo donde lo más interesante había ocurrido justo frente a ella, sin que se diera cuenta.
Comimos tarde, con el sol bajando detrás de los tejados antiguos. Encontramos un pequeño restaurante familiar al final de una calle empedrada. En la terraza apenas quedaban dos mesas libres. Nos sentamos sin decir mucho, como si aún lleváramos algo dentro que no debía romperse con palabras.
La comida fue sencilla y perfecta. Pan de campo aún tibio, con corteza crujiente. Tapenade de aceitunas negras. Jamón de Bayona, fino y fragante. Una ensalada de tomates provenzales con albahaca y aceite verde. Y una tarte fine de cebolla dulce y tomillo que aún humeaba en el plato.
Todo servido sin prisa, como si el tiempo también estuviera sobre la mesa. Y más vino blanco. Frío, mineral. Con ese sabor seco que se queda largo en la boca.
Enrique hablaba poco. Pero me miraba como si no pudiera dejar de hacerlo. Yo tampoco hablaba mucho. Solo lo justo.
—Por un momento —dijo Enrique, mientras se limpiaba con la servilleta—, pensé que ibas a follarte al artista allí mismo. Mucho arte, pero el cabrón no dejaba de mirarte las piernas.
No lo dijo con rabia. Ni con miedo. Solo con esa media sonrisa que esconde más de lo que revela.
Lo miré, sin apurar mi trago.
—¿Crees que podría haberme rebajado el precio del cuadro? —pregunté con malicia.
Él asintió, sin sorpresa. Y justo cuando ya apartaba la mirada, añadí:
—Pero hoy no quería eso. Hoy quería ser solo tuya.
No me creyó del todo. Y no me importó. Porque era cierto. Y porque, aunque dudara, su mano buscó la mía sobre la mesa.
Brindamos por eso. Y no lo volvimos a mencionar.
Cuando terminamos, el cielo ya estaba tornándose lavanda. Las campanas de alguna iglesia cercana dieron las siete. Luego las ocho. Y al final, las nueve. Nos habíamos alejado más tiempo del previsto.
Volvimos al coche sin prisa. Yo conduje de nuevo. Esta vez con las ventanas abiertas. El aire fresco traía el olor de las viñas y la primera humedad de la noche.
Enrique llevaba una mano sobre mi muslo mientras yo conducía. No buscaba sexo. Solo contacto. Solo saber que aún estaba ahí.
Volvimos a la casa ya tarde, con las luces encendidas y la música flotando desde la terraza principal. El sonido de las copas, de las risas y de los cuerpos flotaba como un eco conocido.
Antes de entrar, me detuve. Apagué el motor. Me quité las sandalias. Y me volví hacia él.
—¿Listo para volver a la jaula? —pregunté, con media sonrisa.
—Contigo dentro, sí —dijo él.
Nos besamos. No fue un beso ardiente. Ni urgente. Fue un beso de pacto. De pertenencia momentánea. De tregua. Y entonces bajamos. Como quien se interna de nuevo en la selva.
Escrito por Deva Nandiny
(CONTINUARÁ)
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Comentarios
El uso del detalle como forma de tensión erótica está perfectamente dosificado. Recuerda a Duras, pero con menos piedad. Te leí sin respirar. Luego, sin querer, tuve que releer.”
Me costaba... pero me he enamorado del personaje de tu esposo. Estoy enganchada a la historia. Un beso guapa
Hola buenas tarde Rosi podemos hablar al privado lo aceptarias
Hay una arquitectura precisa en tus escenas. Lo que en otras manos sería vulgar, en la tuya es necesidad humana.
Estoy enamorado de Olivia. No sé si por lo que hace o por cómo se cuenta. Solo sé que la odio cuando se va y la amo cuando aparece.
No sé si esto es literatura o una emboscada sexual, pero terminé con una mano en el teclado y la otra en mí. No pido perdón. Pido más
Cada día más zorra cada día mas buenorra. Quiero meterla en ese culo gordo y luego que me escribas un libro
La cadencia de tus frases tiene algo hipnótico. Como una respiración lenta en medio del desorden. No escribes sobre sexo, escribes desde el deseo
Hola buenas tarde Inés podemos hablar al privado
Me cuesta encontrar autoras que se atrevan a habitar el cuerpo sin victimismo ni ornamento. Tú lo haces con una lucidez peligrosa
Gracias, gracias, gracias, gracias, gracias. Sé que tienes que cobrar por tu trabajo, pero das mucho completamente gratis. Poder leer durante esta semana, diariamente ha ha sido un regalazo. Muchas gracias
Cada vez que termina una parte, siento algo parecido al abandono. No sé si quiero leer la siguiente o quedarme un rato en este vértigo.
¿Dónde hay que firmar para ser el próximo que Olivia cabalgue? Pregunto en serio
No soporto a Olivia. Pero tampoco puedo dejar de volver a leerla. Me repele. Me arrastra. Me recuerda todo lo que no me permito
Te rebentaba, se te iban a quitar las ganas de ser tan furcia
Como me gustaría sacarte el tanga de ese culo, y lamerte hasta que te corrieras
Un 10 Por algo eres mi escritora favorita, eres única Deva Nandiny