Confesiones de una esposa adúltera.

Publicado el 27 de abril de 2025, 13:58

Tanto mi familia como yo estábamos disfrutando de unas vacaciones que, a simple vista, deberían haber sido perfectas. El sol veraniego caía en la costa, abrazando el resort con su calor, mientras el murmullo de las olas rompía en el horizonte. El hotel era elegante y lujoso, pero no podía dejar de sentirme extraña. Como si algo estuviera faltando, como si estuviera atrapada en una rutina interminable.

 

Mis dos hijos correteaban alrededor de la piscina; sus risas y gritos llenaban el aire, mientras se zambullían y salían constantemente del agua, como si el mundo no tuviera más preocupaciones en esos momentos felices de la infancia. Alex, mi esposo, estaba completamente relajado en su tumbona, con un libro entre las manos y una sonrisa distraída.

 

Era el tipo de hombre que no necesitaba hacer mucho para que me sintiera a salvo. Un hombre íntegro, responsable, siempre presente, un padre y esposo amoroso. Y, sin embargo, algo dentro de mí sentía ese vacío que no sabía cómo llenar, esa necesidad de algo más, algo que ni siquiera podía comprender.

 

Mientras tomaba el sol en bikini, observaba a los niños jugar; no podía evitar pensar que mi vida estaba bien, pero estaba… incompleta. Y eso, por alguna razón, me incomodaba profundamente. La vida había tomado un ritmo predecible, y la pasión, la chispa que antes había sido la base de mi relación con Alex, parecía estar desapareciendo poco a poco. El sol quemaba mi piel, pero el calor que realmente sentía era diferente, no era el del verano. Era el calor que nacía dentro de mí, un deseo inconsciente que se estaba despertando lentamente.

 

Entonces, lo vi. Era un hombre mayor de unos sesenta y cinco años, pero su presencia era tan imponente que no necesitaba decir una palabra para llamar la atención. Su porte firme de militar retirado lo hacía parecer aún más fuerte, más dominante. Aunque sus canas dominaban completamente su cabeza y su rostro estaba marcado por los años, no podía evitar notar que había algo en su mirada que me hizo sentir un cosquilleo en el estómago. Esa mezcla de dureza, de experiencia, de seguridad, era imposible de ignorar. Y había algo más: una sonrisa cálida, genuina, que parecía invitarme a conocer más de él.

Me encontraba observándolo de forma involuntaria, como si estuviera buscando algo en él. Algo que quizás no debería estar buscando.

 

Raúl se acercó, sin prisa, con la tranquilidad que dan los años de haber vivido lo suficiente. Sin que me diera apenas cuenta, ya estaba hablando con Alex, como si nos conociera desde siempre. A pesar de su edad, Raúl se movía con la agilidad de un hombre que aún estaba acostumbrado a estar en control de todo lo que sucedía a su alrededor. Y mientras él hablaba, no pude evitar que mi mirada volviera a encontrar la suya, una y otra vez. Esos ojos, esa forma en que me observaba, como si pudiera ver dentro de mí. ¿Qué estaba buscando?

 

La conversación fluía de manera natural. Alex, por su parte, estaba completamente absorto en las historias que Raúl le contaba sobre sus años como militar, mientras yo, con los ojos fijos en mi esposo, no podía dejar de sentir cómo algo en mi interior se encendía.

 

Era extraño, casi absurdo, pero de alguna manera me sentía más viva en ese instante que en mucho tiempo. Como si la presencia de Raúl hubiera desenterrado una parte de mí que había estado dormida. La manera en que me miraba, como si me viera más allá de lo físico, hacía que me sintiera incómoda y al mismo tiempo increíblemente excitada. Y lo peor de todo era que, en lugar de apartar la mirada, la mantenía fija en él, como si esperara que me dijera algo. Algo que me sacara de la quietud en la que me encontraba atrapada.

 

Raúl, observando mi desconcierto, sonrió con suavidad. ¿Os gustaría tomar algo? —preguntó.

 

De alguna manera, esa sencilla invitación me hizo salir de mis pensamientos.

 

Claro, estaría bien. —respondí, forzando una sonrisa, al tiempo que miraba hacia mi esposo. Mi voz sonó más suave de lo que pretendía.

 

Nos dirigimos al bar que había allí mismo, junto a la piscina. Raúl, con su paso tranquilo y seguro, caminaba a mi lado. Cada paso suyo parecía resonar en el aire, como si su presencia tuviera el poder de calmar el bullicio a nuestro alrededor. Su cercanía era casi palpable, y a medida que avanzábamos, sentí un roce fugaz de su brazo contra el mío. El contacto, leve pero electrizante, me provocó una sensación extraña y cálida, que me recorrió como una corriente silenciosa. Intenté disimular mi reacción, pero el roce continuó rondando mi mente.

 

El olor de Raúl me envolvía. Un aroma fuerte y varonil, a madera y a algo más, algo que no podía identificar, pero que me hizo sentir más consciente de su proximidad. Era como si su fragancia fuera parte de él, como si llevara consigo una historia que se ocultaba detrás de cada movimiento, de cada mirada. Un perfume de hombre experimentado, que me hizo respirar profundamente sin darme cuenta.

 

Raúl rompió el silencio con su voz profunda, grave, llena de seguridad. Era como si cada palabra estuviera medida, pensada, calculada.

 

—¿Te gusta el lugar? Es tranquilo, perfecto para desconectar del estrés. —Su voz tenía algo que me hacía sentir tranquila y al mismo tiempo incómoda, un contraste que me desconcertaba. Tenía ese timbre suave pero autoritario, que no pedía permiso, sino que afirmaba. Como si, al hablar, tuviera el control de cada situación, de cada espacio que ocupaba.

 

Cada palabra parecía acariciar el aire a su alrededor, envolviéndome de una forma que no entendía bien. ¿Cómo podía ser que un hombre desconocido y tan mayor pudiera provocar en mí una mezcla de atracción y desconcierto tan intensa? Cada respiración suya, cada gesto, me dejaba una sensación que no sabía cómo manejar.

 

No podía dejar de pensar en el suave roce de su brazo contra el mío, ni en cómo su cuerpo se mantenía tan cerca, como si la distancia entre nosotros fuera solo una ilusión. Él no hacía nada para invadir mi espacio, pero su proximidad era tan natural, tan intensa, que casi podía sentir como si ya compartiéramos algo profundo, aunque fuera en completo silencio.

 

Nos sentamos en una mesa cercana a la piscina. Los niños seguían jugando, ajenos a todo lo que estaba sucediendo a su alrededor. El calor del sol y el sonido del agua fueron el telón de fondo perfecto para esa conversación cargada de algo más. Algo que no se podía nombrar, pero que estaba claramente presente entre nosotros tres.

 

—Estoy de vacaciones con mi sobrino —dijo de pronto Raúl, mientras sacaba su móvil y comenzaba a teclear un mensaje rápidamente. Sus dedos se movían con destreza, sin perder la compostura, como si estuviera acostumbrado a tener siempre el control de las situaciones. Un control sutil, sin esfuerzo.

 

Mientras hablaba, su mirada se deslizó hacia mí, como si hubiera captado la intensidad de mi atención. Fue como si sus ojos pudieran desnudarme sin tocarme, atravesando la delicada tela de mi bikini blanco con una claridad abrasadora. Un escalofrío recorrió mi espalda al darme cuenta de que lo sabía y que lo estaba disfrutando. Y lo peor de todo: mi esposo, a mi lado, nada notaba; permanecía como un tonto ajeno a la tensión que crecía entre nosotros.

 

—Yo enviudé el año pasado —continuó, mirando la pantalla del móvil sin prisa, pero con una calma que me resultó intrigante—. Y el caso es que Sergio se divorció hace unos meses. Estaba tan abatido que decidí invitarlo a pasar unos días aquí.

 

Mientras hablaba, no pude evitar notar la suavidad en su voz, el tono grave y reconfortante que parecía tener siempre en sus palabras. Me sentí atraída no solo por la historia, sino por cómo la contaba. Raúl hablaba con un aire de sabiduría y madurez que hacía que sus palabras no sonaran como simples anécdotas, sino como pequeñas confesiones que invitaban a la reflexión.

 

—¿Y cómo está Sergio ahora? —pregunté, más por cortesía que por genuina curiosidad.

 

Está… mejor —dijo, encogiéndose ligeramente de hombros. Mientras sus ojos se encontraron con los míos en un destello rápido, como si supiera que esas simples palabras podían ser el punto de partida de algo más. Algo que aún no estaba claro, pero que comenzaba a formar parte del aire que nos rodeaba.

 

La puerta del bar se abrió con un crujido suave, y Sergio entró, y su presencia llenó el espacio con una mezcla de seguridad y calma. Era un hombre de unos cuarenta años, de complexión robusta pero no imponente, con el tipo de madurez que solo el paso del tiempo puede regalar. Su cabello, ligeramente salpicado de canas en las sienes, caía con desorden controlado sobre su frente, como si no le importara demasiado su apariencia, aunque no podía evitar verse bien en su sencillez. Sus ojos, de un marrón intenso, observaban el lugar con detenimiento, como si estuviera buscando algo o alguien, pero sin prisa, como si el tiempo jugara a su favor. Vestía una camisa oscura, con las mangas remangadas hasta los codos, mostrando unos brazos tonificados por años de trabajo, y unos vaqueros que se ajustaban perfectamente a su figura, dándole un aire desenfadado, pero elegante.

