
Siempre me pedís que os cuente cómo ha sido mi fin de semana… pues hoy he decidido hacerlo. No sé si llamarlo confesión o simplemente relato, pero lo que vais a leer ocurrió ayer sábado y todavía lo tengo grabado en la piel. Fue una de esas noches que empiezan como cualquier otra, con una cena aparentemente inocente, y que terminan de una forma que ninguno de vosotros imaginaría.
Espero que os guste tanto como a mí me gustó vivirlo.
Hay un cornudo en el retrovisor
Pablo le comentó el jueves pasado a Enrique que no bajaría a Madrid el fin de semana, que estaba cansado de hacer siempre la maleta y que prefería quedarse tranquilo en Bilbao. En cuanto me lo contó mi marido, noté el brillo pícaro en sus ojos: llevaba tiempo esperando esa oportunidad.
—Podríamos invitarle a cenar —me dijo, casi con naturalidad, aunque yo sabía bien lo que escondía detrás de esa propuesta.
Yo sonreí, juguetona, dejando que la idea se acomodara en mi mente. Hasta entonces solo había visto a Pablo en un par de ocasiones: un hombre fuerte, atractivo, con ese aire de madurez en sus treinta y tantos que tanto me gusta. Trabajaba en una contrata de la empresa de Enrique, llevaba apenas unos meses en la ciudad y solía regresar a Madrid cada fin de semana para ver a su mujer y a sus dos hijas pequeñas. Solo de pensarlo se me erizaba la piel: aquel hombre que jugaba al fútbol sala con mi esposo todos los jueves no era un soltero cualquiera, era un marido fiel de puertas afuera, un padre ejemplar… y yo sabía que bastaba una chispa para encender algo prohibido entre nosotros.
Desde el primer momento me había mirado con un interés que intentaba disimular, pero que yo notaba. Y Enrique, por supuesto, también lo había percibido.
Me contó cómo, poco a poco, había ido enseñándole fotos mías del verano: una en bikini, otra de espaldas, en topless, como si fuera un descuido inocente. Pablo nunca dijo nada abiertamente, pero sus comentarios velados delataban que se excitaba con la idea de ver a la mujer de su compañero de equipo en situaciones tan íntimas. Supongo que pensaría que mi marido era de esos hombres que disfrutan presumiendo de esposa. Lo que no podía imaginar era que Enrique, en realidad, lo estaba llevando justo a donde quería.
Esa noche, cuando Pablo mencionó lo de quedarse en Bilbao, Enrique no perdió la ocasión.
—Pues si no bajas, ¿por qué no vienes el sábado a cenar con nosotros? Así desconectas un poco.
Yo fingí sorpresa, pero en el fondo me recorría un cosquilleo delicioso. La idea de tenerlo frente a mí, en la intimidad de nuestro salón, me aceleraba la respiración. No sabía todavía qué pasaría, hasta dónde íbamos a dejar que él viera… pero el simple hecho de imaginar su cara al darse cuenta de la verdad me encendía.
Me pasé el día siguiente pensando en qué ponerme para la cena. Quería verme elegante, pero también insinuante, de esas que despiertan preguntas. Al final me decidí por un vestido negro ajustado, sin sujetador, con una abertura lateral que dejaba entrever la piel de mis muslos cuando me sentaba. Enrique, cuando me vio arreglándome, me susurró al oído:
—Te va a devorar con la mirada… y yo quiero verlo todo.
Solo con eso ya estaba empapada de deseo.
Elegimos un restaurante discreto, de esos que permiten hablar con calma entre copas de vino y platos compartidos. Desde el primer momento que llegó, con su camisa aún oliendo a colonia fresca, noté cómo sus ojos se posaron en mí, aunque enseguida apartaba la mirada para no dejarse cazar. Jugaba a ser correcto, educado, pero ese esfuerzo por disimular solo conseguía que el ambiente se volviera más eléctrico.
La cena transcurrió de manera normal, casi familiar, pero yo me sentía como si cada palabra, cada roce casual de su rodilla bajo la mesa, fuese una provocación velada. Pablo se mostraba como un hombre sereno, un buen amigo, aunque por dentro yo sabía que luchaba contra esa tensión que nos unía en silencio.
Entre conversación y conversación, habló de Madrid.
—Echo mucho de menos a mi familia —nos confesó, con una sonrisa melancólica—. Estoy deseando que termine el contrato y volver a casa.
