La Puta del Señor Alcalde

Publicado el 13 de julio de 2025, 8:34

Este el texto final, en forma de relato, fiel a lo que me narró en nuestra conversación privada. Quiero que entendáis lo que representa para una mujer como ella —que solo había estado con un hombre en toda su vida, su marido— vivir una experiencia que la cambió para siempre.

 

Desde que publiqué la primera parte, he seguido hablando con Carmen. Está feliz. Ilusionada. Y sí, también cachonda. Le excita profundamente saber que tanta gente ha leído su historia, que su noche secreta ha encendido otras camas. Tanto morbo le produce, que fue ella misma quien me ofreció enviarme algunas fotos.


Y aquí está todo, tal como me lo contó. Sin adornos. Sin filtros.

 

Un beso y espero que lo disfrutéis tanto como yo disfruté escribiéndolo (y escucharlo de su propia boca)

¿Y qué pasó después de aquella noche?


¿Sintió culpa? ¿Se arrepintió? ¿Volvió a verlo? ¿Le ha vuelto a ser infiel a su marido? ¿Qué siente hoy, un año después, cuando lo recuerda?

 

Muy pronto, Carmen nos lo contará TODO en una entrevista íntima, que unicamente se publicará aquí, en devanandiny.com

 

No te olvides decir que te ha parecido en los comentarios, o formular la pregunta que tu quieres que responda en la entrevista.

Una mujer. Una noche. Una confesión. Un relato. Un antes y un después.

 

No sabría decir en qué momento exacto empezó a cambiar algo dentro de mí. Supongo que fue poco a poco, como cambian las estaciones: sin hacer ruido, sin avisar, sin que una se dé cuenta… hasta que un día ya no queda más remedio que aceptarlo.

 

Me llamo Carmen y tengo cuarenta y dos años. Llevo casada con Antonio más de veinte, y juntos tenemos dos hijas. Almudena, que ya ha cumplido los dieciocho, y Marta, que aún tiene doce. Vivimos en Valladolid, capital, aunque los dos nacimos en un pueblo pequeño de la provincia, de esos donde todo el mundo se conoce y no se puede tirar una piedra sin que alguien lo sepa al instante. Allí crecimos, allí nos enamoramos, y de allí nos fuimos, buscando una vida mejor. O, al menos, una vida más cómoda.

 

Trabajo en una empresa de limpieza. Oficinas, portales, clínicas… lo que toque. No me quejo. Hay días en los que termino rendida, con la espalda partida y las manos ásperas de tanto frotar, pero es un trabajo honrado. En esta casa nunca ha faltado lo básico, y eso ya es mucho. Antonio, mi marido, es mecánico. Tiene esas manos grandes y firmes, que parecen hechas para sujetar el mundo sin que se caiga. Siempre ha sido así: serio, trabajador, cumplidor, buen padre. Y como esposo… tampoco tengo queja.

 

El sexo entre nosotros… no sabría cómo explicarlo sin que suene más frío de lo que es. No lo hacemos todos los días, ni falta que hace. Una o dos veces por semana, con suerte. Suele ser él quien toma la iniciativa, y casi siempre sigue el mismo guion: me la mete, se corre, y luego, si estoy receptiva, introduce la cabeza entre mis piernas y me come el coño.

 

No hay muchas palabras. No hay juegos. No hay tiempo.

 

Pero desde que terminó el verano, cuando él termina y se da la vuelta para dormirse, algo en mí se queda encendido. Como si mi cuerpo supiera que eso no es todo. Como si una parte dormida durante años empezara ahora a moverse, a estirarse, a reclamar lo que siempre callé.

 

No se lo digo, claro. ¿Para qué? Él está contento, y yo… yo siempre he sido de las que se conforman. De las que sonríen, bajan la mirada y piensan que así es la vida. Que no se puede pedir más.

 

Es limpio, directo y, en cierta forma… suficiente. O al menos, eso creía yo.

 

Todo empezó en las fiestas patronales del pueblo. Son en agosto, justo a mitad de mes, cuando el calor aprieta y la gente se suelta más de lo normal. No son fiestas pomposas, ni falta que hace. Pero son nuestras. Las de siempre. Las que hemos vivido desde niñas. Las que hemos bailado, reído y moceado. Cuatro días al año en los que todo el pueblo parece despertar. Y en los que, sin saber por qué, los cuerpos se sienten un poco más vivos… y un poco más dispuestos a todo.

 

Ese mes de agosto, como siempre, lo pasamos en el pueblo. En la casa que fue de mis suegros, esa que heredamos y que, con tanto esfuerzo, reformamos con los años. No tiene lujos, pero es cómoda. Y, sobre todo, está llena de recuerdos.

 

Por la tarde salimos todos juntos a dar una vuelta, como se hace siempre. Paseamos por el mercadillo de camisetas y pulseras, nos tomamos algo en la terraza del bar del centro, saludamos a conocidos que solo vemos en verano. Las niñas se fueron pronto con sus amigas. Antonio se quedó charlando con su cuñado, cerveza en mano, hablando de coches o de fútbol, no lo recuerdo. Yo me alejé un poco. Necesitaba aire. O tal vez buscaba algo que no sabía poner en palabras.

 

Cuando cayó la noche, me arreglé más de lo habitual. Me puse un vestido que me marcaba las caderas, uno que no usaba desde hacía años. Me solté el pelo. Me pinté los labios. No sé por qué lo hice. No esperaba gustarle a nadie. Ni siquiera pensaba en gustarme a mí. Solo quería... algo distinto. Algo que rompiera, aunque fuera por una noche, la monotonía que arrastraba sin saberlo.

 

Y fue ahí, bajo las luces de colores de la plaza, entre canciones de los noventa y parejas bailando pegadas, donde ocurrió lo que jamás había imaginado. Antonio bailaba con Marta, nuestra hija pequeña. Almudena estaba con su pandilla, y yo, con mi cuñada, entre risas, palmas y pasos torpes.

 

Pero, como suele pasar en estos casos, a Marta —nuestra hija pequeña— le entró pronto el sueño. Es así: más casera, más de rutinas. Apenas pasaban de las doce cuando me lo dijo, con esa vocecita dulce, ya arrastrada por el cansancio:

—Mamá, ¿nos vamos ya?