 

Sergio avanzó hacia nosotros con paso firme, y aunque parecía ajeno al bullicio que rodeaba el lugar, su mirada seguía buscando algo con atención. No era un hombre de muchas palabras, pero cuando las pronunciaba, siempre cargaban un peso que pocos podían ignorar.

 

—Te presento a dos personas muy especiales; él es Alex —su voz se tornó suave—. Y esta bella dama que me acompaña es su esposa, Olivia.

 

—Mucho gusto —respondí, levantándome de la silla y dándole dos besos en las mejillas.

 

Alex, por su parte, se levantó con rapidez, estrechando la mano de Sergio con una energía juvenil que contrastaba con su seriedad.

—Encantado —respondió tan educado como siempre.

 

Raúl observó la interacción desde su rincón, casi sin interferir. Había algo en la manera en que ambos se miraban que me hizo ponerme en alerta, como si supiera que este encuentro tenía algo más que lo evidente.

 

Sergio no dejó de mirarme, intrigado. Mientras su tío permanecía atento a cada uno de mis gestos.

 

—¿Primera vez en el resort? —le preguntó Raúl a Alex, mientras su mirada se deslizaba discretamente sobre mí, una y otra vez. Noté la intensidad en esos ojos, pero no pude evitar sentirme halagada.

 

—Sí, la verdad es que necesitábamos un descanso —respondió Alex, completamente ajeno a las miradas sutiles que ambos hombres me echaban.

 

Sergio, con una sonrisa, agregó:

 

—La vida de familia puede ser agotadora, ¿no? Mis hijos ya están crecidos, pero recuerdo los días en que todo parecía correr a mil por hora. Es un placer verlos, disfrutar del sol y la piscina.

 

—¿Y tú, Sergio? —le pregunté, curiosa. —¿Qué tal te encuentras después de todo lo que has pasado? Tu tío nos ha contado que te has divorciado hace muy poco.

 

Sergio vaciló un momento, pero luego me respondió, mirando al vacío, como si buscara las palabras correctas.

 

—Pues… es complicado, Olivia. Supongo que, como cualquier final, ¿no? Un poco triste, un poco liberador… pero sobre todo, extraño. Como si una parte de mí ya no supiera dónde encajar.

 

Raúl, viendo que la conversación podía volverse algo incómoda, intervino rápidamente con una sonrisa.

 

—Vamos, no te pongas tan serio, sobrino. Estás de vacaciones. Relájate, ¿no? —dijo con tono amable.

 

Los niños irrumpieron en la escena entre risas y chapoteos, corriendo descalzos por el borde de la piscina. Se acercaron a Alex jadeando, con los rostros enrojecidos por el sol y el esfuerzo.

 

—¡Agua! —pidió el más pequeño desde la puerta del bar, con voz urgente.

 

Alex les hizo una señal con la mano, sin perder la calma.

 

—Un segundo, chicos. Ya voy —les dijo con una sonrisa paciente.

Los niños, algo impacientes, pero acostumbrados a la dinámica, se alejaron dando saltitos hacia los juegos de nuevo, gritando cosas que solo ellos entendían.

 

Alex salió del bar y caminó hacia la nevera portátil que habían llevado para la tarde en la piscina. Sacó dos botellines frescos de agua y, mientras lo hacía, llamó a nuestros hijos para que se acercaran.

 

En ese momento, la tensión en el bar creció; Raúl se acercó más a mí, como si quisiera que su presencia fuera más intensa. Lo hizo sin decir una palabra, apenas con un leve movimiento, pero su cercanía era suficiente para hacer que el aire a mi alrededor se volviera más denso, más cargado de algo que no podía nombrar.

 

Su brazo rozó levemente mi espalda, no por accidente. Fue un gesto sutil, casi imperceptible, pero lleno de intención. Mi piel se estremeció al contacto, y sentí un escalofrío recorrerme desde la nuca hasta la base de la espalda. No me moví. No dije nada. Solo respiré más hondo, tratando de recuperar el control de mi cuerpo, que parecía no querer obedecerme.

 

Miré por la cristalera donde estaba Alex, todavía ocupado con los niños, repartiendo el agua y riendo con ellos. Inocente. Ajeno. Y por primera vez en mucho tiempo, sentí culpa… mezclada con deseo.

 

En ese momento la tensión en el bar creció; Raúl se acercó más a mí, como si quisiera que su presencia fuera más intensa.

—Estás tensa —murmuró, con esa voz grave que parecía deslizarse por debajo de la piel.

 

—Solo es el calor —respondí, pero ni yo me creía la excusa. Era su cercanía lo que me ponía así.

 

Raúl me sostuvo la mirada. No necesitaba decir más. Lo que había entre nosotros estaba allí, en el aire, en los silencios, en los gestos mínimos. Me sentí expuesta, vista… y, para mi sorpresa, eso no me asustaba. Me excitaba.

 

—¿Seguro que es solo eso? —preguntó, ladeando la cabeza con una calma casi desafiante.

 

Iba a responder, a desviar el tema, cuando una sombra se proyectó sobre la mesa. Levanté la vista, y ahí estaba Sergio.

—¿Os molesta mi presencia? —preguntó con una media sonrisa.

 

—Para nada —dije con rapidez, más nerviosa de lo que habría querido. Raúl, en cambio, lo miró como si ya supiera lo que venía.

 

Sergio se arrimó a mí, permaneciendo yo sentada en medio de ambos hombres. Sus ojos, oscuros y tranquilos, se clavaron en los míos con una intensidad inesperada. No era tan directo como Raúl, pero había algo en él, una calma casi peligrosa, como si llevara una tormenta bajo la piel.

 

—Olivia me estaba contando que tiene mucho calor —dijo con absoluto descaro—. Lo que aún no me ha dicho es qué es lo que se lo provoca.

Sergio soltó una insignificante risa, casi silenciosa, como si entendiera el juego sin necesidad de entrar del todo en él.

 

—Tienes una piel preciosa —dijo Raúl, y sentí sus dedos rozar mi muslo con una suavidad inesperada, casi reverente.

 

El contacto fue ligero, pero preciso. No fue un gesto accidental. Fue una caricia firme, pausada, como quien explora algo que ya sabía que le iba a gustar. Su palma, tibia, recorría lentamente la curva de mi pierna, justo por encima de la rodilla, ascendiendo apenas, pero lo suficiente como para que mi piel se erizara.

 

Instintivamente, giré la cabeza hacia la ventana del bar. Desde ahí podía ver a Alex, todavía con los niños, jugando, completamente ajeno a lo que ocurría a escasos metros. Esa certeza me hizo sentir una mezcla de culpa y adrenalina. El peligro era real, pero también lo era el deseo que crecía en mí con una fuerza que ya no podía negar.

 

Mi respiración se volvió un poco más pesada. Mi pecho se elevaba con un ritmo distinto. Me mordí ligeramente el labio, y cuando volví a mirar al frente, sentí una segunda caricia, del otro lado. Sergio.

 

Su mano, enorme y cálida, se posó en mi otro muslo. No subió, no bajó. Solo se quedó allí, presionando con firmeza, como si su sola presencia bastara para que mi cuerpo reaccionara. Y lo hizo.

 

Un escalofrío me recorrió la espalda. Mis muslos se tensaron, como si una corriente eléctrica los atravesara. La boca se me secó y el calor se concentró en mi vientre, en ese punto exacto donde el deseo se despierta sin pedir permiso. Sergio se inclinó apenas, posando sus labios cerca de mi oído.

 

—Estás temblando, Olivia —susurró, con una voz tan baja que sentí más que escuché—. ¿Te gusta cómo te hacemos sentir?

 

Cerré los ojos durante un segundo. No sabía qué responder. No podía mentir, pero tampoco podía decir la verdad. No, allí. No, así. Y, sin embargo...

 

—Esto… no debería estar pasando —dije, en voz baja, con un hilo de voz que apenas lograba sostener. Mi marido y mis hijos están ahí…

 

Pero no aparté sus manos.

 

Raúl apretó, con más intención, su pulgar, dibujando un lento semicírculo sobre mi piel.

 

—Pero está pasando —dijo, sin perder la calma.

 

Era cierto. Estaba pasando. Y lo peor, o lo mejor, era que yo no quería que parara.

 

Sentía mi piel viva, consciente de cada centímetro que sus dedos tocaban. Notaba cómo la humedad crecía entre mis piernas, tibia e inesperada. Cómo mis pezones se endurecían bajo la tela del bikini. Cómo el rubor subía a mis mejillas, y cómo una parte de mí, muy dentro, se rendía a lo inevitable.

 

Nunca antes me habían tocado así. No al mismo tiempo, estando mi esposo tan cerca. Y jamás me había sentido tan deseada, tan observada, tan femenina. Tan peligrosa. Tan adúltera.

 

Las manos de Raúl y Sergio se volvieron más decididas. Ya no era solo un roce casual, sino una caricia firme e intencionada. Raúl dejó que su mano subiera lentamente por el muslo, trazando el borde del bikini con sus dedos, apenas rozando la tela, mientras su pulgar acariciaba el interior de mi pierna con un ritmo lento que me hizo arquear apenas la espalda.