Sacó el móvil y empezó a mostrarnos fotos. Primero apareció ella: su mujer. Una chica morena, delgada, de pelo largo y suelto, con una belleza natural que se veía incluso en las fotos improvisadas.
—Trabaja como enfermera en el hospital Puerta de Hierro —añadió con orgullo, como quien presume de lo que más quiere.
Después deslizó el dedo por la pantalla y nos enseñó a sus dos hijas. Preciosas, con esos ojos grandes y risueños que heredan de su padre. Pablo hablaba con ternura, con esa mezcla de orgullo y nostalgia de quien está lejos de lo que más ama.
Yo sonreía, escuchaba, pero por dentro me ardía un deseo que apenas podía controlar. El contraste me excitaba: ese marido fiel de puertas afuera, ese padre que parecía no tener un solo hueco para el pecado… estaba allí, sentado frente a mí, incapaz de evitar que sus ojos recorrieran mi escote cada vez que inclinaba la copa de vino.
Enrique observaba todo con calma, disfrutando del juego. Su mirada me decía más que mil palabras: sabía perfectamente lo que pasaba por la mente de Pablo, y también sabía lo que yo sentía con cada cruce de miradas bajo aquella luz tenue.
Cuando llegó la cuenta, Enrique fue el primero en romper el equilibrio:
—¿Y si vamos a tomar unas copas? —propuso con una sonrisa cómplice, como quien lanza una idea inocente, aunque yo sabía que nada en él era inocente.
Pablo levantó las manos enseguida, negando con la cabeza.
—No, de verdad, no quiero ser un estorbo. Además, estoy cansado… no estoy acostumbrado a trasnochar.
Me incliné hacia él, con esa cercanía que sé que desarma a los hombres.
—Anda, Pablo… una copa nada más. Te vendrá bien desconectar, ¿no? —le dije con voz suave, mirándolo a los ojos, casi desafiándole a decir que no.
Él sonrió, incómodo, como si supiera que empezaba a meterse en terreno resbaladizo.
—Es que luego me arrepiento, mañana quería llevar a primera hora el coche al taller… —murmuró, pero su voz carecía de convicción.
Enrique intervino entonces, apoyándose en su hombro con camaradería.
—Vamos, hombre. No todos los días puedes quedarte en Bilbao tranquilo. Una copa y te llevamos a casa, no hay excusa.
Yo mantuve la sonrisa, sin apartar mi mirada de la suya, dejándole sentir que, en realidad, ya no tenía escapatoria. Podía seguir fingiendo ser el hombre correcto, el que pone excusas… pero su cuerpo hablaba más que sus palabras.
Al final suspiró, rindiéndose.
—Está bien… pero solo una.
Enrique y yo nos miramos de reojo, compartiendo un brillo de satisfacción. La noche apenas comenzaba, y Pablo todavía no sabía hasta qué punto estaba a punto de cruzar una frontera que le haría olvidar a su esposa enfermera y a sus dos hijas por unas horas.
Fuimos a un bar tranquilo, con luces bajas y música suave, de esos en los que la penumbra invita a las confidencias. Elegimos una mesa apartada, y cuando el camarero trajo las copas, noté cómo Pablo, poco a poco, iba bajando la guardia.
La primera la bebió rápido, quizá para relajarse. Con la segunda ya se notaba más suelto, aunque seguía esforzándose por mantener la compostura. Yo lo miraba fijamente cada vez que hablaba, y él intentaba devolverme la mirada sin quedarse atrapado en la mía. El juego era evidente: yo lo tentaba, él luchaba por disimular.
Enrique lo dejaba hablar, haciéndole preguntas de aquí y de allá, como si todo fuera una charla inocente. Pero yo sabía que mi marido estaba disfrutando de cada gesto, de cada silencio que Pablo no sabía cómo llenar.
—¿Y tú dónde naciste, Olivia? —preguntó, mientras jugueteaba con el vaso—. Pareces extranjera.
Me reí suavemente, llevándome la copa a los labios.
—Si me dieran un euro cada vez que me preguntan eso, podría dejar de trabajar. Nací aquí, en Bilbao. Pero mi madre es de Dinamarca.
Pablo me miró con un interés que intentaba camuflar mostrando una sonrisa cordial.