 

Dudé un instante. Miré a mi alrededor. Estábamos en una esquina de la plaza, justo frente al escenario, y la música empezaba a ponerse más animada. Antonio, que me conoce demasiado bien, me puso una mano en el hombro y dijo, con esa serenidad que lo define:

 

—No te preocupes, Carmen. Quédate tú. Yo me llevo a Marta. Almudena está con sus amigas, así que no hay problema.

Lo dijo como quien soluciona el mundo sin levantar la voz, con esa calma que a veces me desespera… y otras me salva.

Le di un beso rápido en los labios y otro a Marta, que ya se frotaba los ojos como si fueran de trapo.

 

—¿Estás seguro? —pregunté, por cumplir con mi papel de madre responsable.

 

—Sí, mujer. Disfruta un rato. Te lo mereces.

 

Y me lo dijo mirándome como si fuera evidente. Como si supiera, mejor que yo, qué necesitaba esa noche. No sabía cuánto me la merecía… ni lo que iba a pasar después.

 

Me quedé sola con mi cuñada, apoyada en la valla de la plaza. El aire ya no era tan cálido. Había empezado a levantarse una brisa tibia, cargada del olor a vino, a sudor, a perfume barato… y a bocadillos de panceta del puesto de siempre.

 

A un lado, los altavoces escupían pasodobles de toda la vida. A mi alrededor, parejas mayores agarradas de la cintura, algún chaval con una litrona, grupos de señoras sentadas en corro comentando a voces. Todo tan de pueblo. Todo tan familiar.

 

Y, sin embargo, yo me sentía distinta. Como si no encajara del todo. Como si mi cuerpo estuviera hecho de otra temperatura. Fue entonces cuando lo vi. Caminaba desde el fondo, entre la gente, con ese andar suyo, firme, como si incluso el suelo le debiera algo. Alto, ancho de espaldas, la camisa remangada hasta los codos y la correa del pantalón ladeada, como si se la hubiera puesto con prisa o tras desabrocharla. El alcalde. Paco. Aunque nadie lo llama Paco. Todos le dicen "el alcalde". Incluso su madre, dicen.

 

Cuando me vio, se detuvo un segundo. Me miró con esos ojos pequeños, un poco burlones, que parecían estudiarme sin prisa, como si ya supiera lo que había detrás de mi vestido. Se acercó despacio, con las manos en los bolsillos y el andar seguro de quien lleva años mandando sin tener que levantar la voz.

 

—¿Sola? —preguntó, sin molestarse en saludar.

 

—Un ratito. Antonio se ha llevado a la pequeña; estaba rendida.

 

—Claro. Marta, ¿no?

 

Asentí con una leve sonrisa.

 

—¿Y Almudena?

 

—Con las amigas. Dando vueltas por ahí, supongo.

 

—Almudena ya está hecha una mujer; cada vez se parece más a ti. La vi el otro día bañándose en el río con su prima Vanesa y dos amigas.

 

Mi cuñada se apartó un momento para saludar a unos conocidos, dejándonos a solas. Y él aprovechó. Me recorrió con la mirada. No de forma vulgar, pero sin disimulo. Como quien inspecciona una pieza valiosa. Como si supiera lo que estaba haciendo. Me incomodó… pero también me gustó. No recordaba la última vez que un hombre me miró así.

 

—Estás distinta —murmuró, como al pasar.

 

—¿Distinta?

 

—Sí. No sé… más mujer. Será el vestido.

 

Bajé los ojos, sin saber si reír o fruncir el ceño. El vestido era sencillo, de flores, algo ceñido. Me lo había puesto sin pensar, solo porque era fresco. Pero bajo su mirada, sentí que llevaba algo prohibido. Algo que decía más de mí de lo que yo misma sabía.

 

—¿Te apetece que bailemos? —preguntó de golpe, con una naturalidad tan desarmante que ni parecía una propuesta.

 

Me reí, negando con la cabeza.

 

—Lo siento, pero hace siglos que no bailo.

 

—¡Vamos, mujer! Eso nunca se olvida.

 

Y sin esperar más, me tomó de la mano. Con firmeza. Con esa forma de tocar que no pregunta.

 

No sé por qué acepté. Tal vez porque me había quedado sola. Tal vez porque me hablaba sin rodeos. O tal vez porque en el fondo, muy en el fondo, yo también lo estaba buscando.

 

Me guió hacia el centro de la plaza, donde algunas parejas mayores se mecían al ritmo de un bolero. Puso su mano en mi cintura, con seguridad. Y yo, casi sin pensarlo, apoyé la mía en su hombro.

 

Los primeros pasos fueron torpes, como si mi cuerpo se estuviera desperezando. Pero luego… no. Él no era como los demás. Se movía con firmeza. Su cuerpo era grande, cálido, sólido. Me envolvía sin apretar, pero con la suficiente autoridad como para hacerme sentir suya, aunque fuera solo por esa canción.

 

 

Y me miraba. Me miraba de verdad.

 

—Tienes buen oído —dijo en un momento, inclinándose para que solo yo pudiera oírlo—. Y mejor cuerpo todavía, para seguir el ritmo…

 

Me reí, incómoda.

 

—Hace mucho que no bailaba —dije, intentando quitarle hierro.

 

—No se nota. —Te mueves como una sirena en el mar —replicó, sin soltarme.

 

No supe qué responder. En lugar de eso, me concentré en el aire fresco que empezaba a levantarse, en cómo la brisa se colaba por el escote de mi vestido y me erizaba la piel de los brazos. Me rodeó un poco más con el brazo. Y yo… no me aparté.

 

Al otro lado de la plaza, vi a mi cuñada. Me hizo un gesto con la mano, como despidiéndose. Le devolví el saludo con un leve movimiento de cabeza. Ya era tarde. Poco a poco, la gente iba recogiendo. Algunas familias desmontaban sus sillas plegables, otros arrastraban a los niños medio dormidos. La plaza se iba vaciando, pero yo seguía allí, girando con el alcalde como si el mundo se hubiera detenido.

 

—¿No tienes frío? —susurró, tan cerca que sentí el roce cálido de su aliento en mi oreja.

 

—Un poco.

 

—Si quieres, caminamos. Te acompaño un rato. No hace falta que te vayas ya.

 

El alcalde sostenía una copa en la mano, pero no parecía borracho. Al contrario. Sus movimientos eran seguros, medidos. Hombres como Paco no se emborrachan, se imponen.

