
Como todo, llegó el fin de este relato 100% real, donde os he contado mi fin de semana en el sur de Francia; espero que te haya gustado. Besitos.
Parte IX Final
Me dejé caer sobre la cama, exhausta. Isabel se acurrucó a mi lado. Philippe nos cubrió con una sábana y se quedó mirándonos. Con la ternura casi patriarcal de un buen maître.
Cuando desperté, poco tiempo después, solo se oía nuestra respiración entrecortada y el golpeteo lejano de la lluvia contra los cristales. Philippe se levantó sin decir nada. Caminó hasta el armario, lo abrió y señaló con un gesto.
—Isabel, trae la maleta negra.
Ella obedeció al instante. Aún desnuda, se levantó con lentitud, las piernas temblorosas, el cuerpo brillante de sudor y de mí. Caminó hacia el armario y sacó la maleta. Era alargada, de cuero curtido, con herrajes metálicos en los bordes. Al ponerla sobre la cama, se notó el peso contenido en su interior. Philippe la abrió.
Dentro, todo estaba ordenado con precisión casi quirúrgica: cuerdas de cáñamo, mordazas, pinzas de presión, un collar ancho de cuero, plugs anales de diferentes tamaños, esposas de acero, una fusta corta, bolas chinas, látigos trenzados, un bastón de bambú, dos dildos de diferentes texturas, un arnés negro con hebillas y un antifaz de seda. Isabel lo miró todo con los ojos abiertos de deseo.
Philippe no la miró a ella. Me miró a mí.
—¿Recuerdas, Amberes? —preguntó, con esa voz suya, que no necesitaba subir el tono para dominar una habitación.
Mi estómago se tensó. Sentí la humedad entre las piernas, activarse, no por el recuerdo exacto, sino por la forma en que lo evocaba.
—La noche del seis de picas —respondí, sin apartar la mirada—. Aún conservo esa carta como recuerdo. La enmarqué. Está colgada en la habitación de invitados.
Asintió despacio, como quien confirma un rito compartido.

—Los viejos fetiches hay que conservarlos… —murmuró, casi con ternura perversa—. Nunca olvidaré cómo entraste en el salón rojo. Solo con una máscara veneciana y unas botas altas hasta el muslo. La piel desnuda, el andar sereno. Te ofreciste atada, con la espalda arqueada y las piernas abiertas. Recuerdo tus grandes pechos marcados con cuerda japonesa. Como una diosa pagana presentándose a su propio sacrificio.
Se acercó a la cama mientras hablaba, con esa forma suya de ocupar el espacio: sin apuro, pero con todo el peso del dominio.
—Todos pensaron que no durarías ni media hora. Que eras otra novata jugando a la sumisión. Que enseguida gritarías la palabra de seguridad para que yo te desatara. Pero los hiciste correr a todos. Dos hombres dentro de ti. Cuatro turnándose en tu boca. No pediste descanso. Solo te abrías más.
Sonreí. El recuerdo ardía con una nitidez peligrosa.
Recuerdo cuando saqué la carta de la baraja que tú sostenías encima de la barra. —El seis de picas —dije, sin apartar la mirada de tus ojos.
Tú no sonreíste. Solo asentiste con esa frialdad ceremonial que siempre me desarma.
—Seis —dijiste—. Entonces serán seis.
Y girándote hacia tus invitados, alzaste la voz como si anunciaras el comienzo de un ritual.
—Necesito seis voluntarios —dijiste—. Seis hombres que follen a Olivia esta noche. Nada más. Nada menos.
El salón enmudeció. Luego vinieron las risas nerviosas, las miradas, los murmullos cómplices. Y una multitud levantó la mano. Ninguno preguntó por qué. Ninguno lo dudó.
Yo seguía de pie, junto a la barra, con la carta aún entre los dedos. Me temblaban las piernas, pero no de miedo. Era otra cosa. Era el vértigo de saberme ofrecida delante de tanta gente. Marcada. Elegida. Como una carta en medio del mazo, distinta a todas las demás.
Tú te acercaste por detrás y me susurraste al oído:
—Esta noche no serás mía. Esta noche serás de ellos. Porque cuando vuelvas a mí, quiero que sepas la diferencia.
—Y entonces lo entendí todo. No era castigo. Era devoción.
—Me hiciste posar desnuda, sobre la alfombra frente a todos, con los seis mirándome como animales esperando su turno. El silencio en la sala era denso, expectante. Solo se oía el tintinear lejano de una copa, una respiración contenida, algún jadeo prematuro.
—Yo no aparté la vista. Ni me cubrí.
—Me arrodillé, erguida, con la espalda recta y la piel erizada de tensión. Dejé caer la prenda interior sobre el suelo con la lentitud de una ceremonia y coloqué la carta —el seis de picas— sobre mis tetas. La sostuve ahí, sin manos, con el mentón elevado y el pecho ofrecido como una ofrenda.