 

Sentía cómo mi cuerpo respondía sin pedir permiso. Mi aliento se volvía más irregular, dejando mis labios entreabiertos, con mis piernas apenas separadas, como si mi cuerpo estuviera traicionando cada argumento racional que me quedaba.

 

Sergio, por su parte, deslizó su mano por el otro muslo, pero luego se acercó más, con su boca muy casi pegada a la mía.

 

—Estás hermosa, así —dijo con voz grave, mirándome con una intensidad que me encendió aún más—. ¿Sabes lo que se me antoja hacerte ahora mismo, Olivia?

 

Sus palabras fueron como gasolina al fuego. Y sin pensarlo, mi mano fue a apoyarse sobre su muslo, como buscando equilibrio, o como devolviendo el gesto. Raúl se inclinó desde el otro lado; sus labios rozaron mi hombro desnudo. No era un beso, era un roce tibio, casi una promesa. Cerré los ojos. El mundo se volvió un susurro lejano.

 

Estaba atrapada entre dos hombres, ambos deseándome, tocándome, y yo… yo deseando no parar.

 

Mi cuerpo ardía, y lo sabía. La humedad entre mis piernas ya era innegable. El pulso me latía en las sienes, en el cuello, en el centro de mi pecho. Mis pezones, duros y sensibles, me dolían con cada respiración. Y entonces, justo cuando Sergio se inclinó como si fuera a besarme…

 

—¡Cariño, los niños tienen hambre, es la hora de la merienda! —La voz de Alex irrumpió como un rayo.

 

Todo se congeló. Raúl y Sergio se apartaron casi al unísono, con la precisión de hombres entrenados a ocultar intenciones. Las manos desaparecieron de mis muslos como si nunca hubieran estado allí. Yo me incorporé con brusquedad, con el rostro encendido y con la respiración aún agitada.

 

Alex se acercó con una sonrisa despreocupada, sosteniendo una cerveza fría en la mano.

 

Yo asentí, intentando componerme. Pero mis piernas temblaban, mi corazón aún golpeaba fuerte y el eco de esas manos sobre mi piel no se iba. Sabía que algo se había roto. O tal vez… que algo acababa de comenzar.

 

Salimos del bar como si nada hubiera pasado. Tomé la mano de mi esposo con necesidad, como si fuera lo más lógico del mundo, como si esa cercanía no fuera una transgresión. Caminaba a su lado en dirección a la piscina, fingiendo tranquilidad, pero cada paso me recordaba que no era la misma. Sentía la piel ardiendo, no por el sol, sino por el eco de las caricias clandestinas. Entre mis muslos, podía sentir el leve roce de la braga húmeda del bikini como una tortura deliciosa, un recordatorio persistente del deseo que se había encendido minutos antes, pero no se había apagado del todo.

 

Disimulaba. Caminaba erguida, elegante, con el rostro sereno, pero por dentro ardía. Mis piernas temblaban levemente. El aire sabía diferente, más denso y más íntimo. Mi cuerpo, aún tibio por los toques furtivos, estaba en vilo. Cada sensación se multiplicaba. En mi cuerpo. La brisa, el murmullo del agua, los gritos felices de mis hijos, todo parecía lejano, como si se estuviera emitiendo en otra frecuencia.

 

Y, sin embargo, cuando vi a mis hijos correr hacia mí, sentí algo que me desarmó por dentro. La culpa. El amor. Me sentía rota en dos: la mujer ávida de placer prohibido y la madre que debía ser un faro de rectitud. «¿Cómo coexistían estas dos versiones de mí sin destruirse mutuamente, sin contaminar mi amor por mis hijos con esta culpa punzante?». El contraste brutal entre lo que acababa de vivir y lo que representaban ellos: inocencia, hogar, rutina. Los abracé con fuerza, casi como si quisiera borrar lo que acababa de pasar. Pero era inútil. Nada se había consumado, y aun así, algo dentro de mí ya había cruzado una línea.

Más tarde, mientras nuestros hijos veían un rato la televisión en su habitación, Alex me folló en la ducha; traté de centrarme en él. En su piel conocida, en sus besos suaves. Cerré los ojos y me dejé llevar, pero la verdad me sorprendió: en mi mente no estaba Alex. Estaban Raúl y Sergio apartados mirando. El recuerdo de sus manos en mis muslos, el calor de su cuerpo junto al mío. Fue como una sombra luminosa que se filtró entre mis morbosos pensamientos y me encendió al máximo. Me moví con más pasión de la habitual, pero respiré con fuerza, deseando que mi esposo no notara la diferencia.

 

Cuando terminé, exhausta y confundida, me recosté a su lado sin decir palabra. Pensé que eso era todo. Que no habría más consecuencias. Que había sido un momento de locura, que no volvería a repetirse.

 

Hasta esa noche, ya cuando nuestros hijos dormían y bajamos al pub a tomar una copa, un camarero tocó suavemente mi hombro cuando regresaba del servicio.

 

—Disculpe, señora, un par de caballeros me dieron esto para usted…

 

El joven apenas me miró y me extendió algo con disimulo: una servilleta doblada. Lo cogí con cautela, observando a mi esposo esperando mi regreso en la barra. Sin una palabra, se dio la vuelta y desapareció en el pasillo silencioso. Desplegué el papel con manos temblorosas.

 

“Habitación 445”.

 

Se me heló el corazón. ¿Qué pensaban de mí? ¿Qué clase de mujer creían que era? ¿Una fácil? ¿Una que se dejaba tocar y luego iba, obediente, a una cita en la noche? Me sentí herida, furiosa. Pero no por ellos. Por mí misma. Porque lo peor… lo peor era que, mientras leía esa nota, mi cuerpo ya había empezado a reaccionar. Y eso, eso era lo más desconcertante de todo.

 

 

 

Era cierto que un rato antes, mientras me arreglaba frente al espejo para bajar al pub con Alex, mi mente había volado… inevitablemente, hacia ellos. Raúl y Sergio. Dos desconocidos. Dos presencias recientes en mi vida que, sin embargo, habían logrado remover cosas que ni yo sabía que estaban ahí, escondidas, dormidas… necesitadas.

 

Me miré en el espejo, intentando reconocerme. Llevaba un vestido rojo. Tan corto, que al caminar, si estiraba mucho la pierna, se insinuaba la blonda de mis medias negras. Pero al mismo tiempo era elegante, de esos que te abrazan el cuerpo como si supieran exactamente dónde apretar. Fino escote en V, tirantes delgados, espalda descubierta. Lo elegí porque quería sentirme guapa. Poderosa. Radiante. Pero también… porque, de algún modo, quería que me miraran. Y sabía que me mirarían.

 

Mientras me deslizaba el lápiz de labios por la boca, un suspiro se escapó sin permiso. Era como si una parte de mí estuviera viva de nuevo. Y no, no era solo por el vestido, ni por la cena con mi esposo. Era por la sensación que me dejaron ellos… la manera en que sus miradas me habían recorrido como caricias disfrazadas de cortesía. Y lo peor… o lo mejor, es que me había gustado.

 

Las dos noches anteriores, después de que nuestros hijos se durmieran, habíamos ido a beber una copa, con la promesa responsable de que estaríamos solo una media hora.

 

Bajé al pub de la mano de Alex, sonriendo con esa expresión que no se entrena, esa que nace cuando una mujer se sabe deseada, aunque no deba serlo. Caminé como si todo estuviera en su sitio, como si no ocurriera nada dentro de mí… mientras entre las piernas, la memoria del día me quemaba como un volcán. No era físico. Era algo más profundo. Una mezcla de culpa y placer. De peligro y fuego.

 

El pub destilaba elegancia con ese aire íntimo que solo saben recrear los lugares pensados para encuentros especiales. Las luces, de un tono ámbar suave, abrazaban la barra como si quisieran envolverla en un susurro de misterio. A los lados, mesas bajas y pequeños reservados se repartían el espacio como cómplices silenciosos de historias por contar. No había demasiada gente, lo justo para que el ambiente se sintiera exclusivo, pero en cuanto cruzamos la puerta, nuestras miradas se toparon con dos figuras inconfundibles: Sergio y su tío Raúl.

 

Ambos estaban impecables. El porte de Raúl imponía con una elegancia serena, mientras que Sergio tenía esa mezcla peligrosa de certeza y seguridad que tantas veces se vuelve irresistible. Raúl alzó la mano con una sonrisa cálida, invitándonos a acercarnos, y no pude evitar notar cómo, casi de inmediato, dos pares de ojos se deslizaron sobre mí de arriba abajo, con descaro apenas disimulado.

 

«Relájate», me susurré a mí misma, aunque el cosquilleo que recorría mi espalda era difícil de ignorar.

 

Después de los saludos cordiales, Álex, siempre atento, se ofreció a acompañar a Sergio a por las bebidas. Me quedé a solas con Raúl en uno de los rincones más discretos del local, donde la penumbra acariciaba los bordes del sofá y el ambiente parecía alentarnos a hablar más bajo, a acercarnos más de lo necesario.

 

Raúl me miró con esa sonrisa medio ladina, medio encantadora que parecía tener efecto inmediato sobre mi autocontrol.

Estás simplemente espectacular, Olivia —dijo, sin rodeos, con esa voz grave que manejaba como un arma letal—. Creí que nada podía superar cómo te veías esta tarde con ese bikini blanco... pero ahora, viéndote así, tengo claro que el rojo no solo es tu color, es tu declaración.