 

—¿O si quieres echamos el último baile? —preguntó, sin más.

 

Dudé un segundo. Pero asentí.

 

A nuestro alrededor, la plaza empezaba a vaciarse. Vi a mi cuñada, desde lejos, haciéndome un gesto con la mano, como despidiéndose. Le sonreí, algo incómoda. El aire había cambiado. Se había levantado una brisa fresca que agitaba los banderines y me acariciaba la nuca con un escalofrío inesperado.

 

Me cogió por la cintura como si lo hiciera cada día. Con una mano firme, segura, sin pedir permiso. Y aunque no fue descarado, su contacto me recorrió entera como un estremecimiento. No sé si fueron sus dedos o el modo en que los apoyó, justo donde empieza la curva de mis caderas. En ese punto exacto donde una mujer empieza a temblar si la tocan bien.

 

Bailamos.

Al principio, intenté mantener la distancia. Le sonreía, le seguía el ritmo… pero evitaba mirarle demasiado. Me repetía que era solo un baile. Que Antonio me esperaba en casa, acostando a Marta. Que yo era una mujer casada.

 

Pero su cuerpo se fue acercando al mío. Poco a poco. Sin prisas. Y sus manos —Dios, sus manos— ya no estaban donde habían empezado. Habían bajado un poco. Solo un poco. Lo justo para que me preguntara si era casual. O si estaba jugando.

 

Yo no me moví. Ni lo detuve. Solo seguí bailando, con la garganta seca y el corazón dándome pequeños golpes sordos en el pecho. Fue entonces cuando lo sentí.

 

Ese calor. Esa punzada que te sube desde las piernas y te aprieta por dentro, como si algo se despertara en ti sin entenderlo. Como si el cuerpo recordara cosas que una había decidido olvidar. Como si los años desaparecieran y, por un momento, no fueras madre, ni esposa, ni señora de nadie. Solo una mujer. Deseada.

 

Yo lo noté. Juro que noté su erección. Noté cómo él sabía exactamente lo que estaba provocando. Cómo me rodeaba con esas manos grandes, rugosas, de hombre que trabaja al sol. Cómo acercaba su pecho al mío con una lentitud calculada. Cómo me olía el pelo, y me hablaba en voz baja, como si me conociera por dentro.

 

No sé si fue su voz, su cercanía o esa sensación de estar bailando al borde de algo que no debía… pero asentí.

 

Y seguimos bailando. Solo un poco más.

 

—No sé cómo Antonio te deja sola con este cuerpo… —Susurró.

 

Y me temblaron las rodillas.

 

Quise reírme, contestarle algo ingenioso. Decirle que no fuera tonto, que eso no se decía. Pero no dije nada. Porque, en el fondo, lo que de verdad me asustaba… era que llevaba años sin escuchar algo así. Y me gustó. Me gustó demasiado.

 

—Parece que refresca —dijo entonces, por decir algo.

 

—Sí… —murmuré, y él se acercó un poco más—. Pero tú estás calentita, ¿eh?

 

La frase me pilló por sorpresa. No supe si era una insinuación o una simple tontería. Pero no dije nada. Tampoco me aparté.

 

Entonces noté cómo apretaba un poco más las manos. Cómo bajaban medio centímetro. Cómo su pecho rozaba el mío con cada paso lento al ritmo de la canción.

 

—No te veía desde hace tiempo —murmuró—. Estás muy guapa, Carmen. Muy hembra.

 

Bajé la mirada. Me incomodaba. Pero también me gustaba. Sentí un calor extraño en las mejillas. Un cosquilleo en la boca del estómago. Hacía mucho que nadie me hablaba así. Hacía mucho que no me sentía tan... mirada.

 

No recuerdo qué canción sonaba cuando se acercó aún más. Puede que fuera una de esas lentas, antiguas, que se ponen al final, cuando ya sólo quedan los rezagados, los que no tienen prisa por volver a casa.

 

Tampoco recuerdo si fui yo quien se dejó caer un poco contra su pecho, o si fue él quien me rodeó con más firmeza. Pero sí recuerdo la forma en que su mano se deslizó por mi espalda, como si quisiera abrazarme entera. Como si supiera que algo en mí ya no estaba del todo firme.

 

Fue entonces cuando me miró. No fue una mirada obscena, ni descarada. Fue una mirada seca. De hombre. De deseo sin palabras. Me recorrió con los ojos y apretó un poco más su cuerpo contra el mío. Sentí su muslo rozando el mío. Sentí el calor de su respiración, muy cerca del hueco de mi cuello.

 

Y no me aparté.

 

Nos quedamos así, quietos, con la música envolviéndonos y la plaza vaciándose a nuestro alrededor. La orquesta ya recogía. Algunas luces se habían apagado. El aire se había vuelto más frío, y la gente empezaba a marcharse, arropándose con chaquetas o buscando el camino de vuelta. Pero nosotros nos quedamos. Un poco más. Como si ninguno de los dos quisiera que ese momento terminara.

 

—¿Te acompaño? —preguntó Paco, con esa voz suya, ronca y pausada.

 

Asentí. Ni siquiera lo pensé. Supongo que estaba cansada, o aturdida, o simplemente no quería volver sola. Me pareció lo más natural del mundo.

 

Pero en vez de tomar el camino corto, el que todos usaban para volver a casa, doblamos hacia la calle de atrás. Fue como si nuestros pies lo decidieran por nosotros. No fue algo pactado ni premeditado. Simplemente… lo hicimos.

 

Íbamos caminando despacio, en silencio. El pueblo dormía ya, y nuestras pisadas resonaban sobre los adoquines con una nitidez casi dolorosa. Me crucé de brazos, más por pudor que por frío, y él caminaba a mi lado, con las manos en los bolsillos, como si estuviéramos en otra época. Como si fuéramos otros.

 

—Ven aquí —dijo, pasándome un brazo por los hombros sin pedir permiso, como si fuera lo más natural del mundo—. Estás helada.

 

—Estoy bien —mentí. Pero no me solté.

 

Su cuerpo era grande. Inmenso. No solo por la altura o la anchura de sus hombros, sino por esa manera de estar, de ocupar el espacio. Paco no caminaba: avanzaba como si el mundo fuera suyo. Me sentí pequeña a su lado. Y extrañamente protegida. No era como Antonio. Mi marido apenas me saca unos centímetros. Paco, en cambio, me envolvía entera sin necesidad de tocarme.