Como si aquella carta sellara mi promesa. Era mi número. Mi destino.
—Seis cuerpos ajenos. Seis bocas que no eran tuyas. Seis penetraciones que no me pertenecían, pero que tú habías autorizado. Doce manos sin parar de tocarme. Sesenta dedos arañándome la piel, deslizándose por cada rincón de mí como si quisieran desmembrarme con caricias. Me giraban, me abrían, me alzaban en el aire y me volvían a posar como una figura de vitrina, como una criatura sin voluntad propia… Y, sin embargo, todo era mío.
—Cada roce, cada embestida, cada aliento ajeno sobre mi piel ardiente ocurría bajo tu mirada. Porque tú estabas ahí. Sin tocarme. Sin decir una palabra. Solo mirando. Controlando. Decidiendo con los ojos cuándo podía gemir, cuándo debía abrir más las piernas, cuándo permitir que uno entrara mientras otro me lamía desde abajo.
—Una lengua en mis pechos, otra en mi cuello, otra hundiéndose entre mis nalgas. Y yo, en el centro, desbordada, tragándome los gritos para no romper el equilibrio de la escena. Porque sabía que estabas escuchando cada sonido. Cada jadeo. Cada respiración entrecortada que escapaba de mí era para ti, no para ellos.
—Se fueron corriendo por turnos. Uno detrás de otro. Pero siempre tenía una polla dentro. Siempre. Una en el coño. Otra en el culo. Y cuatro más, pasándose mi boca como si fuera una copa compartida. Entraban. Salían. Se turnaban. Se empujaban unos a otros para rozarme los labios, para sentir cómo mi lengua buscaba complacerlos a todos.
—Sus pollas eran gordas, chicas, rectas, venosas, curvadas, negras, amargas… Cada una distinta. Cada una nueva. Cada una, más invasiva. Recuerdo sus soeces comentarios: ”—Déjame ahora a mí darle un rato por el culo—". Insistía uno a otro. Todos quisieron sentirlo y probarlo.
—Me hicieron llorar. No de dolor. De intensidad. De esa mezcla de vulnerabilidad y éxtasis que solo aparece cuando ya no te queda ni un rincón que puedas llamar tuyo. Me hicieron temblar hasta que perdí la cuenta de los orgasmos. De los cuerpos. De las voces. De los nombres.
—Y aun así, yo solo pensaba en ti. En tu ausencia física. En tu presencia absoluta. Porque aunque seis hombres me follaran esa noche —me usaran, me llenaran, me abrieran por dentro—, solo tú me poseías. Solo tú, Philippe.
Philippe me sostuvo la mirada. Algo vibró en sus ojos.
—¿Te arrepientes? —preguntó Philippe, con esa voz suya que mezcla falsa compasión y auténtico control—. Entiendo que eras demasiado joven para ese tipo de experiencias.
Lo miré en silencio. No por falta de respuesta, sino porque disfrutaba ese segundo en el que él se atrevía a dudar de mí.
—¿Arrepentirme? —repetí, casi con una sonrisa—. ¿De haber sido deseada por seis hombres mientras tú me mirabas desde la penumbra como si fueras Dios?
Le sostuve la mirada. Crucé las piernas con calma, sintiendo aún la humedad del recuerdo entre ellas.
—No, Philippe. No me arrepiento. Te recuerdo que después de eso, he hecho cosa aún más depravadas.
—Aún recuerdo cómo gemías —dijo—. Como una bruja que sabía que, en aquel aquelarre, el fuego lo controlabas tú. No, ellos.
La habitación pareció encogerse. Yo sentí que volvía a estar allí, sobre esa mesa de mármol rojo, con los rostros ansiosos a mi alrededor, las manos sobre mi piel, el cuerpo abierto y temblando. Pero no de miedo. De poder. De hambre. Philippe se volvió hacia Isabel.
—Tú aún no sabes lo que es romperse de verdad —le dijo, mientras sujetaba la fusta—. Pero esta noche… empezarás a entenderlo.
Ella asintió, sin voz. Abrió los labios, pero no dijo nada. Solo se entregó.
Philippe la colocó de rodillas en el suelo. Le ató las muñecas detrás de la espalda y deslizó el antifaz de seda sobre sus ojos.
—Mírame —dijo Philippe, con su voz más grave que nunca—. Quiero que veas cómo se entrena a una puta. Que recuerdes lo que eras. Lo que sigues siendo. Solo eso. ¡Mi puta!
Sus palabras me golpearon como un eco antiguo. No con violencia, sino con la precisión de una llave que encaja en una cerradura que creía olvidada.