—Ya decía yo… ese pelo tan rubio y esos ojos tan claros no son muy de aquí.
Sentí cómo su mirada se detenía un instante más de lo normal en mis labios, en la piel descubierta por el vestido. Fue un segundo fugaz, apenas perceptible, pero suficiente para encenderme por dentro.
—Eso dicen… —respondí, jugando con el tallo de la copa entre mis dedos, consciente de que lo estaba provocando sin que hiciera falta una sola palabra más.
Enrique intervino entonces, con ese tono relajado que usaba para azuzar el fuego sin que pareciera que lo hacía.
—Siempre le dicen lo mismo. A mí me encanta que conserve esa mezcla… algo exótica, ¿verdad? A veces, cuando vamos a algún hotel, el recepcionista le habla en inglés.
Pablo asintió, intentando mantener la compostura. Pero en sus ojos brillaba esa chispa de deseo que ya no podía ocultar del todo.
La conversación siguió fluyendo, con anécdotas de trabajo, recuerdos de viajes, alguna risa compartida. Pero bajo esa normalidad aparente, la tensión sexual se hacía cada vez más densa, casi palpable, como si el aire del bar se hubiera cargado de electricidad.
Crucé las piernas despacio, dejando que la abertura del vestido se abriera un poco más. Fingí no darme cuenta, pero sentí el choque de su rodilla contra la mía. No se apartó.
Sonreí mientras seguía hablando de cualquier cosa banal y, sin mover apenas mi pierna, rocé la suya de nuevo, esta vez con intención. Él respiró hondo, bebió un trago largo de su copa y miró hacia otro lado, como si necesitara esconderse en la conversación con Enrique.
—¿Y cuánto tiempo más te quedarás en Bilbao? —le preguntó mi marido, haciéndose el interesado.
—Hasta… —Pablo vaciló un segundo, porque en ese mismo instante yo pasé suavemente el empeine de mi pie por su pantorrilla— mínimo un mes más.
Me contuve para no reír al ver cómo se tensaba en su silla, apretando el vaso con la mano. Intentaba mantener el tipo, pero su cuerpo lo delataba.
Yo seguía tranquila, con la copa entre las manos, hablando como si nada. Solo Enrique, que me conoce mejor que nadie, percibía lo que estaba ocurriendo bajo la mesa. Sus ojos brillaban, disfrutando de cómo Pablo empezaba a perder el control sin entender todavía hasta dónde llegaba nuestro juego.
Cuando ya habíamos apurado las copas, Enrique propuso cambiar de sitio.
—Venga, vamos a otro bar, que aquí ya se está quedando todo demasiado tranquilo —dijo con una sonrisa.
Pablo dudó un momento, pero no opuso resistencia. Al fin y al cabo, la bebida ya le había soltado lo suficiente como para dejarse arrastrar. Caminamos los tres por las calles iluminadas del centro, hasta que entramos en un local más animado, con música, gente bailando y un ambiente cargado de energía.
Pedimos otra ronda y, al poco, Enrique se levantó para ir al servicio. Fue en ese instante cuando decidí dar un paso más.
Me acerqué a Pablo, rozando su brazo con el mío. Él estaba distraído mirando la pista de baile, quizás para evitar que sus ojos se quedaran demasiado en mí. Sonreí con picardía, apoyé mi mano sobre la suya y susurré:
—Vamos a bailar.
—¿Bailar? —preguntó, como si la palabra le hubiera tomado por sorpresa—. No… yo no sé bailar.
—No importa —le interrumpí, tirando suavemente de él hacia la pista—. Solo tienes que dejarte llevar.
No pudo negarse. En segundos lo tenía frente a mí, rodeado de cuerpos que se movían al ritmo de la música. Pegué mi cuerpo al suyo, sintiendo el calor de su pecho contra mi vestido ajustado. Moví las caderas despacio, sin darle opción de escapar, y noté cómo tragaba saliva, rígido al principio, hasta que sus manos se posaron torpemente en mi cintura.
Lo miré a los ojos, saboreando esa mezcla de culpa y deseo que lo estaba devorando.
—¿Ves? —le susurré al oído, rozando mis labios con su piel—. No es tan difícil.
Él cerró los ojos un instante, como si luchara consigo mismo, pero cuando volvió a abrirlos ya no disimulaba nada. Sus manos me apretaron un poco más contra él, y yo sonreí con la seguridad de quien sabe que la presa está a punto de rendirse.