 

Antonio era correcto. Suave. Medido. Un hombre de rutinas y silencios cómodos. Paco, en cambio, tenía algo crudo, algo que no se disimulaba. Era un hombre sin adornos, sin filtros, sin disculpas. Y esa noche… tampoco parecía tener prisa.

 

—Tendrías que haber traído una chaqueta —dijo con voz grave—. O haberme dejado abrigarte en condiciones.

 

Su mano bajó un poco más por mi espalda, rozando la cintura, buscando ya las caderas. La excusa del frío le venía perfecta. Pero no me aparté. Me quedé ahí, caminando despacio, oyendo el repiqueteo de mis tacones sobre el asfalto, como si mis pasos me delataran. Y sintiendo cómo el cuerpo me respondía con una ansiedad que no conocía.

 

—¿Siempre caminas así? —preguntó con una media sonrisa, ladeando la cabeza—. ¿O es que no quieres llegar?

Me giré para mirarle. Sus ojos eran intensos, oscuros, de los que no se apartan. Me observaban como si ya me hubieran visto desnuda.

 

—Me gusta pasear —dije, bajando un poco la voz.

 

Pero era mentira. No quería pasear. Quería alargar el momento. Quería que no acabara. Quería que me dijera algo más.

 

—A mí me gustas tú —soltó él. Y su brazo me apretó un poco más, como si pudiera encerrarme ahí, bajo su calor, bajo su deseo.

 

El pueblo estaba en silencio. Apenas unas luces en las casas más cercanas. El aire olía a tierra y a fiesta apagada. No se oía más que nuestros pasos. Y mi respiración, que ya empezaba a entrecortarse.

 

—Siempre fuiste la más guapa del pueblo —añadió, sin mirarme esta vez—. Pero ahora… ahora estás que te sales de buena. Eres un mujerón. De los que dan ganas de morder. De los que se follan con hambre. Con ganas. Con las manos llenas.

 

No supe qué decir. Pero tampoco quería interrumpirle. Sentía ese calor denso, naciendo en la boca del estómago y bajando. Apretándome por dentro. Años. Años sin sentirme así.

 

Y entonces, su mano. La que hasta hacía nada era protectora. Cálida. Amable. Se volvió otra cosa. Descarada. Posesiva. Se apoyó sobre mi cadera. Pero no se quedó ahí. Bajó, acarició y rozó.

 

Y yo no la detuve.

 

Me acerqué más a él. No porque hiciera frío. Sino porque quería sentirle. Porque quería notar cómo su cuerpo se pegaba al mío. Cómo me apretaba sin pedir permiso.

 

—Siempre me pregunté —murmuró él— cómo sería follarte.

 

Se me escapó una carcajada. No de burla. De nervios. De sorpresa. De excitación.

 

—¡Ay, Paco! —protesté, sin ganas de protestar—. ¿Tú siempre hablas así?

 

—No, mujer. Solo cuando tengo ganas. Y esta noche… tengo muchas.

 

Se detuvo. Me obligó a pararme con él. Me giró. Me puso frente a él, con las dos manos en mis caderas. Estábamos junto a una tapia, frente a una casa en penumbra.

 

—¿Y tú? —me preguntó, bajando la voz, como si fuera un secreto—. ¿Tienes ganas? ¿O solo frío?

 

Me mordí el labio. Tenía miedo. Sí. Pero también tenía algo más. Una locura tibia que me vibraba entre las piernas. Una especie de vértigo que me erizaba la piel por dentro.

 

—¿Sabes qué pienso? —continuó, con una media sonrisa—. Que tu marido no te la mete como mereces. Que te deja a medias. Que tú, con ese culo, Carmen… estás hecha para que te follen bien. Para que te corras gritando, no con silencios.

 

Reí. Pero no por escándalo. Reí porque me lo estaba imaginando. Me imaginé sudando. Gimiendo. Mordiéndome la lengua para no suplicar.

 

Y no era Antonio el que me lo hacía.

 

Era él. 

 

—Y supongo que tú eres ese hombre… —Le dije con media sonrisa—. El que hace que las mujeres casadas sepamos lo que es el sexo de verdad, ¿no?

 

Paco soltó una carcajada ronca, de esas que le nacen del pecho.

 

—De buen gusto lo haría. Desde que te vi sola en la plaza, con ese vestido pegado al cuerpo… no he pensado en otra cosa que en follarte.

 

Lo dijo así, sin tapujos, sin pausa. Como quien lanza una verdad incómoda en mitad del silencio.

 

—¿Y tú detectas a simple vista quién está bien follada y quién no? —bromeé, fingiendo indignación.

 

—Eso salta a la vista. A ti te pasa como a Gloria, la de la farmacia —añadió, muy serio—. Se nota de sobra que el Nicolás no atiende a su hembra como se merece.

 

Por un momento, pensé en la pobre Gloria.

 

Ella era de esas mujeres que siempre estaban perfectamente peinadas. Ni una horquilla fuera de sitio, ni una gota de sudor en la frente. Llevaba el pelo teñido de un rubio muy claro, demasiado claro para su edad, y unas uñas rojas tan afiladas que parecían armas. Siempre vestía igual: pantalones entallados y blusas con escote, aunque tapadas con una bata blanca de farmacia que no lograba ocultar ni su silueta ni sus ganas. Se movía como si fuera consciente de cada paso, cada mirada. Pero sus ojos… sus ojos decían otra cosa. Miraban demasiado. Buscaban. Como si hiciera años que nadie los apagaba con un buen polvo.

 

—¿Tú crees? —pregunté, volviendo a él—. ¿Y qué delata a una mujer mal follada?

 

Paco me miró, ladeando la cabeza. Se acercó un poco más. Su voz bajó el tono.

 

—Camina apretada. Mira con hambre. Y sonríe poco. Las que están bien atendidas se nota en la piel, en los ojos, en cómo mueven el culo sin querer. Tú, Carmen… tienes una mezcla peligrosa. Estás deseando que te lo hagan como Dios manda. Y al mismo tiempo… sabes lo que vales.

 

Sentí un escalofrío. No por el frío. Sino por la claridad con la que me lo decía. Porque sí. Tenía razón. Y lo sabíamos los dos.