Me levanté. Sentí las piernas aún temblorosas. Philippe se acercó a la maleta con un gesto suave, casi ceremonioso, y sacó un arnés negro de cuero suave, perfectamente ajustable, con una base acolchada y una correa doble que abrazaba la cadera y pasaba entre los muslos. Me lo tendió sin decir nada. Lo tomé como quien recoge una reliquia.
Atarlo fue casi un ritual. Sentí el cuero fresco, ajustarse a mi piel, el peso sobre el hueso púbico, el roce íntimo de la tira central. Me apreté las hebillas con firmeza, dejando que el cuero se fundiera con mi cuerpo como una segunda piel. En el centro, la prótesis: lisa, alargada, cálida al tacto tras haberla lubricado con lentitud, sintiendo cómo cada gota deslizaba por su superficie como una promesa húmeda.
No era la primera vez que usaba un arnés con una mujer. Y muchas otras mujeres lo habían usado conmigo. Sabía, por experiencia, lo que pasaba en nosotras, las sumisas, cuando el látex se nos ataba a la cintura. Nos transformábamos. No importaba cuán dulce, sensual o entregada fuera una sumisa: bastaba con sentir ese peso en la pelvis, ese eje simbólico de poder, para que algo se activara. Una sombra antigua. Una rabia sagrada. Una conciencia salvaje que no pedía permiso.
Con el pene de látex ajustado al cuerpo, el deseo se volvía otra cosa: no ternura, no caricia, sino posesión. Como si en ese instante pasáramos de ofrecernos a tomar. De recibir a penetrar. Y yo… yo también me transformaba. Lo sentí subir desde el vientre: no era violencia, era hambre. No de destruir, sino de reclamar. De conquistar con el cuerpo lo que ya había sido entregado con la mirada. Miré a Isabel. Jadeaba contra la almohada, las manos apretadas, los muslos tensos. Era hermosa en su entrega. Pura y sucia al mismo tiempo. El tipo de mujer que, con solo mirarte desde abajo, te suplica que la rompas… pero con elegancia.
Me incliné sobre ella y la empujé con fuerza. No solo para penetrarla más profundo. Para recordarle que en ese momento, la que decidía el ritmo, el fondo y el temblor era yo. Sentí cómo su cuerpo se abría, cómo su respiración se rompía en fragmentos. Philippe observaba en silencio, el rostro entre sombras, pero los ojos brillantes como cuchillas húmedas.
—Así me gustas —susurró—. Así eres tú. Olvídate del resto. Hazla tuya. En nombre de todo lo que alguna vez fuiste… y sigues siendo.
Y yo obedecí. Aunque era cierto que en los últimos tiempos me costaba más hacerlo, poco a poco me había ido convirtiendo cada vez más dómina. Porque sí, era su puta. Pero con el arnés puesto… también era su ejecutora. Me volví hacia Philippe. No habló. Solo señaló a Isabel, que estaba de rodillas sobre la cama, con las piernas abiertas, el cuerpo en tensión, el rostro encendido de deseo y entrega. Jadeaba suavemente, como si su aliento ya supiera lo que vendría.
—Lenta —dijo Philippe—. Quiero que la sientas abrirse. Que no la penetres. Que la conquistes.
Me acerqué. Mis manos recorrieron sus caderas, sus nalgas suaves y tensas. La besé en la nuca, en los hombros. La abracé por la espalda, dejando que el arnés rozara la línea de su entrada, sin empujar, solo haciéndole sentir la forma, el peso, la intención.
—¿Estás lista, cariño? —le susurré al oído.
Ella asintió, sin palabras.
La fui guiando con la pelvis, acariciándola con el borde del arnés mientras mis manos le acariciaban los pechos, duros, erguidos, vibrantes. Cuando al fin comencé a entrar, lo hice con una lentitud casi dolorosa. Su cuerpo me recibió con un gemido largo, contenido. Cada centímetro era una confesión. Un pacto renovado. Me sentí poderosa, por el grosor y la longitud del falo; seguramente era la réplica de la polla de algún actor porno famoso.
Philippe nos observaba. Había algo sagrado en su silencio. Se desabrochó la camisa sin apuro, luego el cinturón, como si cada gesto fuera parte del espectáculo que él mismo había orquestado.
—Más profunda —indicó—. Quiero que la hagas temblar. Que no sepa si es placer o rendición.
Ajusté el ritmo. Sentí cómo el arnés me devolvía parte de su placer, como si su cuerpo transmitiera todo a través de la piel, del sudor, del gemido contenido. Isabel se aferró a las sábanas, perdida entre jadeos y estremecimientos. Su espalda arqueada, su cuello ofrecido… Todo en ella suplicaba sin palabras. Entonces Philippe se unió.