 

Sentí cómo mis mejillas se teñían del mismo tono que mi vestido. Fingí una timidez que hacía tiempo no sentía de verdad, aunque por dentro, mi ego danzaba satisfecho. Le agradecí con una sonrisa algo contenida, bajando la mirada apenas un segundo, lo justo para dejarle con la duda de si su comentario había tenido más efecto del que yo quería aparentar.

 

—Naciste en España, ¿verdad? —me preguntó con esa mirada que parecía querer desnudar más allá de la piel—. Aunque por tu aspecto… diría que vienes del norte de Europa. Lo digo por tu pelo rubio, tan claro, y esos ojos verdes que podrían congelar o incendiar, según te lo propongas.

 

Sonreí. Aquella observación no era nueva, me la habían hecho decenas de veces, pero en su voz sonó distinta. Más íntima. Más peligrosa.

 

—Soy tan española como la paella —respondí con una sonrisa ligera—. Aunque, sí… mi madre nació en Copenhague. Supongo que le robé los rasgos en una especie de pacto silencioso entre su sangre y la mía.

 

Raúl asintió lentamente, sin apartar la vista de mis ojos.

 

—Sangre vikinga… —murmuró, y entonces su mano se deslizó sin prisa hasta posarse en mi rodilla.

 

No dije nada. No me moví. No hice el menor gesto para apartarme. Simplemente me dejé tocar. Había algo en su contacto que no se sentía invasivo, sino estudiado, medido… como si él supiera exactamente hasta dónde llegar sin cruzar la línea, aunque ambos supiéramos que esa línea ya se estaba difuminando peligrosamente.

 

Raúl se inclinó apenas hacia mí, con ese movimiento lento y seguro que tienen los hombres que saben exactamente lo que provocan.

 

—¿Sabes? Hay algo en ti que no termino de descifrar —murmuró, con voz grave, de esas que rozan la piel sin necesidad de tocarla.

 

Lo miré de reojo hacia la barra, sin girar del todo la cabeza. No quería que Alex notara nada, pero tampoco podía evitar que mi cuerpo reaccionara ante ese tono tan íntimo.

 

—¿Ah, sí? —¿Y qué crees que es eso tan misterioso? —le seguí el juego, mientras deslizaba los dedos distraídamente por el borde de mi copa.

 

Raúl sonrió, con esa sonrisa peligrosa que podía desmontar cualquier defensa.

 

—Tu forma de mirar… como si quisieras decirlo todo y a la vez no decir nada. Como si supieras exactamente el efecto que tienes en un hombre… y lo usas con elegancia.

 

Mi corazón dio un fugaz vuelco. No porque no supiera lo que estaba insinuando, sino porque lo decía con tal calma, con tal control, que me desarmaba.

 

—¿Y tú? —le dije, bajando un poco la voz, dejando que mi tono se volviera más grave—. ¿Siempre hablas así con las mujeres casadas? Te recuerdo que mi esposo está justo ahí al lado.

 

Él rio por lo bajo, sin apartar los ojos de los míos. Intensificando la caricia sobre mi muslo.

 

—Solo con las que se visten de rojo y tienen sangre vikinga —susurró, y dejó caer la mirada un instante hacia mis piernas, cruzadas con estudiada naturalidad.

 

—Podrías meterte en problemas hablando así —le advertí, sintiendo cómo el calor subía por mi cuello—. Mi esposo es un hombre muy celoso.

 

Raúl se acercó un poco más, apenas unos centímetros, lo justo para que nuestras respiraciones se rozaran.

 

—¿Y si te dijera que no me importan los problemas... si el pecado vale la pena? No he dejado de pensar en ti, desde que te vi esta tarde en la piscina.

 

Me mordí el labio inferior, instintivamente, y justo entonces, como si el destino supiera cuándo arruinar una tensión deliciosa, llegaron Álex y Sergio con las copas.

 

—¿Qué se cuentan por aquí? —preguntó Álex, sentándose con Sergio en el sofá de enfrente de terciopelo rojo. Raúl fue rápido y apartó la mano de mi muslo, antes de que mi esposo pudiera percatarse de lo que se estaba gestando, ante sus propias narices.

 

—Nada importante —respondí, alzando la copa con una sonrisa, mientras notaba cómo Raúl, con la misma discreción de antes, dejaba que sus dedos rozaran apenas mi muslo, como un susurro que solo yo podía escuchar.

 

Y así, con copas que iban y venían, risas que disfrazaban miradas y palabras que escondían deseos, la noche continuó deprisa y divertida. Una noche que yo ya sabía que no olvidaría. Poco a poco, el alcohol fue relajando las barreras.

 

Álex, enemigo declarado de la noche y casi abstemio por naturaleza, esa noche cayó en manos de Raúl y Sergio, que se encargaron de que su copa nunca estuviera vacía. Antes de que pudiera terminar un trago, ya le tendían otro, riendo entre dientes, empujándolo a soltarse más de lo que jamás habría imaginado. El alcohol le desató una energía inusual: hablaba más de la cuenta, reía con fuerza, recordaba anécdotas que llevaba años sepultadas y brindaba una y otra vez, como si, en aquella noche desbordada, estuviéramos celebrando el mismísimo fin del mundo.

 

Sergio y Raúl lo observaban con media sonrisa. Yo también lo hacía, aunque con una mezcla de ternura y preocupación. Conocía sus tiempos, sus señales. Y vi el cambio antes que nadie. Sabía que al día siguiente el pobre tendría un dolor de cabeza horrible, pero dejé que traspasara su límite etílico.

 

De a poco, sus palabras se empezaron a arrastrar. La risa se volvió lenta. Sus ojos, antes brillantes, ahora se entrecerraban, pesados. Y su cuerpo, ese cuerpo que conocía tan bien, se dejaba caer contra el respaldo del sofá como si pesara una tonelada. Quedándose dormido.

 

—Creo que tu marido está oficialmente fuera de combate —dijo Raúl, divertido, terminando su copa. Mirándome como si le perteneciera—. Es hora de que nos divirtamos los mayores, ¿no crees?

 

Me incorporé lentamente, girando el rostro hacia él, con el pulso desbocado. Pero no hizo falta hablar.

 

Raúl me tomó del rostro con una sola mano, firme, y comenzó a besarme. Lo hizo sin pausa, sin permiso, sin vuelta atrás. Sus labios descendieron por mi mandíbula, hasta el cuello, donde depositó un beso húmedo, cargado de intención. Me estremecí. Mi cuerpo reaccionaba a su contacto como si lo conociera de antes, como si lo hubiera esperado desde hacía años.

 

Por su parte, Sergio se acercó en silencio. Sentí su presencia antes de verlo.

 

Su mano se deslizó por mi espalda, suave pero segura, y sin previo aviso, me agarró el trasero con descaro, apretándolo con una fuerza que no buscaba ternura, sino posesión. Jadeé en voz baja. El contraste entre la boca de Raúl en mi cuello y la mano de Sergio en mis caderas me provocó un vértigo embriagador. Quise decir algo, pero las palabras se deshicieron en mi garganta cuando los labios de Sergio encontraron mi piel justo detrás de la oreja.

 

Me besó ahí, donde sabía que el cuerpo pierde defensas, donde el deseo se vuelve incontrolable. Un beso lento, cálido, que me encendió por dentro. Sentí su lengua dibujar un camino que terminó en mi clavícula, y entonces fue mi turno de rendirme un poco más.

 

Raúl se inclinó hacia mí, con sus ojos fijos en los míos, con una intensidad que me hizo olvidar todo lo que no fuera él. Un ligero suspiro escapó de mis labios antes de que él los cubriera con los suyos.

 

El beso fue inmediato, salvaje, como si cada uno de nosotros supiera que este momento no tenía vuelta atrás. Su boca sobre la mía era cálida, demandante, sin ningún tipo de prisa, pero con la urgencia de algo que había estado esperando demasiado tiempo. Sus labios se apoderaron de los míos con un hambre contenida, y su lengua, experta y decidida, rozó la mía con tal fuerza que un estremecimiento recorrió todo mi cuerpo.

 

Raúl no pedía permiso. Sus manos bajaron por mis pechos hasta mi cintura, atrayéndome hacia él con una firmeza que me hizo temblar. Sentí su cuerpo pegado al mío, el calor que desprendía, su respiración entrecortada que se mezclaba con la mía… y el deseo que se desbordaba entre nosotros sin posibilidad de controlarlo.

 

Sus manos, impulsadas por el mismo deseo, se deslizaron hasta mi cuello, aferrándose a él con fuerza, atrayéndolo más. El beso continuó, profundo y húmedo, con un ritmo que parecía dictar el mismo latido de nuestros corazones. Cada roce de su lengua sobre la mía, cada presión de su cuerpo contra el mío, me hacía perder la noción del tiempo, de la realidad, de todo lo que no fuera esa necesidad incontrolable de tenerlo, de que ese momento no terminara.

 

De cuando en cuando, me obligaba a mí misma a abrir los ojos y observar a mi esposo dormido justo enfrente. Roncando, con la boca excesivamente abierta. Jamás había hecho algo parecido, arriesgándome tanto, pero estaba en un estado que no podía parar.