—¿Y qué harías tú conmigo, si yo te dejara? —pregunté, casi sin voz.

 

Él se acercó, rozándome con su cuerpo.

 

—Lo que no te han hecho en veinte años de matrimonio. Empotrarte contra esta pared hasta hacerte llorar del gusto.

 

—Calla ya, por Dios —susurré, riendo—. Eres un burro.

 

—Pero un burro que te pone cachonda. ¿A que sí?

 

No dije nada. Lo miré. Me mordí el labio otra vez. Y seguí caminando. Más despacio. Como si necesitara más tiempo. Como si deseara que no llegáramos nunca.

 

—Me obsesionan tu culo y tus tetas desde hace años —continuó, como si se confesara—. La de pajas que en todo este tiempo te habré dedicado.

 

No supe qué decir. Me giré para decirle que parara, que se estaba pasando, pero su mirada me desarmó. Tenía esa forma de mirarme como si ya me hubiera tenido. Como si su cuerpo supiera cosas del mío que ni yo sabía.

 

No sé cómo ocurrió. O sí lo sé, pero prefiero decir que fue el viento. O la música que aún se oía a lo lejos.   Fue en una callejuela oscura, cerca del viejo depósito. Él se detuvo. Me giró con una mano firme en el brazo y, sin decir nada, me besó. Me besó con hambre. Con años de ganas guardadas. Con lengua. Con cuerpo. Con rabia.

 

Yo no lo rechacé. Al contrario.

 

Sentí cómo mis labios respondían solos, cómo mi cuerpo se le pegaba. Y, cuando su mano subió hasta mi pecho y me lo apretó por encima del vestido, solté un gemido, corto, entrecortado. Uno de esos que no piensas. Que solo se escapan.

 

—Qué tetas más ricas tienes, Carmen —me dijo con voz ronca, bajita—. Siempre lo pensé. Siempre quise saber cómo se sienten en la mano.

 

Me dio vergüenza. Pero también me dio morbo. Mucho. Porque no era una caricia suave, romántica. Era un manoseo descarado, urgente, masculino. Y yo… yo me dejé.

 

—Paco… —Susurré, intentando frenarlo sin ganas—. Esto no está bien, soy una mujer casada.

 

—¿Qué pasa, Carmen? ¿Tienes miedo de que se entere tu marido? —se rió al oído—. Si supiera cómo te estás mojando ahora mismo…

 

No dije nada. Solo lo miré. Y él lo supo.

 

—¿Quieres que siga? —preguntó.

 

Yo asentí.

 

Y su mano bajó, lenta, decidida. Me subió el vestido con una naturalidad que asustaba. Metió la palma entre mis muslos, y lo sintió.

 

—Dios mío… Tienes el coño empapado.

 

Yo cerré los ojos. No podía creer lo que estaba haciendo. En medio del pueblo. Con el alcalde. Con un hombre que no era mi marido. Ni siquiera me gustaba física ni mentalmente. Era un bruto de pueblo, un solterón que a los cincuenta años vivía con una hermana y con su madre.

 

—Eres una guarra escondida, ¿eh? —dijo con una sonrisa torcida—. Una puta calladita que llevaba años esperando esto.

Y lo peor —o lo mejor— es que tenía razón.

 

—Vamos a las antiguas escuelas —me dijo de pronto, cogiéndome de la mano como si tuviera todo el derecho del mundo.

Me frené en seco.

 

—No, Paco. Por favor. Estoy casada. Tengo dos hijas. Esto… esto ya se nos ha ido de las manos.

Se rió. Una risa grave, de hombre al que no le asusta la culpa. Dio un paso hacia mí y, cogiéndome la mano, se la puso en la entrepierna.

 

—¿Y me vas a dejar así? Vamos, mujer… No seas calientapollas. Me dejas tocarte un poco las tetas, me haces una paja y todos tan contentos. No es tan grave. Seguro que mañana se nos ha olvidado a los dos.

 

Me quedé helada. Y, sin embargo, no lo aparté. Me sentía sucia. Pero también deseada. Necesitada. Como si por fin alguien viera esa parte de mí que llevaba años dormida. Lo palpé; estaba muy duro. Hinchado. Palpitante bajo el pantalón. Un bulto enorme, tenso, que no dejaba lugar a dudas. Me temblaron los dedos.

 

—¿Ves lo que me haces? —murmuró, apretándome un poco más contra él—. Mira cómo me pones con solo mirarte.

 

Me ardieron las mejillas. No por pudor, sino por la súbita certeza de que aquella polla —grande, pesada y caliente como un animal acorralado— estaba así por mí. Por una mujer como yo, casada, madre de dos hijas, con las tetas sujetas por un sujetador barato y el deseo dormido desde hacía años.

 

Asentí sin palabras.

 

—Solo una paja —le advertí, sintiéndome como una adolescente—. Te hago correr y nos vamos. —No reconocí mi voz, la que hablaba no era yo. 

 

Nos dirigimos hacia las antiguas escuelas del pueblo, caminando por detrás de las casas, esquivando el bar de la plaza y cruzando el viejo campo de fútbol por un lateral. Él caminaba rápido. Yo me sentía atrapada entre la adrenalina y la vergüenza. «Le iba a hacer una paja al alcalde».

 

Cuando llegamos, el sitio era todavía más ruinoso de lo que recordaba. Había zarzas por todas partes, matorrales altos, una reja oxidada y lo que quedaba de la puerta colgando de un solo clavo. Dentro, botellas de cerveza vacías, latas abolladas, condones usados, bolsas rotas… Una escena típica de botellón. De jóvenes que vienen aquí a beber y a hacer lo que no pueden hacer en casa.

 

Sentí un escalofrío.

 

—¿Y si está aquí mi hija? —susurré.

 

—No está. Tranquila. A estas horas la chavalería baja al río. Seguro que la Almudena se está pegando el lote con el hijo de la Luisa. Por lo que he oído... —Intento tranquilizarme, pero logró el efecto contrario.

 

El sitio estaba vacío. Solo se escuchaba el crujido de nuestras pisadas y mi respiración, que se aceleraba con cada paso. Una vez dentro, Paco me arrinconó contra la antigua casa del maestro.

 

—Dame las tetas —dijo sin rodeos, como si fueran objetos que pueden prestarse.