Le atizó con la fusta. Un golpe seco, preciso. La violencia justa, medida como una nota en la partitura de un virtuoso. Su cuerpo reaccionó de inmediato: un alarido corto, agudo, y un temblor que le recorrió desde los omóplatos hasta la base de la espalda.
—¿Cómo te llamabas, puta? —preguntó Philippe con una calma afilada, mientras acariciaba con la punta de la fusta sus nalgas encendidas.
—Isabel —jadeó ella, casi sin voz.
Él me miró. Sonrió con esa mezcla suya de dominio y celebración. Me indicó con un gesto que ralentizara los movimientos.
Yo obedecí. Detuve casi por completo el vaivén, dejando solo el peso del contacto, el latido del arnés latiendo contra su interior.
Philippe se inclinó, le tomó el cabello con una sola mano, firme, sin brusquedad, y levantó su rostro para que lo mirara a los ojos.
—Quiero que vengas a París conmigo y con Marie. Serán solo un par de semanas.
Isabel apenas podía contener los gemidos. Le temblaban los labios. Y no solo de placer, también de confusión.
—Me gustaría mucho… pero no puedo —susurró al fin, como si lo lamentara de verdad.
Él la mantuvo sujeta del cabello, impasible. Con la otra mano comenzó a explorarle la boca, pasando los dedos por sus labios entreabiertos, deslizándolos dentro, suavemente, como si los probara.
—No te lo estoy preguntando —dijo con una sonrisa casi dulce.
—Tengo un hijo pequeño… —balbuceó ella, como buscando amparo en una verdad que ya se sentía lejana—. Este fin de semana está con mis padres. Javier… —Se le escapó el nombre, como una idea que volvía demasiado tarde—. Mi esposo no me lo permitiría.
Philippe soltó una carcajada breve, elegante, casi tierna.
—Te sorprendería todo lo que es capaz de soportar un hombre cuando está encoñado de una diosa como tú.
La frase quedó suspendida en el aire como un decreto. Ella cerró los ojos. Y yo… yo no dejé de follarla. Supe que el destino de Isabel estaba en París; no me cabía ninguna duda. Philippe aflojó la presión sobre el cabello de Isabel, sin dejar de mirarla. Luego, con un leve gesto de su barbilla, me indicó que me apartara. Comprendí al instante. Me deslicé fuera de ella, con lentitud, dejando que su cuerpo temblara un momento más antes de caer sobre la cama, aún caliente, aún vibrando.
Me tumbé boca arriba, con el arnés aún firme contra mis caderas. Respiraba despacio, sentía la piel aún húmeda, los muslos tensos, los latidos acelerados. Cerré los ojos solo un instante, dejando que el cuerpo se abriera al siguiente movimiento.
—Ahora, tú —dijo Philippe, dirigiéndose a Isabel—. Sube. Hazla tuya. Como si lo hubieras estado esperando toda la vida.
Isabel se arrastró por la cama con esa mezcla de devoción y hambre que solo tienen las sumisas cuando se les concede
poder sin perder el control. Se colocó encima de mí, con las rodillas a ambos lados de mis caderas, y me miró. Sus ojos ya no pedían permiso.
Con una mano, tomó la base del arnés, lo alzó ligeramente y se deslizó con una precisión lenta, temblorosa, sobre él. Sus labios se separaron apenas; el rostro le cambió. No gemía: respiraba como si su cuerpo entero se abriera en ese instante.
Cuando Isabel se alzó apenas, deslizándose fuera de mí, dejó tras de sí una estela de calor, de humedad, de esa mezcla indeleble entre deseo propio y ajeno. El arnés —aún firme sobre mi pelvis— palpitaba tibio, húmedo, vivo.
Me apoyé contra los cojines, abriendo las piernas despacio, con esa seguridad que solo da el tiempo. Isabel se acomodó entre ellas. Sus manos eran suaves pero seguras. Se inclinó sobre mí y, con una reverencia muda, guio el arnés hasta encontrar el centro de mi cuerpo.
Cuando la punta lubricada de su propia excitación me rozó, no sentí solo la presión: sentí su historia. Su temperatura. Su rastro. Aquella humedad no era mía y, sin embargo, la recibí como si lo fuera. Era el eco de su placer, del fuego que yo le había encendido momentos antes. Y ahora volvía a mí… templado, transformado. La penetración fue lenta. Precisa. No había prisa, solo presencia.
Sentí cómo mi cuerpo la acogía, cómo se abría, no solo físicamente, sino también en esa otra forma de rendirse: la que ocurre cuando alguien entra en ti llevando consigo lo que tú misma le diste.
Isabel me miraba fijamente, como si no se atreviera a parpadear. Cada movimiento suyo era medido, íntimo, como si no estuviera simplemente follándome, sino recordándome quién era… y devolviéndomelo. Y yo me dejé tomar. Como una mujer que elige rendirse porque sabe que ahí, en esa entrega, reside el poder más antiguo del mundo.