En ese momento vi, de reojo, cómo Enrique salía del baño. Nos observaba desde la distancia, con calma, con una media sonrisa que me encendió todavía más.
Me giré un poco hacia mi marido, sin soltar a Pablo, y le lancé una mirada traviesa, como pidiéndole permiso para seguir jugando. Enrique levantó la copa que traía en la mano y me guiñó un ojo. Ese gesto me recorrió el cuerpo como un chispazo de electricidad.
Aproveché el momento: subí mis brazos alrededor del cuello de Pablo, apretando mis pechos contra él mientras movía las caderas en un vaivén lento, insinuante. Su respiración se aceleró, y yo sentí cómo su resistencia se resquebrajaba.
—Bailas mejor de lo que dices… —le susurré al oído, dejando que mis labios rozaran su piel.
Él cerró los ojos un instante, y al abrirlos se encontró con la mirada fija de Enrique desde la barra. Se tensó, como si temiera haber sido descubierto.
Pero Enrique no apartó la mirada, al contrario: sonrió con serenidad, dio un sorbo a su copa y asintió despacio, como animándole a seguir.
Pablo se quedó helado unos segundos, confundido, sin saber si lo que estaba viendo era real o una ilusión provocada por las copas. Yo aproveché ese instante de duda para pegarme aún más a él, dejando claro que aquello no era un malentendido, que todo estaba permitido.
Su cuerpo reaccionó antes que su cabeza: sus manos me aferraron con más fuerza, como si necesitara asegurarse de que yo estaba realmente ahí, ofreciéndome. Y cuando nuestras miradas se cruzaron de nuevo, ya no vi al marido ejemplar ni al padre nostálgico… vi al hombre a punto de rendirse a un deseo que no podía detener.
Lo miré fijo a los ojos, y sin darle tiempo a pensar, me lancé sobre su boca. Lo besé con hambre, obscenamente, con la lengua invadiendo la suya, sin dejarle respirar. Él gimió contra mis labios, sorprendido al principio, pero en cuestión de segundos me devolvió el beso con la misma desesperación, como si llevase meses esperando aquel instante.
Mi lengua jugaba con la suya, mis labios lo devoraban sin pudor y mis manos se aferraban a su nuca, obligándole a hundirse más en mí. Sentía su cuerpo rígido de excitación, su respiración agitada, la lucha entre la culpa y el placer perdiéndose en cada segundo de aquel beso prohibido.
De reojo, alcancé a ver a Enrique, observándonos con absoluta calma. No parecía celoso ni incómodo: al contrario, disfrutaba, bebiendo un trago de su copa, con los ojos encendidos de morbo mientras yo me comía la boca con su amigo.
Me excitó aún más saber que mi marido lo estaba viendo todo, que el beso era tan obsceno y descarado como para que cualquiera alrededor entendiera que aquello no era solo un baile inocente. Abrí más la boca, le mordí el labio y hundí mis dedos en su pelo, dejando claro que Pablo ya estaba dentro del juego, aunque todavía no lo entendiera del todo.
Me aparté despacio, jugueteando con el borde de su camisa, y murmuré:
—¿Sabes qué? Creo que necesitamos una última copa… pero en un sitio más tranquilo.
Pablo frunció el ceño, inseguro, todavía intentando recuperar el control.
—¿En… en otro bar? —preguntó, con voz entrecortada.
Negué suavemente con la cabeza, sonriendo con descaro.
—No, en mi casa. Así estaremos más a gusto.
Su respiración se aceleró, como si las palabras le hubieran golpeado de lleno en el pecho. Movió los labios, buscó una excusa, pero no encontró ninguna.
En ese momento regresó Enrique, apoyando una mano en su hombro con toda naturalidad.
—¿Qué? ¿Besa bien mi mujer?
Pablo se quedó mudo, mirándome a mí primero, luego a mi marido, sin saber si aquello era una broma. La confusión brillaba en sus ojos, mezclada con un deseo que ya no podía esconder.
—Yo… no… —balbuceó, pero sus ojos lo delataban: brillaban con un deseo que ya no podía disimular.
Yo le acaricié la nuca con calma, obligándole a mirarme de nuevo.
—No te pongas nervioso… —le susurré con dulzura venenosa, sin apartar mi boca de la suya—. Enrique y yo llevamos tiempo hablándolo…
Pablo parpadeó, confundido, y se puso a la defensiva.