 

Me bajó el vestido con torpeza y se las sacó del sujetador con ambas manos. Las agarró con ansia, las apretó, las besó, las lamió como si fueran suyas.

 

—Y ahora dame la mano —ordenó. Y yo se la di.

 

Él bajó la cremallera y la sacó. No pude evitar mirarla; era la segunda polla que veía en toda mi vida. Era muy gruesa y larga, curvada en forma de media luna. La toqué, estaba caliente, latiendo como un corazón desesperado. Sus venas cruzaban el tronco como si estuviera casi a punto de reventar. Empecé a masturbarlo con torpeza y con culpa; me acordaba de Antonio, de mis hijas, de mi vida… Pero no podía parar. «Qué dirían en el pueblo si supieran que Carmen, la mujer de Toñete el mecánico, estaba masturbando al sátiro del alcalde».

 

—Así… así me gusta… —jadeó—. Qué buenas manos tienes, Carmen.

Y yo, por un momento, olvidé quién era.

 

 

—Déjame que te chupe las tetas… Así me correré antes, te lo juro —susurró con la voz áspera, casi implorando, como si lo necesitara más que el aire.

 

Antes de que pudiera contestar, ya tenía la boca encima. Me apartó los tirantes del vestido, me subió el sujetador y se lanzó como un animal hambriento. Me las devoraba. No hay otra palabra. Su boca era urgente, húmeda, casi violenta. Me mordía suave, me lamía como si se le fuera la vida en ello.

 

Mis pezones se endurecieron al instante, traicionándome. Yo gemí, bajito, porque no podía evitarlo.

 

—Tienes unas tetas de puta madre… —murmuró con la boca llena—. Qué ganas de clavártela acá mismo. En medio de toda esta mierda. Te aseguro que no eres la primera señoritinga casada que viene a veranear de la capital, y me la follo aquí. Las casadas siempre sois las más putas.

 

Yo temblaba. No solo de frío. Era otra cosa. El vértigo, la adrenalina, la conciencia de estar haciendo algo sucio, algo que jamás había hecho… y que, sin embargo, me estaba encantando.

 

—¿Te gusta, eh? —siguió, chupando con fuerza—. Mira cómo te pones. Estás más caliente que las brasas en San Juan. Dime que me quieres adentro.

 

—Me dijiste que te correrías enseguida. Antonio tiene que estar preguntándose dónde estoy a estas horas —dije temblando.

 

—Déjame tocarte el coño, un poco… —Gruñó, bajando la mano con decisión por mi vestido—. Te juro que no te la meto… solo quiero sentir cómo estás de mojada.

 

—No… —dije, pero no fue un no firme. Fue un no que no se cree ni quien lo dice.

 

Sentí cómo sus dedos tocaban la parte delantera de mis bragas. Lo hizo con descaro, como si le perteneciera. Apreté las piernas, pero no se lo impedí. No sabía si quería detenerle… o provocarle más. Su respiración estaba pegada a mi cara, caliente, con olor a vino y a deseo rancio. Me miró fijamente, sin rubor, y me dijo en voz baja:

 

—Estás empapada, Carmen. Y solo te he rozado.

 

Yo no respondí. No podía. Me ardía la cara. Me latían las sienes. Y las bragas, esas mismas que ahora él presionaba con los dedos, me apretaban como si fueran parte del problema. O de la solución. Su dedo se deslizó, torpe pero certero, entre los pliegues del encaje, hasta encontrar la humedad que tanto buscaba.

 

—Mira qué coño más agradecido tienes… —susurró, riendo por lo bajo—. Te prometo que si me dejas metértela, no se te va a olvidar nunca.

 

Me tenía contra la pared, con la mano hundida entre mis piernas y el pulgar buscando el clítoris con una precisión que me hizo perder el equilibrio. Me sujetó con la otra y me besó el cuello. Yo me abrí sin querer, sin pensarlo. Me rendí como una idiota.

 

—Date la vuelta y apóyate contra la pared, te voy a follar como una perra. ¿Nunca te la metieron así? ¿Nunca le pusiste los cuernos a tu esposo?

 

Gemí. Bajito. Pero gemí. Me apoyé contra la pared, dándole la espalda, como si mi cuerpo hubiera decidido por mí. Sentí el roce áspero del ladrillo en las palmas, el temblor de mis piernas, la presión incipiente entre mis muslos. Y entonces noté cómo sus manos grandes se abrían paso por debajo de mi vestido, sin pedir permiso, subiéndome la tela con ansia.

 

—Así me gusta… —Susurró detrás de mí, con esa voz ronca que parecía arañar—. No digas nada. Solo abre las piernas. Y las abrí.

 

Entonces me agarró de la cintura y empezó a bajarme las bragas. Yo no me resistí. Al contrario. Me agarré al borde de la pared para no caerme y levanté una pierna, luego la otra. Me las dejé quitar. Sin una palabra. Como si llevara toda la vida esperando ese momento.

 

—Así me gusta… obediente —masculló, con la tela aún en la mano—. Estas son para mi colección. Así, cada vez que me veas por la calle, te acordarás de que tengo unas bragas tuyas en mi casa. Hoy te voy a devolver con tu marido… sin bragas. Como una buena golfa.

 

Y entonces me dio un azote seco en una nalga. El sonido rebotó sobre las paredes mugrientas de aquella casa del maestro. Ardí. No de vergüenza, sino de algo más turbio. Más hondo. Como si ese gesto, sucio y autoritario, me arrancara de la piel todo lo que creía ser.

 

—Mírate —añadió, apretándome el culo con fuerza—. Ya no eres tan señora como hace un rato; aquí estás, sin bragas, con las piernas abiertas, temblando por una polla.

 

Yo solo gemí. Porque ya no tenía palabras. Solo cuerpo.

 

—Estás más caliente que una puta. ¿Cuánto hace que no te follan de verdad?

 

Yo cerré los ojos. Y no respondí. Porque, aunque no lo quisiera reconocer, esa pregunta me taladró el alma. Porque quizás tenía razón. Porque, en ese momento, pensé que muy probablemente Antonio nunca me había follado bien. Solo esa mano grosera. Solo ese aliento en mi nuca. Solo el temblor de una mujer que, por primera vez, se rendía a la traición con el cuerpo entero.

 

—Abre las piernas, Carmen —ordenó con la voz ronca.