Sentí el peso de ella, su calor, la fricción exacta. La miré desde abajo. El cabello le caía sobre el rostro, el torso firme, los pezones duros. Mis manos le recorrieron los muslos, subiendo hasta su cintura. No para guiarla. Solo para recordarle que era suya. Comenzó a moverse con una cadencia natural, envolvente. Como si cada vaivén fuera un rezo. Yo no me resistía. Me dejaba montar. Me dejaba follar. Philippe nos observaba en silencio. De pie. Su erección ya visible, orgullosa, como una sombra vigilante.
—Mírala bien, Olivia —dijo, acercándose al borde de la cama—. Mira lo que creaste. Lo que despertaste. Lo que merece ser venerado y castigado a la vez.
Isabel bajó el torso, sus pechos rozaron los míos. Me besó con una ternura rabiosa, con una boca que sabía a sumisión y a deseo aprendido. Su lengua buscaba la mía como si ya supiera cómo quería rendirse, pero también cómo quería llevarme al límite. Y yo… yo la dejé. Porque en ese momento, no era ni madre, ni esposa, ni tan siquiera escritora erótica. Era carne ofrecida. Era cuerpo y memoria. Era una diosa caída y adorada.
Isabel seguía moviéndose sobre mí, con una cadencia que parecía estudiada y, sin embargo, nacía del puro instinto. Cada vaivén nos entrelazaba más, y yo, tumbada bajo su cuerpo, no podía evitar sentirme habitada en muchos niveles: por el deseo, por la memoria, por la extraña ternura de esa entrega que había comenzado siendo sumisión y ya rozaba lo sagrado.
Fue entonces cuando sentí la presencia detrás de ella. Era Philippe. No dijo nada. No hacía falta. Su silencio hablaba un idioma que ambas entendíamos. El idioma del control, de la mirada que sabe exactamente cuándo y cómo intervenir. Isabel se tensó levemente, no por miedo, sino por esa electricidad que anticipa lo inevitable. Yo también lo sentí. Una sombra de expectativa, el aliento contenido de lo que está por suceder.
Philippe se colocó detrás de Isabel con precisión casi ceremonial. Una mano suya recorrió la espalda de la joven, desde la nuca hasta el final de la columna, como si estuviera leyendo un texto antiguo. Ella tembló. Su rostro descendió sobre el mío y nuestras frentes se tocaron. Cerró los ojos. Se abandonó.
—Tranquila… relájate. Te entrará mejor —susurré, mientras mis manos acariciaban sus caderas con la lentitud de quien sabe que el cuerpo también se abre con la confianza.
Isabel asintió en silencio. Su respiración aún era agitada, pero ya no temblaba por miedo, sino por anticipación. Se dejó guiar, con la frente apoyada en mi hombro, su cuerpo entregado como una flor que se abre al calor exacto. Philippe, detrás, la sostuvo con firmeza. No había brusquedad en sus gestos, solo la autoridad del que conoce cada milímetro de deseo y sabe domarlo sin romperlo. Sus dedos acariciaban la línea de su columna, como afinando un instrumento antes de tocarlo. La suavidad de su toque contrastaba con la tensión del momento, con el temblor leve que cruzaba la espalda de Isabel.
La vi cerrar los ojos, abandonarse, recibir. Un leve gemido escapó de sus labios, mezcla de sorpresa, de entrega, de un placer que no se gritaba, sino que se respiraba. Yo la sostenía entre mis brazos, la sentía vibrar, percibía cómo cada movimiento se propagaba en su interior y nos alcanzaba a todos. Estábamos entrelazados. Un triángulo de voluntad y deseo. Tres cuerpos, un solo pulso.
—Muy bien… así —susurró Philippe, mientras marcaba el ritmo con una precisión que era casi arte—. Qué culo más estrecho y caliente tiene esta perra.
Isabel se arqueó apenas, su piel contra la mía, sus uñas clavándose suavemente en mis hombros. El cuerpo de él la guiaba, pero era su voluntad la que la llevaba más lejos. Ella no era solo objeto de placer; era un canal, una voz sin palabras entre los dos. Y allí, bajo esa luz tenue, entre jadeos y silencios, descubrimos que no hay sumisión más poderosa que la que se elige… ni deseo más verdadero que el que se comparte sin reservas. Isabel jadeó, pero no perdió el ritmo. Al contrario, lo ajustó. Se convirtió en puente, en mensajera entre los dos, transmitiendo con su piel y su respiración lo que ambos le dábamos.