—No entiendo a qué te refieres…
Sonreí, ladeando la cabeza, acariciando con un dedo su labio húmedo por nuestro beso.
—A él le gustaría verme con otro hombre. Es… nuestra fantasía. Algo de lo que hemos hablado tantas veces en la cama, pero que por miedo siempre hemos ido posponiendo.
Él me miraba como si no pudiera creer lo que escuchaba, y yo aproveché ese instante para rozar de nuevo sus labios con los míos. Mi voz bajó todavía más, en un susurro cargado de malicia.
—Y cuando te vi la primera vez, supe que serías el candidato perfecto.
—¿Yo? —dijo incrédulo, casi en un murmullo, con la mirada saltando de mis ojos a los de Enrique.
—Solo si a ti te apetece, claro —rematé, y sin esperar respuesta lo besé de nuevo, más despacio, más profundo, esta vez con Enrique a nuestro lado.
Sentí cómo Pablo se tensaba al principio, la mente luchando contra el cuerpo, pero en segundos ya me respondía con hambre, atrapado entre mi lengua y la presencia de mi marido observándolo todo.
Al separarnos, apoyé mi frente contra la suya, dejándole sentir mi aliento entrecortado. Enrique, con absoluta calma, dio un sorbo a su copa y habló por primera vez con voz firme y tranquila.
—No tienes por qué decidir ahora… pero si quieres, podemos seguir en casa.
Aceptó venir con nosotros, aunque todavía parecía incrédulo. Caminamos hasta el coche, y cuando Enrique abrió las puertas, fui yo misma quien decidió cómo colocarnos.
—Tú delante, cariño —le dije a mi marido con una sonrisa pícara—. Yo me voy atrás con nuestro invitado.
Enrique no puso ninguna objeción; al contrario, disfrutaba viendo cómo yo tomaba las riendas.
Nada más arrancar, me acerqué a Pablo en el asiento trasero. El silencio de la ciudad de noche se mezclaba con el rugido bajo del motor, pero lo único que escuchaba era su respiración acelerada. Le tomé la cara entre las manos y lo besé con hambre, sin dejarle pensar más. Su lengua entró en la mía con urgencia, mientras mis uñas se clavaban en su cuello.
—Joder… —murmuró contra mis labios, con la voz rota.
Me subí sobre él, a horcajadas, con el vestido subiéndose hasta la cintura. Enrique miraba por el retrovisor, conduciendo despacio, con una calma casi obscena, como si disfrutara de cada gemido ahogado que escapaba de mi garganta.
Pablo ya no podía contenerse. Sus manos me subieron por los muslos, hasta apretarme el culo con fuerza. Yo me frotaba contra su erección, notando cómo crecía dura bajo sus pantalones.
—¿Ves cómo sí? —le susurré al oído, mordiéndole el lóbulo—. Vas a follarte a la mujer de tu amigo… y a él le encanta.
Su respiración era fuego en mi cuello. Yo me moví más fuerte sobre él, sintiendo su polla dura atrapada en la ropa, rozándome justo donde más lo necesitaba.
No aguanté más. Deslicé mi mano entre nosotros, desabroché su cinturón y bajé la cremallera con rapidez. Su polla saltó libre, gruesa, caliente, latiendo contra mi palma. Me mordí el labio, lo miré fijo a los ojos y sonreí con malicia.
—Quiero probarte antes de montarte como una perra… —le dije, bajando lentamente por su torso.
Me deslicé hacia abajo, desesperada por saborearlo, hasta quedar de rodillas en el asiento trasero. Lo agarré con fuerza y me lo metí en la boca de golpe, tragándomelo con un gemido hambriento. Pablo echó la cabeza hacia atrás, gimiendo tan alto que Enrique sonrió desde el asiento delantero.
Lo chupaba con ansia, recorriéndolo de raíz a la punta, dejándome llevar por el sabor a macho. Mis labios se deslizaban húmedos, mi lengua lo recorría entera, mientras una de mis manos jugaba con sus huevos y la otra me levantaba el vestido, mostrándole al retrovisor lo mojada que estaba.
—Mírala, Enrique… —alcanzó a gemir Pablo entre jadeos—. Tu mujer me está comiendo la polla…
Le sonreí con la boca llena, tragándomelo más hondo todavía, hasta hacerle perder la compostura.