 

El calor aumentaba. Mientras Raúl no dejaba de morrearme y toquetearme los pechos, los labios de Sergio recorrían mis hombros y mi cuello con una suavidad que me hizo cerrar los ojos, rendida a sus caricias. Y entonces, abandonando un instante la boca de Raúl, me besé con el sobrino. Un gemido, bajo y casi inaudible, escapó de mis labios, sintiendo cómo la mano de uno de ellos ascendía por mis muslos, hasta rozar cálidamente mis bragas.

 

Estaba atrapada entre los dos. Entre el calor de Raúl y la audacia de Sergio. Entre la culpa y un placer tan intenso que me hacía olvidar incluso que estábamos en un sitio público, y que mi esposo estaba en el sofá de enfrente. Mi respiración se volvió errática. El vestido, que hasta hacía un rato me parecía elegante, ahora se sentía como un estorbo que no dejaba que sus manos tocaran mi piel como lo deseaban. Raúl volvió a acariciar mis pechos por encima de la tela, esta vez con más insistencia. Sergio no apartaba la mano de mi trasero, y en su mirada había algo salvaje, como si disfrutara, viéndome rendirme en silencio.

 

—Hagámonos una foto —dijo Raúl, alargando el brazo con el móvil en la mano y una sonrisa de lobo en la boca.

 

—Saca otra —saltó su tío, con el tono cargado de deseo contenido—, pero esta vez que Olivia nos enseñe esas preciosas tetas.

 

La propuesta no sonó ni rara ni escandalosa. A esas alturas, el alcohol, las miradas sucias y la tensión acumulada habían dinamitado cualquier atisbo de vergüenza. Me reí, provocadora, mientras deslicé los dedos por el escote, tirando de él para mostrar algo más de carne. Pero para Raúl, eso no bastaba.

 

—Eso es hacer trampas —se burló, con esa risa ronca que me recorría la columna vertebral—. Sácatelas del vestido, venga. Solo será un instante… pero quedará grabado para siempre. ¿Te atreves?

 

—¿Estás loco? —dije, fingiendo escandalizarme, aunque mis manos ya estaban en los tirantes, jugueteando, retando, provocando—. Mi marido está ahí mismo… y este sitio es un lugar público.

 

Raúl se inclinó hacia mí, rozándome la oreja con los labios, dejando escapar un susurro cargado de veneno.

 

—Al cornudo podrías mamársela en mitad del salón y ni se enteraría. Está totalmente grogui. Por otra parte, estás de espaldas a la barra; nadie podrá verte.

 

Sentí un escalofrío de excitación, recorrerme de pies a cabeza. Sabía que tenía razón. Estaba sola en manos de ellos. Y me gustaba. Me incliné hacia ellos, sin decidir a cuál me entregaría primero, con la sensación de que esa noche las reglas habían cambiado.

 

Dudé un segundo, saboreando el peligro. Podía sentir sus miradas pegadas a mi piel como una segunda ropa, cálida, impúdica, exigiéndome. Con una sonrisa desafiante, tomé los finos tirantes del vestido y, sin apartar los ojos de Raúl, los deslicé por mis hombros, lentamente, dejando que la tela cayera a medio pecho.

 

El aire frío acarició mis pezones, endureciéndolos de inmediato. Sin perder tiempo, Raúl inmortalizó el momento con un par de fotos rápidas. Pero su tío, con los ojos brillando de codicia, quería más.

 

—Se ve poco —gruñó—. Bájatelo del todo, preciosa. No seas tímida ahora.

 

Mi corazón latía como un tambor salvaje. El riesgo, la adrenalina, la sensación de estar entregándome a ellos en un acto tan descarado, me embriagaba más que el alcohol.

 

Agarré el escote con ambas manos, empujé hacia abajo… y dejé que mis pechos quedaran completamente expuestos ante sus ojos hambrientos.

 

Raúl soltó una carcajada gutural, de pura satisfacción.

 

—Joder, Olivia… —dijo, bajando la voz, como si acariciara mi nombre—. Así, así estás perfecta.

 

Se inclinó hacia adelante, como si quisiera saborearme allí mismo.

 

—Ahora saca una comiéndoselas delante del cornudo —ordenó Raúl, con autoridad—. Y esta vez, sonríe como la puta deliciosa que eres.

 

Y yo sonreí. Por ellos. Pero sobre todo por mí. Porque en el fondo, me encantaba ser exactamente eso. Miré a mi esposo, roncando como un bendito, mientras esos dos sátiros succionaban mis duros pezones en su presencia, inmortalizando el momento.

 

—Así me gusta —murmuró Raúl—. Obediente y preciosa.

 

Me sonrojé, pero no aparté la mirada. Algo en mí había cruzado una línea esa noche, y no pensaba retroceder.

 

—Tienes unas tetas que volverían loco a cualquier hombre —expresó el sobrino, guardándose el teléfono móvil en el bolsillo.

 

—Gracias —articulé sin moverme.

 

—Vuelve a subirte el vestido —ordenó Raúl en voz baja, pero autoritaria, como quien suelta una correa solo para tensarla después—. No quiero que nadie más vea lo que es nuestro.

 

La palabra nuestro me atravesó la piel como un latigazo de placer.

 

Con los dedos temblorosos, subí el vestido, cubriéndome poco a poco, sintiéndome más desnuda ahora que cuando estaba expuesta. Ellos me miraban como si ya me hubieran desnudado del todo, como si el vestido no sirviera de barrera alguna. Raúl me sujetó de la nuca con una mano firme, acercando su rostro al mío, apenas a un suspiro de distancia.

 

—Esta noche, Olivia —murmuró—, vas a aprender de verdad lo que significa pertenecer a dos hombres.

 

Sergio soltó una carcajada grave, aprobatoria, mientras brindaba al aire, celebrando de antemano lo que sabían que ya era inevitable. Y yo, entre ellos, me sentí menos dueña de mí misma que nunca. Y más viva que nunca había estado.

 

—Será mejor que lo lleve a la habitación. El pobre no está acostumbrado a beber.

 

—Tranquila, te ayudaremos. Lo subiremos nosotros —intervino Sergio.

 

Entre los dos lo levantaron. Álex murmuraba cosas ininteligibles, colgándose de los hombros de los hombres que esa noche iban a follarse irremediablemente a su esposa. Yo iba delante, abriendo camino; cuando llegamos al pasillo, presioné con ansiedad el botón del ascensor.

 

Una vez dentro, Raúl sujetó a Álex mientras yo le acomodaba la camisa. Fue entonces cuando una mano, rápida, decidida, se posó sin pedir permiso en mi trasero. Me giré de golpe y me encontré con los ojos de Sergio. Sin expresar una pizca de vergüenza. Al contrario.

 

—Llevo toda la noche deseando tocarte el culo —murmuró, tan cerca que sentí su aliento cálido sobre mi piel—. Tiene que ser maravilloso poder fallártelo.

 

Iba a decir algo, quizás fingir indignación, tal vez apartarlo… alegando que mi esposo estaba presente, pero no pude. Porque en el siguiente segundo, sus labios encontraron mi cuello, y lo besó con una lentitud peligrosa, como si el tiempo dentro del ascensor se hubiera detenido solo para nosotros. Un beso que no fue suave, ni casto. Fue húmedo, atrevido, lleno de hambre contenida.

 

Mi respiración se cortó en seco. Cerré los ojos un segundo, solo un segundo, dejando que el calor de sus cuerpos me chamuscara la piel. No lo pensé. Bajé las manos con ansia y palpé sus bultos duros, manoseándolos sobre el pantalón. Primero el sobrino, luego el tío. Después los dos al mismo tiempo.

 

Sentí sus pollas erguidas, gruesas, calientes, latiendo contra la tela, listas para mí. Las acaricié sin disimulo, apretándolas; necesitaba sentirlas, necesitaba saber que me deseaban tanto como yo los deseaba a ellos.

 

Las manoseé como una hambrienta, como si el contacto fuera ya parte del juego, como si en cualquier momento fueran a arrancarme la ropa y follarme ahí mismo.

 

Nadie dijo nada. Ni Raúl ni Sergio… Ni siquiera Álex, hundido en su borrachera, reducido a una sombra entre los dos hombres que lo llevaban.

 

Yo ya no escuchaba razones. Solo sentía. Deseaba esas pollas con una urgencia que me quemaba por dentro, y ni la presencia de mi propio marido bastaba para frenarme. Ni siquiera su cercanía. Ya no importaba. Solo se oía el zumbido sordo del ascensor subiendo, lento, como un cómplice silencioso, discreto. Un espectador mecánico de algo que no debía pasar… Pero pasó. Y ya no había vuelta atrás. Cuando las puertas se abrieron, yo ya no era la misma. Ni ellos tampoco.

 

La puerta de la habitación se abrió con un suave clic, y el aire se volvió denso, cargado de electricidad. El cuerpo de Álex cayó sobre la cama con un suspiro. De vez en cuando balbuceaba, diciendo que lo soltaran, que estaba bien. Raúl y Sergio lo acomodaron con la precisión de quienes están acostumbrados a manejar estas situaciones. Yo me quedé allí, de pie, observando. La tensión entre nosotros era palpable, un deseo latente que nos rodeaba como un perfume dulce y embriagador.

 

—Ponerlo justo de lado —añadí, temiendo que pudiera vomitar.