Yo la tomaba de la cintura. Philippe la sostenía por las caderas. Y ella se balanceaba entre los dos, entregada, conectada, transformada. No había palabras. Solo respiraciones entrecortadas, cuerpos que se reconocían en el silencio, placer que se desbordaba en oleadas contenidas. Mi espalda estaba apoyada contra el colchón, con los muslos abiertos sin pudor, con la piel aún marcada por las huellas de Isabel, por las mordidas de antes, por los dedos que me habían desbordado. Por esa polla de goma, que llevaba atada en su cintura, que no dejaba de follarme. Que no dejaba de sacarme orgasmos.
Philippe la sostenía por las caderas con una fuerza que ya no pretendía controlar. Se movía dentro del culo de Isabel, con un ritmo cada vez más urgente, como si algo en él también se estuviera rompiendo. Isabel ya no era la encantadora joven de unos minutos antes. Era un receptáculo. Un cuerpo extendido, entregado, rendido a la voluntad de un viejo sátiro, que no pedía, que tomaba. Y entonces lo sentí. El momento exacto. Ese estremecimiento que le subió por los muslos, el gruñido contenido que brotó de su garganta, la forma en que sus manos la apretaron aún más fuerte. Y luego… El calor.
Su semen llenándola por dentro. Cada contracción suya se hundía más profundo, como si quisiera dejar su nombre escrito en sus entrañas. Como si no fuera suficiente follársela: necesitaba dejar algo suyo, dentro. Algo que no pudiera limpiar. Que no pudiera olvidar. Isabel se quedó quieta, con el rostro pegado al mío, sintiendo cómo él aún temblaba detrás de ella, cómo su respiración se mezclaba con la suya.
No dijo nada. No necesitaba hacerlo. Lo sentía chorrear entre sus muslos, lento, tibio, como la prueba final de su entrega. Y por un segundo… me sentí en paz. Varias horas más tarde, la habitación aún olía a cuerpo y a licor. Isabel dormía, enroscada, como una criatura saciada, con su rostro hundido en la almohada, el cabello desordenado sobre la espalda. Philippe y yo permanecíamos despiertos. Él, sentado en la butaca junto a la cama, con una copa entre los dedos; yo, completamente desnuda, apoyada contra el cabecero, sintiendo el cuerpo aún vibrante.
—¿Quieres otra copa? —preguntó él, con ese tono bajo que usaba cuando ya no estaba seduciendo, sino recordando.
Negué con la cabeza. Me bastaba con el calor de la noche y el sabor de lo vivido aún pegado a mi lengua. Philippe me miró largo. Su voz salió más grave que de costumbre, cargada de intención.
—Siempre me fascinó lo que podías llegar a hacer cuando alguien te decía “no”.
Sonreí, con esa curva lenta que no enseña los dientes, pero sí el pasado.
—¿Y tú? —susurré—. ¿Aún recuerdas aquella noche en Lyon? Cuando fingiste que me dejabas sola en la habitación, y me seguiste a escondidas para ver cómo me ofrecía al camarero del hotel. No hiciste nada. Solo mirabas desde el balcón, con esa cara de dios antiguo… Y cuando terminé, bajaste y me dijiste al oído: “No te beso, porque aún llevas su sabor”.
Él rió. Una risa seca, contenida, más peligrosa por todo lo que no decía.
—Nunca te he besado después de otro —dijo—. Me parecía un gesto de respeto… y de castigo.
—¿Castigo? —arqueé una ceja, con una media sonrisa—. Tú mismo me entregabas a todos tus amigos en tus lujosas fiestas.
Philippe no se inmutó. Se tomó su tiempo para responder, como si saboreara la frase en su lengua antes de escupir la réplica exacta.
—Precisamente por eso —dijo al fin, sin apartar la mirada de mis ojos—. Porque quería ver hasta dónde podías llegar… sin romperte. Porque cada vez que otro te tomaba delante de mí, tú me mirabas como si siguieras siendo solo mía.
—¿Y lo era?
—Siempre. Aún lo sigues siendo, pero ese es nuestro pequeño secreto, Olivia.
No había duda en su voz. Solo certeza. Posesiva, afilada. Como si cada escena que evocaba estuviera tatuada en su memoria.
—Tú lo sabías —añadió—. Aunque te pusiera de rodillas delante de tres, aunque te dejaran marcada, usada, con los muslos temblando. Sabías que, cuando la fiesta terminaba, venías a mí. Y solo entonces te abrías del todo.
No pude evitar sentir un estremecimiento. No de frío. De recuerdo. De todo lo que esa voz aún podía moverme por dentro.
—Era humillante… —susurré, sin convicción—. Era muy joven. Me sentía tan diferente al resto de mis amigas… Ellas solo hablaban de cantantes, de las nuevas canciones de moda, de los chicos del instituto. Se reían por tonterías, coleccionaban pósters, se pasaban pintalabios en los recreos.