 

Y yo las abrí. Porque ya no podía decir que no. Porque el deseo me ardía entre las piernas y me nublaba cualquier pensamiento.

 

Noté cómo me apartaba los labios con los dedos. Un roce brusco, impaciente. Luego la punta caliente de su polla, buscando el centro exacto. Me agarré a la pared, y en un solo empujón, me la metió entera.

 

Grité.

 

—¡Ahhhh…!

 

No de dolor. De algo más feroz. Como si me partiera por dentro algo que llevaba años dormido.

 

—Joder… —gruñó él—. ¡Qué coño más apretado tienes, hija de puta…!

 

Me follaba sin piedad. Con embestidas fuertes, rítmicas, animales. Me sujetaba por las caderas como si me fuera a arrancar la pelvis. Cada golpe me empujaba contra la pared, me hacía gemir, me hacía más suya.

 

—Así me gusta, zorrita —decía al oído—. Que te corras como una perra. Que te olvides de tu marido y te entregues de verdad.

 

Y me corrí.

Me corrí como nunca en mi vida. Como si me arrancaran el alma por el coño. Las piernas me temblaban. Me corrí gritando su nombre, pidiéndole que me diera con más fuerza. Que me la metiera más adentro. Entre alaridos salvajes y liberados. Fue un orgasmo que me nació de dentro. Que no entendía de moral ni de culpa.

 

Y él siguió. No paró.

 

Hasta que lo noté tensarse, apretarme más fuerte, gruñir como un toro de casta.

 

Y se corrió dentro de mí. Con un rugido sordo, casi brutal. Se corría como quien descarga años de deseo contenido, como quien se folla a una mujer casada y sabe que ella no volverá a ser la misma.

 

Nos quedamos así. Jadeando y sudando. Pegados el uno al otro. Con el silencio roto solo por nuestros cuerpos exhaustos.

 

Y yo supe que ya estaba hecho. Que, pasara lo que pasara después… aquello ya me había cambiado para siempre.

 

Él se fue primero, con esa naturalidad con la que hacen las cosas los hombres que no temen a la culpa. Alegó que era mejor así. Que no nos vieran juntos a esas horas. “Ni las ratas deben de andar ya por el pueblo”, dijo con una media sonrisa, subiendo la cremallera como si nada. Ni un gesto de ternura ni de complicidad; tal vez fuera mejor así.

 

Yo me quedé un instante más, intentando recomponerme. Cuando llegué al asfalto, me descalcé y llevé mis zapatos en la mano, para no hacer ruido. Caminé descalza por las calles vacías, con la falda pegada a las piernas y el semen del alcalde resbalándome muslos abajo, tibio todavía, como una prueba indecente de lo que había hecho.

 

Mientras caminaba, me juré que no volvería a hacer nada tan sucio nunca.

 

Al llegar a casa, la luz del porche estaba apagada. Entré en silencio, con cuidado de no despertar a nadie. Me dirigí al dormitorio, y justo cuando iba a quitarme la ropa, la voz del pobre Antonio me sobresaltó.

 

—Cuánto has tardado, cariño —dijo desde la oscuridad—. Hace bastante rato que no se escucha la música de la plaza.

 

Encendió la lámpara de la mesilla. La luz cálida iluminó su rostro adormilado, con el ceño fruncido y la voz tranquila, como si de verdad creyera que yo venía de bailar. Me miró con ojos de esposo. De rutina. De años compartidos. Y yo me sentí más sucia aún.

 

—Nos quedamos hablando unas cuantas, de cuando éramos mozas e íbamos a la escuela. ¿Te acuerdas de don Anselmo?

 

—¿Don Anselmo? Claro que me acuerdo, fue el maestro del pueblo durante más de treinta años. Todos aprendimos a leer y a sumar con él.

 

No dije nada. Solo sonreí. Me metí en el baño, cerré la puerta y me senté en el retrete, con las piernas temblorosas y el coño enrojecido… y la certeza brutal de que acababan de echarme el mejor polvo de mi vida.

Deva Nandiny

FIN

¿Y qué pasó después de aquella noche?


¿Sintió culpa? ¿Se arrepintió? ¿Volvió a verlo? ¿Le ha vuelto a ser infiel a su marido? ¿Qué siente hoy, un año después, cuando lo recuerda?

Muy pronto, en una entrevista íntima, Carmen lo cuenta todo. Sin filtros. Sin vergüenza. Sin perdón.

No olvides decir que te ha parecido en los comentarios, o formular la pregunta que tu quieres que responda en la entrevista.

Añadir comentario

Comentarios

Laura Fernández
hace un día

Gracias, Deva. Por escribir así, sin juicios. Y gracias a Carmen por atreverse a compartir algo tan íntimo. Me he visto reflejada en más de una frase. No todas nos atrevemos a contarlo, pero muchas lo hemos sentido.

Me gustaría preguntarle a Carmen, si ahora cuando tiene relaciones con su esposo piensa en Luis? Gracias

Cristina Mora
hace un día

No sé si me ha excitado más la historia o la honestidad de Carmen. Qué valiente. Qué real. Me ha removido por dentro. Yo también soy madre, esposa… y a veces, mujer en silencio.

La protagonista reconoce que el alacalde, no era su tipo ni física ni psicólogicamente, alguna vez se ha imaginado como sería con un hombre que además de saber empotrarla (No hay mejor término, lo siento) le gustara al menos fisicamente?

Javi
hace un día

Cada vez que publicas algo nuevo, no solo me excito. Aprendo. Me reconozco. Me revuelvo. Y eso no es fácil. Gracias por escribir como escribes, Deva. Le preguntaría a Carmen que versión de ella le gusta más, la anterior o la actual?

Pedro
hace un día

No es por decir, pero el alcalde ese debería dar clases. Se la metió tan bien que a mí también se me contrajo el esfínter de gusto

LaGuarraCultivada
hace un día

Esto no es un relato, es una mamada literaria. Qué bien escribes. Y qué gusto da leer a una mujer que no tiene miedo de manchar las teclas

Caliente69
hace un día

Me la pelé con una mano mientras leía, y con la otra aplaudía. Carmen es la puta que todas llevan dentro y tú, Deva, la diosa que las saca a flote. más que preguntarle nada a Carmen, le diría que no sea tonta y que aprovche ese cuerpo que Dios le ha dado

Joan
hace un día

Me pone más la idea de que alguien como Carmen haya vivido eso, que cualquier porno que haya visto. Estoy deseando la entrevista completa… con todo, eh. Le preguntaría a Carmen si alguna vez ha sentido algo por una mujer

Toni
hace un día

Amo ese momento en que la culpa se mezcla con la corrida. Y tú, Deva, sabes escribirlo como nadie. Carmen es un puto mito ya.
Carmen, has cambiado en algo tu forma de vestir desde lo que pasó lo del alacalde?