 

Raúl, siempre tan seguro, se acercó a mí, con sus ojos brillando con algo más que un simple deseo. Sin apartar la mirada de mis labios, me levantó el rostro con una mano, inclinándose para besarme con una intensidad que me hizo olvidar por un momento dónde estábamos. Su boca sobre la mía fue firme, posesiva, como si marcara territorio, pero también cálida, buscando una conexión más profunda que la que habíamos tenido hasta ese momento.

 

Sergio, en silencio, terminó de quitarle los zapatos a Álex y le levantó la colcha, asegurándose de que se acomodara. Sus movimientos eran suaves, casi cuidados, como si no quisiera interrumpir la atmósfera que se había creado. Pero no necesitaba hablar. La tensión lo decía todo.

 

Raúl apartó sus labios de los míos, observándome con una sonrisa de satisfacción. Sus manos se deslizaron por mi espalda, lentamente, recorriendo la tela de mi vestido, y me atrajo más hacia él. La cercanía de su cuerpo, su calor, su aroma, me hicieron olvidar todo lo demás. Quería más, mucho más.

 

—Está todo bien —dijo Raúl, con voz profunda, como si quisiera calmar las agitadas corrientes de mi respiración. Me rodeó la cintura con su brazo y me acercó a su pecho, dejándome sentir la firmeza de su cuerpo, la tensión palpable de su deseo.

 

Mis manos, sin pensarlo, se deslizaron por su pecho, acariciando la tela de su camisa, buscando algo que no sabía si estaba buscando realmente. Solo sabía que no quería que este momento terminara.

 

Sergio se acercó, con su mirada tan intensa como la de Raúl, pero con una suavidad extraña en su gesto. Me rozó la espalda con los dedos, y sentí el roce cálido de su mano contra mi piel, debajo del vestido, en un toque que no pasó desapercibido. Un escalofrío recorrió mi cuerpo.

 

Raúl, viendo lo que pasaba, no se detuvo. Su mano, que antes había estado en mi cintura, ahora se deslizaba por mis costillas, levantando mi vestido, acariciando la piel suave de mi abdomen, un roce que me hizo cerrar los ojos.

 

Álex seguía ahí, dormido, ajeno a lo que sucedía a su alrededor, mientras nosotros nos quedábamos atrapados en este juego peligroso, en esta tensión que era imposible de ignorar.

 

—No te preocupes, princesa, tu esposo está bien, solo necesita descansar un poco —dijo Raúl con voz baja, clavando sus ojos en los míos con una intensidad que me desarmó por completo—. Vámonos a mi habitación. Allí podremos hacerte disfrutar como mereces.

 

Mi risa salió espontáneamente, ligera, pero cargada de algo que no se podía esconder. La forma tan descarada y directa de Raúl me dejó sin palabras por un momento. Sin embargo, mi cuerpo ya no estaba dispuesto a disimular. La excitación se había apoderado de mí, y la tensión se había vuelto palpable, imposible de ignorar.

 

—¿Cómo lo haremos? —pregunté, con un tono deliberadamente inocente.

 

Raúl arqueó una ceja, mientras que Sergio, al escuchar mi pregunta, mostró una ligera sonrisa que me hizo sentir aún más vulnerable, como si hubiera tocado una cuerda que resonaba en el aire.

 

—¿A qué te refieres? —preguntó, sin apartar sus ojos de mí, curioso.

 

Fingí una mirada pensativa, un gesto que ocultaba mi verdadera intención, y, finalmente, decidí hablar, rompiendo el velo de la coquetería.

—Lo haré primero con uno y luego con el otro. Vosotros decidís quién me folla primero. Nunca he estado con dos hombres al mismo tiempo y creo que así me sentiré más cómoda —mentí, con la mayor naturalidad que pude, sintiendo cómo el deseo me quemaba por dentro. Mi respiración se hizo más lenta, pesada, a medida que las palabras salían de mi boca—. Llevo demasiado tiempo atada a un solo hombre, pero... esto es diferente.

 

Raúl no dijo nada al principio. Me miró con una expresión que denotaba tanto asombro como diversión, pero enseguida su mano se deslizó con suavidad por mi cintura, atrayéndome hacia él. Su contacto era firme y decidido, como si no hubiera espacio para dudas ni para arrepentimientos.

 

—Tranquila —dijo con una sonrisa que dejaba claro lo que quería—. Estamos aquí para disfrutar de la noche, los tres. Y lo haremos a nuestra manera.

 

La calidez de sus palabras y la promesa implícita de lo que estábamos a punto de hacer me llenó de una mezcla de anticipación y deseo. Raúl me guió hacia la puerta de la habitación, y mientras cruzábamos el umbral, su mano siguió sobre mi cintura, firmemente, como un recordatorio de que en ese momento todo lo demás se desvanecía.

 

Fuimos besándonos hasta su habitación, sin ser yo consciente de que Sergio venía justo detrás. Raúl me tomaba de la mano, guiándome con pasos suaves y seguros, como si ya supiera exactamente lo que iba a pasar. Mi vestido se deslizaba sobre mi cuerpo con una cadencia hipnótica, dejando al descubierto pequeños destellos de piel que encendían la imaginación de ambos hombres.

 

La habitación estaba sumida en una penumbra acogedora. Las cortinas dejaban pasar apenas la luz de una farola, tiñendo todo de un dorado tenue. En una esquina, una lámpara lanzaba sombras suaves que danzaban por las paredes. Olía a jazmín, a vino tinto y a algo más íntimo, más humano. La cama, amplia y deshecha, parecía haber estado esperando esa escena desde hacía horas.

 

Sergio cerró la puerta con un gesto lento. Sus pasos fueron silenciosos, casi felinos. Cuando levanté la vista, ya estaba cerca, observándonos con una intensidad contenida, sin decir una palabra. Me giré, y sonriéndolo con calma, le tendí la mano.

 

Fue entonces cuando todo se volvió más lento, más denso. Sergio se acercó a mí, sentí en el acto cómo sus manos rodearon mi cintura desde atrás y su boca encontró el hueco de mi cuello. Raúl seguía delante, atrapado entre mis ojos y la forma en que mi cuerpo se abandonaba con naturalidad a esa doble presencia.

 

Las caricias comenzaron a fluir entre los tres sin necesidad de instrucciones. Eran suaves al principio, como si estuviéramos escribiendo juntos una nueva lengua. Me sentí a la vez observada y deseada, contenida y liberada. Yo era la reina, era el eje, el centro. Los guiaba sin hablar, con mis gestos, con mis entrecortadas respiraciones, con la manera en que los buscaba y me ofrecía al mismo tiempo.

 

Noté cómo los finos tirantes de mi vestido comenzaban a deslizarse con lentitud por mis hombros, como si tuvieran vida propia y supieran exactamente lo que querían. La tela, suave como una caricia prohibida, resbalaba por mi piel caliente, dibujando un rastro de escalofríos a su paso. Mis pechos quedaron al descubierto, erguidos, vibrando con cada latido acelerado de mi corazón, expuestos no solo al aire, sino también al deseo que empezaba a encenderse en su mirada.

 

—Fantásticas —exclamó Raúl, con los ojos encendidos y abiertos de par en par, como si acabara de redescubrir un tesoro oculto solo para él.

 

Sin darme tiempo a reaccionar, se abalanzó sobre mí con la urgencia de quien ha contenido el deseo demasiado tiempo. Su boca encontró mis pechos como si supiera exactamente dónde debía comenzar. Lamía, besaba, mordisqueaba con una mezcla perfecta de ternura y pasión salvaje. Sentí el roce cálido y húmedo de su lengua sobre mis pezones, ya endurecidos por la excitación. Un estremecimiento me recorrió el cuerpo entero.

 

—Tienes unas tetas de primera —susurró entre jadeos, mientras las atrapaba de nuevo entre sus labios con adoración descarada.

Y en ese momento, no hubo espacio para la vergüenza. Solo piel, aliento y un deseo que no pedía permiso.

 

Sergio, mientras tanto, no se quedó atrás. Sus labios encontraron mi espalda desnuda y comenzaron a recorrerla con besos húmedos, pausados, que bajaban por mi columna como gotas de fuego. Lamía mi piel con devoción, deteniéndose en mi cuello, donde sus dientes jugueteaban con descaro, arrancándome suspiros cargados de deseo.

 

Podía sentirlo. La dureza de su cuerpo presionando contra mis glúteos, impaciente, ansioso, como si luchara por contenerse un poco más. Su respiración se volvía más pesada, más caliente, más necesitada.

 

Mi vestido yacía rendido a mis pies, como un testigo silencioso de lo que estábamos a punto de desatar. Yo, vestida ya solo con unas medias de encaje sujetas por un sensual liguero negro, un tanga diminuto que apenas cubría lo esencial y unos altos zapatos de tacón que realzaban cada curva, me sentía poderosa. Deseada. Ferozmente viva. Hambrienta, entregada y cachonda.

 

Nos movíamos como si nuestros cuerpos ya se conocieran, como si este momento hubiese estado esperando mucho tiempo para existir. La ternura y el deseo se mezclaban. Sergio y yo nos cruzábamos en ella, encontrándonos también a través de sus reacciones, de su entrega absoluta. Había algo profundamente íntimo en todo, una confianza que lo envolvía todo.