—Yo, en cambio, fantaseaba con ser atada. Con ser ofrecida. Con que un hombre —o varios— me miraran como tú me miraste aquella noche, Philippe: como si fuera un objeto precioso y peligroso a la vez.
—No podía hablar de ello con nadie. Ni siquiera conmigo misma. Así que sí… me sentía distinta. Aislada. Como si hubiese nacido con una perversión que no entendía del todo, pero que me guiaba como una fiebre secreta.
—Me excitaba ser humillada. No porque quisiera sufrir… sino porque, en esa humillación, se agudizaban todas mis emociones y me hacía sentir más viva que nunca.
—No eras una víctima —dijo Isabel, en voz baja, despertando.
La miré. Ella lo entendía.
—No. No lo era. Aunque me arrodillara, aunque me corriera llorando con seis desconocidos usando mi cuerpo. Me sentía como una diosa. Fue elección. Fue hambre. Fue destino.
Philippe bajó la mirada por primera vez. Y por dentro, lo supe: aún le dolía no haberme tocado aquella noche. Él se acercó, despacio, hasta que su aliento rozó mi boca.
—No —corrigió—. Era glorioso. Tú y yo no jugábamos a la humillación. Jugábamos a la exhibición. A la adoración pública. ¿O crees que no me daba cuenta de cómo brillaban tus ojos cuando todos te miraban? De cómo gemías más alto cuando sabías que había espectadores. Tú naciste para eso, Olivia. Para reinar… incluso desnuda, abierta y con las rodillas en el suelo.
Mi garganta se cerró un instante. La vergüenza y el orgullo se enredaban como amantes imposibles. Seguimos hablando durante más de una hora de nuestra vida pasada, mientras Isabel descansaba.
Unas horas más tarde, cuando el sol ya se filtraba con fuerza a través de las cortinas de lino, me deslicé fuera de la cama con cuidado. El aire olía a sudor seco y a sexo, a cuerpo vencido. Philippe dormía en el centro del colchón, boca arriba, aún desnudo, con una mano extendida hacia el lado donde antes estuvo Isabel. Su respiración era lenta, pesada, como la de un emperador agotado después de una campaña victoriosa.
Completamente desnuda. Me detuve un instante en el umbral. Lo observé. A él. A todo. A mí misma, reflejada en el espejo del armario, con el pelo revuelto, las marcas aún frescas en la piel, el cuerpo saturado de deseo satisfecho. Estaba extenuada… y más viva que nunca.
El pasillo estaba en silencio. Apenas un leve murmullo proveniente del jardín, donde algunas voces arrastraban los últimos restos de la noche. Bajé descalza, con los zapatos en la mano. En la cocina, una cafetera chisporroteaba. Y él estaba allí. Enrique.
Apoyado contra la encimera, con una taza entre las manos, vestido, pero con la camisa desabrochada. Ojeroso y con el pelo revuelto, como si no hubiera dormido. O como si el sueño no hubiera querido visitarlo.
No dijo nada al verme. Solo me miró. Yo tampoco hablé. Crucé el umbral en silencio, me acerqué, me serví una taza, estaba recién hecho. Café negro. Sin azúcar. Sin excusas.
Nos quedamos unos segundos frente a frente. Él dio un sorbo. Luego habló.
—¿Fue lo que esperabas, volver a follar con él? —su tono era duro y sin filtro.
Lo miré. Lenta. Con el peso de todo lo vivido aún en mi piel.
—Fue lo que necesitaba, para eso vinimos.
Asintió. Bajó la mirada. La giró hacia la ventana. El jardín estaba cubierto de rocío. Algún pájaro se atrevía a cantar, ignorante del desorden humano.
—¿Y ahora?
—Ahora estoy aquí. Contigo.
Él me miró de nuevo. No con ternura. Con aceptación. Con esa extraña forma de amor que conoce la oscuridad, pero aún así, elige quedarse.
Me acerqué. Lo abracé por la espalda. Apoyé la frente en su hombro. Sentí cómo su cuerpo, tenso, se rendía poco a poco.
—Estaba nervioso, ¿algo me decía que esta vez era distinto para ti?
—Sabes que siempre vuelvo a tu lado —le respondí.
Escrito por Deva Nandiny
Final
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Comentarios
Lectora literaria (Elena_Madrid84):
No es erotismo, es liturgia. Tus palabras no excitan: hipnotizan. Me has llevado de la mano al borde de lo indecible, y desde allí me he rendido como Olivia. Gracias por esta obra maestra. Escribeme por fa, quiero hablar contigo
Me corrí leyéndolo. Así, sin rodeos. La parte de los siete folladores es tan sucia y tan bella que me hizo sentir dentro del círculo. Tu forma de escribir es peligrosa. No dejes de hacerlo jamás.
Tu uso de los símbolos —la carta del seis de picas, el arnés como totem— me parece brillante. El texto roza lo místico sin abandonar lo carnal. Como lectora y escritora, te leo y aprendo.