Enrique, sin apartar la vista del retrovisor, sonrió satisfecho y contestó con una calma que me erizó la piel:
—Lo sé, Pablo… y está preciosa haciéndolo. ¿A que la chupa como una puta?
Pablo apretó los dientes, gimiendo todavía más fuerte. Yo gemí también, sacándome su polla de la boca solo para relamerla de nuevo, mirándolo fijamente antes de volver a metérmela entera hasta la garganta.
—Joder… —soltó, temblando, mientras Enrique volvía a reírse bajito, disfrutando de su amigo perdido en mí.
Entonces lo solté despacio, con un hilo de saliva uniendo mi boca a su polla palpitante.
—Cariño… no aguanto más… voy a follarme a tu amigo —lo dije como si necesitara su permiso, con la respiración entrecortada y los ojos ardiendo de deseo.
Enrique sonrió, tranquilo, conduciendo como si no pasara nada.
—Hazlo, amor… quiero verte rebotar sobre su polla hasta que grites mi nombre.
Pablo gimió, incrédulo, pero excitado hasta la médula.
—Joder, Enrique… ¿de verdad…? —balbuceó, mientras me miraba con los pantalones bajados, la verga dura palpitando—. Voy a follarme a tu mujer.
Me reí y acomodé el vestido hasta la cintura. Con un movimiento lento, me quité las bragas empapadas y las dejé caer en el suelo del coche. El aire frío me recorrió el sexo, húmedo y abierto, mientras me acomodaba de nuevo sobre sus piernas.
Me coloqué a horcajadas sobre él, sujetando su polla caliente contra mi entrada. Lo miré a los ojos, lo besé con hambre y luego me dejé caer de golpe.
El coche se llenó de un gemido brutal: el suyo, el mío, mezclados, retumbando en el espacio reducido. Su polla me abrió entera, hasta el fondo, de una embestida, y yo me arqueé hacia atrás, clavando las uñas en sus hombros.
—¡Dios…! ¡Qué buena estás! —gruñó Pablo, con los dientes apretados.
—Así me gusta verte, Olivia —me decía Enrique desde el asiento delantero, mirándonos por el retrovisor—. Haz que me sienta orgulloso de ti.
Y yo obedecí. Me moví arriba y abajo, lenta al principio, saboreando cada centímetro que me llenaba, hasta que no pude más y empecé a cabalgarlo con violencia. El sonido húmedo de mi coño chocando contra su polla llenaba el coche, mezclado con mis jadeos y los gemidos ahogados de Pablo.
Me aferraba a su cuello, mordía su boca, me restregaba como una desesperada, mientras Enrique conducía tranquilo, con una sonrisa obscena, disfrutando de cómo su mujer se follaba a su amigo delante de sus ojos.
Me movía sobre él como una posesa, con las uñas marcando su piel y los pechos rebotando bajo el vestido. Pablo ya no intentaba disimular nada: me agarraba el culo con ambas manos, empujándome hacia abajo, clavándome su polla más hondo en cada embestida.
—¡Dios, Enrique…! —gruñó entre jadeos, con los ojos desorbitados—. ¡Tu mujer me está follando como una puta!
—Sí… —gemí, arqueando la espalda, sudando, sintiendo cómo la corrida me hervía por dentro—. Me encanta sentir cómo me revientas…
Pablo embistió con desesperación, su verga palpitando dentro de mí, y entonces lo sentí: la oleada ardiente de su semen inundándome, a borbotones, profundo, sin freno.
Ese calor fue suficiente para arrastrarme con él. Me corrí sobre su polla, temblando, gritando, las piernas rígidas, el cuerpo sacudido por espasmos mientras lo exprimía con mi coño, empapando sus muslos con mi flujo.
—¡Joder, qué gusto! —rugió él, abrazándome con fuerza, aún derramándose dentro de mí.
Yo me quedé jadeando sobre su pecho, con el vestido arrugado y el sexo chorreando, con la sonrisa desbordada de quien ha tocado el cielo con las manos.
Enrique, sin apartar los ojos del retrovisor, se lamió los labios con placer y sentenció.
—Así… justo así lo imaginaba —mintió, fingiendo sorpresa, aunque en realidad me había visto cabalgar a otros muchas veces.
Enrique sonrió, sin apartar los ojos de la carretera.