 

Fue Raúl quien dio el primer paso. Sin apartar sus ojos de los míos, se desabrochó los pantalones con una seguridad arrolladora, dejándolos caer al suelo con un gesto lento, casi teatral. Se quedó de pie frente a mí, únicamente cubierto por unos calzoncillos bóxer de algodón blanco que marcaban, sin pudor, la evidencia de su deseo.

 

A pesar de sus años, su cuerpo hablaba de disciplina y cuidado. Era un templo. Uno que había sido esculpido con paciencia, como si cada músculo se hubiese trabajado para el placer y la contemplación. Sus hombros anchos imponían respeto, sus brazos fuertes parecían columnas de mármol talladas con precisión, y su torso… Dios, su torso.

 

Mis ojos lo recorrieron con hambre, saboreando cada trazo, cada sombra, cada pliegue. No pude evitarlo. Mis dedos se adelantaron, trazando líneas sobre su pecho firme, enredándose en la suavidad de su vello canoso, abundante y masculino.

 

Había algo en él que me desarmaba, una hombría cruda y poderosa que me provocaba sin permiso. Me incliné hacia adelante, vencida por la necesidad, y comencé a besar sus músculos con la devoción de una adoradora.

 

Mis labios lo exploraban mientras una de mis manos descendía sin titubeos hacia su entrepierna, dispuesta a descubrir, sin filtros ni temores, cuánto vigor era capaz de sostener ese hombre.

 

—¡Mmmnnm! —gemí sin poder contenerme, golosa y provocadora, mientras me mordía el labio inferior y lo miraba con descaro—. Veamos qué tienes aquí tan bien escondido —bromeé con voz juguetona, deslizando los dedos por la pretina de sus calzoncillos y bajándolos con lentitud deliberada.

 

Y entonces la vi. Una polla hermosa, en toda la extensión de la palabra: dura, gruesa, larga, venosa… y completamente entregada a mí. Palpitante, firme, como una promesa que sabía que iba a cumplir hasta el último gemido.

 

—¡Vaya, vaya! —exclamé, con una sonrisa traviesa pintada en los labios mientras lo observaba como quien descubre su dulce favorito—. ¿Y todo esto es para mí?

 

Levanté la mirada y la atrapé entre mis ojos, saboreando el momento, sabiendo que el poder también era mío. Mi mano se envolvió en torno a ella, acariciándola con suavidad, sintiendo cómo su cuerpo respondía, temblaba, se tensaba.

 

—¡Qué cara de golfa tienes! —indicó, mirándome a los ojos—. Estoy seguro de que sabrás disfrutarla como se merece.

 

Me arrodillé, dejando que mi lengua trazara un camino lento y húmedo por la base de su polla. Raúl soltó un suspiro ronco, entrecortado, y hundió sus dedos en mi melena mientras lo saboreaba con devoción, explorándolo centímetro a centímetro, como si fuera un manjar reservado solo para mí.

 

Entonces, sentí unas manos conocidas deslizarse por mi cintura. Sergio.

 

Se colocó detrás de mí, con su cuerpo ardiendo como un horno encendido; su respiración rozaba mi oído, avivando aún más la locura que ya nos envolvía.

 

—Estás preciosa así —murmuró con voz grave, acariciando mis caderas mientras yo seguía entregada a Raúl—. Arrodillada, con esa boca tuya que no perdona...

 

Sus palabras me provocaron un escalofrío eléctrico que me recorrió de pies a cabeza. Sergio bajó sus manos por mis muslos hasta llegar al liguero, lo acarició como si fuera un tesoro de encaje, y luego deslizó los dedos por el borde de mi tanga, jugando con él, tanteando, despertando mi impaciencia.

 

Mientras mi boca seguía dedicada a Raúl, mi cuerpo se arqueaba hacia Sergio, deseando más. Más pollas. Más piel. Más fuego.

Nunca me había sentido tan deseada. Tan adorada. Tan… suya.

 

Raúl me apartó con firmeza, sujetándome del cabello como si fueran las riendas, con una mano firme pero deliciosa, haciéndome levantar la cabeza para mirarlo. Su mirada era oscura, penetrante, cargada de una autoridad que me hizo temblar de pura excitación. Eso era lo que me había atraído de él desde el primer instante en la piscina; no tuve dudas.

 

—Ahora me vas a mirar —ordenó, en voz baja pero irrefutable—. No apartes esos ojos tuyos ni un segundo. Quiero verte mientras haces lo que sabes hacer tan bien.

 

Me mordí el labio sin poder evitarlo, pero obedecí. Porque con él quería hacerlo. Porque ese tono mandón, seguro, me derretía por dentro.

 

Volví a inclinarme, bajo su mirada intensa, bajo su mano que no me dejaba desviar ni un milímetro el enfoque. Comencé de nuevo, sintiéndolo pulsar contra mi lengua, escuchando sus jadeos contenidos que me sabían a victoria. Su otra mano acariciaba mi mejilla, como si me poseyera incluso por la fuerza.

 

Pero no era suficiente para él.

 

—Levántate —ordenó sin darme opción.

 

Me incorporé, con el pulso acelerado y las piernas como gelatina, y antes de poder articular una palabra, Raúl me giró de espaldas y me empujó contra el duro escritorio con una mezcla perfecta de fuerza y control. El frío de la madera aplastó mis pechos; contrastando con el calor de su cuerpo pegado al mío.

 

—¿Así te gusta, eh? —gruñó junto a mi oído mientras me sujetaba las muñecas por la espalda, haciéndome su prisionera, su esclava.

 

Sergio nos observaba con los ojos encendidos, fascinado, acariciándose por encima del pantalón, sabiendo que el espectáculo apenas estaba comenzando.

 

—No te muevas, zorra —me susurró Raúl, antes de alzar mi cadera y tirar del tanga con un tirón seco que me arrancó un gemido.

—¡Diosssss…!

 

Estaba lista. Húmeda. Ardiendo. Deseando ser usada por ese hombre. Y él lo sabía.

 

Raúl deslizó la punta de sus dedos por mi trasero desnudo, con una lentitud casi cruel, como si supiera exactamente cómo volverme loca. Me tenía contra el escritorio de madera, atrapada, expuesta, a su merced… y me encantaba. Su mano bajó con fuerza, firme y sonora, propinándome una nalgada que me hizo arquear el cuerpo y soltar un gemido de puro deseo.

 

—¡Ah…!

 

—Así me gusta… obediente, mojada y calladita —gruñó, mientras acercaba su cuerpo al mío, con su polla presionando mi entrada sin aún reclamarla.

 

Mi respiración se aceleró, el corazón me golpeaba con fuerza el pecho. Sergio, frente a nosotros, se había desnudado, observando con hambre y expectación, pero sin intervenir todavía, como si esperara la señal de su dominante tío.

 

Su cuerpo, a pesar de ser veinticinco años más joven que el de Raúl, no resistía la comparación. Nada que ver. Descuidado, blando, su barriga se descolgaba hacia abajo en dos ondas tristes. Y su polla... mediocre, colgaba entre sus piernas sin la potencia de la de su tío.

 

Raúl me empujó un poco más contra el mueble, levantándome apenas por las caderas. Haciéndome olvidar por un instante de su sobrino.

 

—Ahora vas a quedarte bien quieta —me dijo al oído, con su aliento erizándome la nuca—. Porque yo decido cuándo entras en el cielo… y cuándo te dejo caer al infierno.

Y sin más aviso, me penetró de una sola estocada. Fuerte. Honda. Precisa. Brutal.

 

—¡Ahhhhhh...! —grité, una mezcla cruel de dolor y placer desgarrándome la garganta, mientras sentía cómo mi coño se abría para recibirlo, dilatándose, adaptándose a la bestialidad que me reclamaba desde dentro.

 

Sin esperar que mi coño se adaptase a su grosor, Raúl comenzó a moverse con ritmo firme, dominante, tomándome como un objeto de su posesión, sin espacio para la duda, sin palabras dulces, solo carne, jadeos y el sonido de nuestros cuerpos chocando con urgencia. Porque el amor y el romanticismo estaban en la habitación donde mi esposo dormía plácidamente. Aquí, ahora, solo existía el sexo. Puro, sucio, brutal. Cada embestida suya era una orden silenciosa, un castigo delicioso.

 

Sus dedos se enredaron en mi cabello, tirando de él hacia atrás para arquear mi espalda aún más, abriéndome, controlándome. —Míralo —me ordenó, girando mi rostro hacia Sergio—. Quiero que lo veas mientras te follo.

 

Sergio se había acercado. Se acariciaba lentamente, excitado con la visión. Nuestros ojos se encontraron, mientras Raúl seguía marcando su territorio dentro de mí con cada embestida más intensa que la anterior.

 

Yo ya no era dueña de mi cuerpo. Era de Raúl, que me poseía sin freno. Y de Sergio, que esperaba su turno, paciente… pero hambriento.

 

Raúl no paraba. Su ritmo era brutal, como si quisiera dejar su huella marcada dentro de mí. Sus manos fuertes no me soltaban, y yo me sentía atrapada, llevada al límite, sin aire y llena de hombre. «¿Por qué mi esposo no despertaba esta voracidad en mí?» «¿Por qué su carne no se fundía con la mía de esta manera incandescente, dejándome temblorosa y ávida de más?»