Soy una sumisa veterana que te leo siempre. Yo he vivido algo parecido, pero nunca lo habría sabido contar así. Lo que haces es poner lenguaje donde antes solo había gemidos. Gracias, Olivia. Gracias, Deva.
¡¡La madre que me parió!! Esto no es porno. Es alta literatura con la polla tiesa. Si alguien duda que se puede escribir con belleza sobre una mujer con siete pollas dentro, que venga y lo lea.
Lloré. No por el sexo, sino por la forma en que Olivia se reconoce en su deseo. Porque todas tenemos esa oscuridad sagrada, pero tú la nombras con valentía y belleza.
Oli, soy conocido en el ambiente como el Duque Negro. Deva, acabas de escribir la mejor escena de entrenamiento BDSM que he leído en años. El momento en que Olivia le pone el arnés a Isabel me dejó sin aliento. Es elegante, brutal y absolutamente veraz.
Pensé que sería el típico relato morboso con algo de estilo. Error. Esto es una novela corta camuflada en un relato largo. La estructura, la tensión, los silencios… Tienes madera de clásica del género.
Esto debería estar prohibido. ¿Cómo puedes escribir algo tan guarro con palabras tan bonitas? Me sentí ofendido… y luego me la meneé. Vete a la mierda. Y gracias.
Hay algo de Bataille, de Sade, de Duras, pero con una voz propia. La escena final entre Isabel, Olivia y Philippe es una danza ceremonial. Qué placer leerte. Qué envidia escribes.
Te cojo contra la encimera de la cocina y te reviento, que culazo de zorra tienes, te tienen que haber metido mil pollas
quiero joderte, pedazo de puta. Me la estoy meneando ahora mismo con tus fotos
Cuando uno pensado 100% para mujeres u hombres sensibles???? con tu calidad y sensibilidad ganarías mucho target, te lo aseguro. Si te fijas... tíos como el gañán de PacoPaco solo ve tus fotos, ni siquiera sabré leer tres palabras seguidas
La autora que humedece más que la lluvia en Galicia.
Literatura con alerta por fluidos.
¿Cómo es posible que una escena con siete pollas sea más elegante que una novela de Almudena Grandes?
No sé si quiero que me folles tú, Isabel o Philippe. Pero alguien que escriba así, seguro que sabe tocar el alma.
El BDSM como no lo había leído nunca. Sin clichés, sin tópicos. Solo carne, poder, deseo y entrega. Sublime.
Esto no es para leer con pantalones puestos. Qué bien escribes, joder. Hacía tiempo que no me costaba tanto no tocarme mientras leía.
hola Olivia un final intenso, esclarecedor, excitante y morboso, pero todo ello envuelto en la magia de tu prosa, que realza mas el encuentro y la situación.
Comencé a leer literatura erótica hace unos años, pues mi fantasía es verme sometida por un macho dominante...
Me encanta como lo cuentas, con la natalidad y haciendo sobresalir lo que sentías.
Tengo 42 años y estoy casada desde hace 17 años. Mi esposo es muy buen marido, buen padre y excelente persona, pero no sabe darme lo que necesito, lo que mi naturaleza y mi espíritu de sumisa demanda.
Hace tiempo intenté hablar con él, pero solo conseguí empeorar las cosas, por eso sé que nunca podré vivir todas las fantasías (Para mí lo son) que otras mujeres vivís con plena libertad.
No sabes cuanto te envidió, por ser tan auténtica y tan libre. Tan culta, femenina y atrevida.
Gracias por todo lo que nos das, espero que no pares de escribir jamás, y que tengas el éxito que mereces. Un saludo, de una lectora que te admira mucho. Belén
Hola, me ha encantado como lo cuentas, estaba deseando que narraras algunas de estas historias, que he leído, te da a veces miedo escribir por malinterpretaciones de algún saladillo sin cerebro.
Me llamo Yolanda, ti puedes llamarme Yoli. Comencé en el mundo del BDSM hace más de un año, mi caso fu extraño, pues lo hicimos mi novio Javi y yo de la mano (Llevamos saliendo dos años yo tengo 23 y el 26 y vivimos juntos) Fue con un amigo de mi novio, un compañero de trabajo. En nuestro caso, tanto mi novio como yo somos sus sumisos y nos somete juntos. Cada vez estamos mas enganchados, cuando el viene casa sele dormir conmigo, alguna vez con mi chico, entre nosotros hay una tremenda rivalidad para complacerlo.
Cuando no está en casa, nos comportamos como una pareja normal. Un beso, amor, me encantaría poder hablar contigo y enseñarte alguna imagen de los tres, y contarte alguna experiencia. Seguro que te puede servir para alguna de tus novelas. un eso crillo