—Estoy deseando llegar a casa —afirmó con voz grave, cargada de promesa.
El motor rugió, la ciudad pasaba borrosa por las ventanillas, y yo, con la polla aún enterrada en mí, cerré los ojos saboreando la promesa de lo que sucedería al cruzar la puerta de casa.
Deva Nandiny
Fin
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Comentarios
Madre mía, Olivia… releyendo el relato y aún estoy con la polla dura. Esa imagen tuya a horcajadas en el asiento trasero mientras Enrique os miraba por el retrovisor no se me va de la cabeza. Qué pedazo de morbo…
Lo he leído con una copa de vino en la mano y me he sentido ahí con vosotros. Me encanta cómo cuentas los detalles de Pablo, lo de la esposa y las hijas… lo hace aún más prohibido. Me has hecho mojarme sin darme cuenta.
Qué cabrona estás hecha 😈. Solo imaginarte tragándotela en el coche mientras tu marido sonreía me ha hecho correrme. Ojalá algún día tener a una mujer tan puta y a un marido tan cornudo como Enrique
Me pongo en la piel de Pablo y tiemblo. Esa mezcla de culpa y deseo… uff, me ha encantado. Y tú disfrutando de cada segundo. Gracias por compartirlo, necesito la segunda parte YA.
Te digo la verdad: estaba leyendo en el móvil y he tenido que parar a medio relato para hacerme una paja. Y lo peor es que al terminar lo he vuelto a abrir desde el principio. Es imposible no correrse contigo.
No me esperaba que acabara tan bestia en el coche. Sentí como si lo viviera contigo, cada gemido, cada mirada por el retrovisor… Qué maldita envidia.
Que potorrazo tiene que tener, zorra. Te he visto alguna vez por Neguri... lástima que en sea un cortado
Es de tontos tener una mujer como tu y darsela a otros para que la disfruten, no entiendo como puede haber tios asi. sera que son impotentes
Mi marido me lo lleva pidiendo desde hace dos años, cuando en unas vacaciones me vio hablando con dos chicos jovenes en la playa... no pasó nada, pero desde entonces fantasemos con ello. Estoy esperando a hacerlo cornudo, pero en el fondo me da miedo que lo pase mal
Cada vez que publicas algo, tengo que leerlo con la mano metida en los pantalones. Hoy he acabado corriéndome contra la pantalla del móvil mientras te imaginaba cabalgando a Pablo en el coche. Qué puta maravilla de relato
He leído cientos de relatos eróticos, pero lo tuyo es distinto: haces que sienta que estás contándome un secreto, algo real, prohibido. Estoy empapada, de verdad
Hay un cornudo en el retrovisor… ese título ya me puso cachondo. Pero después de leerte, estoy convencido de que eres la mujer más peligrosa de España
lo más vestia de todo es pensar en Enrique conduciendo tan tranquilo mientras su mujer se la tragaba a su colega detras. Que pedazo de cornudoy encima disfrutando. Me flipa
Enrique es el típico que pone cara de macho delante de sus amigos, pero en realidad es el mayor cornudo de Bilbao 😂. Seguro que se la cascó luego en el baño pensando en lo que vio
Qué cabrona eres, en serio. No solo te follas a otro, sino que encima lo haces delante de tu marido. Eso no es amor, eso es aprovecharse de un cornudo que no sabe decirte que no. No obstante estas muy buena y yo tambien te follaria
Qué puta más deliciosa eres. Me pones durísimo contando cada detalle. Estoy leyendo esto con la polla en la mano y no pienso parar hasta correrme encima del teclado
Hola, cariño. Quería decirte que la escena del coche me pareció de cine. El detalle de Enrique mirando por el retrovisor es un recurso narrativo potentísimo: no solo es voyerismo, es control, complicidad y humillación todo a la vez.
Me encantó que usaras frases cortas y directas en los momentos de más acción (“me lo metí en la boca de golpe”, “me dejé caer sobre él”). Esos cortes transmiten velocidad, urgencia, y ponen al lector al mismo ritmo que los personajes
Me encantó cómo lo cuentas. Yo viví algo parecido hace años: mi novia me la chupó en el asiento de atrás mientras mi colega conducía. Él no era cornudo como Enrique, pero cuando me pilló por el retrovisor casi se estampa. Desde entonces no puedo leer un relato como el tuyo sin ponerme duro