Entonces, Sergio se acercó más. Muy cerca.

 

—¿Estás disfrutando, preciosa? —preguntó con voz ronca, pasando sus dedos por mi mejilla, luego por mis labios entreabiertos, mientras me observaba como si fuera su obra de arte.

 

Raúl respondió por mí, sin detener el vaivén salvaje de su pelvis.

 

—Todavía no ha visto nada —gruñó con una sonrisa ladina—. Ven, sobrino… vamos a darle lo que esta golfa merece.

 

Raúl me apartó del escritorio, tirando de mi cuerpo hacia atrás, sin sacarla de mi cuerpo. Quedé en el suelo a cuatro patas como una perra. Ni siquiera usamos la cama. Sergio se colocó frente a mí, sujetando su erección con una mano, firme, listo, deseoso. Con la otra, me acarició la mandíbula mientras sus ojos me perforaban con deseo.

 

—Abre esa boquita de princesa que tienes. Quiero sentir esos labios que tanto me han hecho esperar.

 

Y lo hice. Su sabor me golpeó de inmediato: amargo, denso, crudo. Pero lo tomé con hambre, con entrega, con ese deseo que ya se me salía por la piel. Mi lengua lo envolvía, lo saboreaba, lo adoraba, mientras mi cuerpo seguía recibiendo cada embestida feroz de Raúl desde atrás.

 

Ellos se miraban por encima de mí. Cómplices. Salvajes. Unidos en ese juego en el que yo era el centro, el trofeo, la presa… y la reina.

 

—Mírala —dijo Raúl, apretando mi cintura mientras seguía clavándose en mí sin descanso—. Está hecha para esto.

 

Sergio soltó un gruñido y sostuvo mi rostro con ambas manos, guiando su ritmo sobre mi boca, profundo, preciso, pero cuidando de no ahogarme, sabiendo exactamente hasta dónde llevarme. Mi garganta se abría para él mientras mi cuerpo se sacudía con el ritmo brutal de Raúl detrás.

 

Era demasiado. Y era perfecto.

 

Dos hombres. Dos fuentes de placer. Y yo, consumida en medio de ambos, rendida pero poderosa, desbordada pero insaciable. Me sentía como un volcán en erupción, con sus cuerpos marcando mi piel, mi mente, mi alma.

 

Raúl no soltaba el control ni por un segundo. Sus embestidas se volvían más profundas, más rápidas y violentas. Cada golpe de cadera era una declaración de poder, de posesión, como si quisiera dejarme temblando de placer y sometida a su voluntad.

 

Sergio jadeaba frente a mí, con sus caderas marcando un ritmo que se sincronizaba perfectamente con el de Raúl. Mis labios se deslizaban sobre él con hambre, con mis mejillas enrojecidas por la excitación. Mis lágrimas se mezclaban con la saliva, desbordadas, por tanto placer contenido; resbalaban por mi cara y por la comisura de mis labios, cayendo sobre mis grandes tetas, que se movían al ritmo con el que me tomaban…

 

Raúl tiró aún más fuerte de mi cabello, haciéndome arquear el cuerpo, forzando mi espalda hacia él.

 

—Mírala —le gruñó a Sergio con una sonrisa sucia—. ¿Has visto cómo goza la perra? Te lo dije, sobrino, te dije que era una perra en cuanto la vi. Una zorra igual que lo era tu esposa.

 

Mis gemidos envolvían el aire.

 

—Lo sabe —respondió Sergio, con la voz quebrada por el placer—. Sabe lo que es, y eso le encanta.

 

Raúl me clavó con fuerza contra él, con su cuerpo vibrando de puro dominio. Yo no podía ni pensar. Solo gemir, tragar, sentir, dejarme joder... Sentir cómo el placer subía desde mis entrañas como una ola incontrolable, como fuego líquido inundando todo mi sistema nervioso.

 

—No te corras todavía, golfa —me ordenó Raúl, jadeando en mi oído—. Vas a correrte cuando yo lo diga. No antes. ¿Entendido?

 

Yo asentí con un gemido ahogado, con la boca aún llena de Sergio, al borde del abismo, conteniéndome como podía. Sintiendo mi centro de placer a punto de estallar.

 

Y entonces, con un rugido que le salió desde las entrañas, Raúl me sujetó por la cintura, me embistió una última vez, más hondo, más fuerte, más brutal… y me rompí.

 

—¡Ahora! —ordenó.

 

Me rendí.

 

El orgasmo explotó dentro de mí como dinamita pura. Violento. Inmenso. Irrefrenable. Me sacudió de pies a cabeza, mientras mi cuerpo se contraía con fuerza; mis piernas temblaban y mi garganta soltaba un gemido gutural, crudo y salvaje.

 

—¡Ahhhhhh…! ¡Ahhhhh…!

 

Sergio no aguantó más. Sujetó mi rostro, lo echó hacia atrás y se corrió también, rugiendo mi nombre entre dientes, dejando su marca en mis labios, en mi lengua, en mi boca, en mi cara, en mi pelo…

 

Raúl, detrás de mí, también se dejó ir, con un gruñido animal y profundo, apretándome con fuerza contra su pelvis mientras descargaba dentro de mí con todo el peso de su deseo contenido.

 

Y durante unos segundos, no hubo más que respiraciones entrecortadas, cuerpos sudorosos y el eco de los gemidos flotando en el aire cargado de sexo.

 

Estaba agotada. Sucia. Y gloriosamente satisfecha.

 

—Eres una hembra increíble —susurró Raúl en mi oído, mordisqueando suavemente el lóbulo—. Pero esto… no es nada. Apenas estamos comenzando. Tenemos toda la semana por delante, y aún hay mucho por explorar—. Añadió, dándome un fuerte azote sobre mis blancas nalgas, que me hizo dar un último alarido de dolor.

 

Cinco minutos después, entraba en el dormitorio. Álex respiraba con pesadez, perdido en su borrachera. Me desnudé despacio, como quien se arranca una piel prestada, y me deslicé junto a él, completamente desnuda. El calor de su cuerpo era familiar. Seguro. Casi inocente. Nada que ver con las manos que me habían manoseado un momento antes.

 

Mis pechos latían adoloridos, marcados por dedos ajenos; mi boca conservaba el rastro amargo de la polla de Sergio; y entre mis piernas sentía el semen caliente de Raúl resbalando, lento, reclamando su espacio en mi carne. Cerré los ojos y sonreí. Estaba completa y saciada de pecado.

 

—¿Olivia? ¿Estás ahí? —murmuró Álex, perdido, arrastrando las palabras.

 

—Claro, mi amor —susurré, dulce como una mentira bien dicha—. ¿Dónde iba a estar si no es contigo?

 

Lo sentí acurrucarse contra mí, buscando refugio. Qué ironía. Yo, su refugio... mientras el olor de otros hombres impregnaba mi piel.

 

—He tenido una pesadilla horrible —gimió, derrotado—. Te juro que no vuelvo a beber. Me duele la cabeza... Creo que voy a vomitar.

Lo abracé con fuerza, mientras sentía cómo el semen de otro hombre manchaba las sábanas bajo mi cuerpo. Él se durmió, confiado, indefenso.

 

Yo cerré los ojos, planeando ya cómo escaparme al día siguiente para volver a perderme en otros cuerpos, en otras pollas, en otras bocas. Y mientras su respiración tranquila me acariciaba la nuca, solo una verdad ardía dentro de mí:

 

Era su refugio.

 

Era su traición.

 

Era su esposa adúltera. 

Fin

Deva Nandiny

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Comentarios

Jon
hace 4 días

Me ha encantado y las fotos aun más, espero que sigas poniendo fotos en tus relatos, besos

Juan
hace 4 días

Que guarra eres, y cuanto más cerda, más cachondo me pones.

Marcos
hace 4 días

Hola Olivia como siempre te comento tu estilo literario cada vez más refinado y múltiples matices felicitarte por el relato y me senti como si fuera el tercero en discordia besazo te mando

J V
hace 4 días

Preciosa que lindo relato. Tantos detalles tanta experiencia me haz puesto a mil.

Eres tan linda como cachonda y guarra

Excelsa narrativa

Anabelita
hace 4 días

Yo viví algo parecido con mi esposo, en su caso no fue el alcohol, se rompió una pierna y mientras él estaba en el dormitorio, yo lo hacia con su hermano en el piso de abajo, fue de lo más morboso

Marqués de Sade
hace 2 días

Eres verbo y veneno, tinta que arde,
tu pluma es látigo que no perdona,
y al leerte, Deva, mi alma se desborda,
como carne atada que el placer embiste.

No escribes: conjuras. No cuentas: posees.
Tu palabra es fusta, jadeo, mordida,
y en cada página una herida
se abre… y pide que la lamas otra vez.

Musa del morbo, santa de lo impúdico,
diabla entre las sábanas del lenguaje,
haces que la tinta sangre, y sangre a gusto.

Que el lector tiemble, goce, y muera un poco
al saborear tus letras como un vino espeso,
como el pecado servido en versos rotos.

Marta
hace 2 días

Hola guapa, he leído todas tus novelas, y este es el primer relato que te leo. Sigo diciendo que eres la mejor escritora de novela erótica, no romántica. Entiendes la infidelidad, perfectamente, me encanta leerte

Gewurtz
hace un día

Exquisito.