Martiago
hace un día

Hay novelas eróticas. Y luego estás tú. Lo que haces con las palabras es lubricación literaria. Lo de Carmen me dejó sin aliento.

Elena SM
hace un día

Esa manera en que describes lo que no se dice… ese temblor bajo la piel, la mirada del alcalde, la sensación de estar cruzando un límite. Es arte, coño. Aprovhecho para preguntar a Carmen si ha repercutido algo en su matrimonio. Muchas gracias a las dos

PacoPaco
hace un día

Joder quiero metertela Carmen, quiero hacerte chichar. Pero que buenorra estás

Andrés
hace un día

Tu narrativa es precisa y brutal, Deva. Cada frase tiene el ritmo exacto del deseo contenido. Y cuando explota… arde. Lo de Carmen es más que un polvo: es un terremoto emocional. Gracias. ¿Te la metió bien? ¿O solo fue el morbo del momento?

Ana Castillo
hace un día

Tu relato me hizo llorar… y mojarme. Sentí que hablabas por muchas. Carmen, ¿después de esa noche, volviste a sentir algo parecido con alguien más… aunque fuera solo en fantasía?

Tomás
hace un día

Amo que te hayas entregado así. Qué liberación. Dime, Carmen… ¿te besó después de correrse?

Marioempalmado
hace un día

Llevaba años sin leer algo que me hiciera esto en los pantalones. Carmen, por favor: ¿te la metió entera o te dolió al principio?

sergio
hace un día

Hay algo en tu manera de narrar que tiene olor, sudor, verdad. Carmen, ¿te reconociste en cada línea o hubo algo que te sorprendió al releerlo?

Lolo de Parla
hace un día

Menudas dos zorras, quereis hacer crees que la victima es Carmen porque el marido no la hacia correr por el coño????????? Hipócritas!!!!! Que sois TODAS iguales. Mi mujer me engaño con mi socio, se lo estuvo jodiendo durante 10 años, y ahora resulta que yo soy el culpable???? Mientras ella se lo jodía en el almacén o en mi casa, yo me eslomaba en las obras, para proporcionar mejor vida a mis hijos y a ella, que era una puta mantenida y solo sabia gastar en comprar en ropa... La victima soy yo, el engañado. No la zorra de mi mujer o de Carmen. Sois unas hipocritas de mierda, además de unas zorras que tratan a los hombres con una falta de respeto. SIos excita que una mujer engañle a su marido está enfermo-a

Marcos
hace un día

Hola Olivia como siempre consigues captar nuestra atención en tus escritos. Aparte de la historia vivida por carmen que es genial excitante y prohibida a la vez manejas varios registros a la hora de expresar como se siente en cada momento Carmen. Como siempre aplaudirte por tu trabajo y darte un beso de felicitación

Isabel
hace un día

He leído el relato con el corazón en un puño. ¿Te cambió como mujer? ¿A nivel de deseo, de autoestima… te sentiste distinta desde esa noche?

Carlos Alicante
hace un día

Desde que leí tu historia no dejo de imaginarte. ¿Te corriste gritando? ¿O te lo tragaste todo en silencio por miedo a que alguien oyera?

Alicia
hace un día

Hola deva soy tu maor fans y lectora, me encanta. Ese polvo con el alcalde… ¿fue solo físico o hubo algo más? ¿Algún gesto, una frase, una mirada que aún recuerdes?

Pili
hace un día

Deva, es impresionante cómo conviertes un polvo en una revelación emocional. Carmen, ¿te reconociste en cada línea? ¿O hubo algo que te costó leer escrito?

Jesús el Gaytero
hace un día

La narrativa es una joya: sucia, elegante, emocional. Carmen… ¿te excitó saber que tantas personas leerían lo que te hicieron aquella noche?

Luna
hace un día

Mi pregunta es, ¿Tuviste miendo a quedarte embarazada? Te pregunto esto, porque es uno de mis mayores temores, sobre todo desde que mi esposo se hizo la vasectomía. Gracias

Luis el Bocas
hace un día

Carmen… ¿y si esta vez te lo hago yo en vez del alcalde? ¿Crees que podrías correrte igual… o aún más fuerte?

El Lobo
hace un día

¿Te corriste de verdad o es que nadie te había follado como una perra antes? Yo puedo dejarte sin voz. ¿Te atreverías a comprobarlo?

Alfredo
hace un día

¿Te pone más que te follen sin hablar o que te digan guarradas al oído mientras te parten? Porque yo hago las dos cosas. Y muy bien.

Nacho
hace un día

Carmen, dime la verdad: ¿te gusta más que te la metan despacio al principio… o que te revienten el coño de una embestida?

Victor
hace un día

Desde que leí tu historia me pajeo pensando en ti. ¿Te pone saber que hay tíos corriéndose con tu relato, Carmen?

Madrid
hace un día

¿Te agarró del pelo? ¿Te escupió en la boca? Porque si no lo hizo, yo sí lo haría. Y después te la metería hasta que se te olvide que eres casada

Laura 24
hace un día

Vale, Carmen, te admiro… pero te odio un poco. ¿Te volvió a llamar? ¿No te dio por repetir con el alcalde aunque fuera solo una chupada o unos morreos?

Sara_SeCruza
hace un día

¿Te ha pasado que ahora, cuando te lo follas a tu marido, solo piensas en aquel polvo? Porque yo viví algo así… y no me he recuperado.
En mi caso fue con mi cuñado en una playa, detras de unas rocas

Isa Farinata
hace un día

¿Lo viste después? ¿Pudiste saludarle como si nada? Porque yo tuve uno así y aún no puedo ni mirarlo sin que se me humedezca todo

Marcela
hace un día

¿Sabes lo peor, Carmen? Que te entiendo. A veces no es el polvo, es que te devuelvan el cuerpo. ¿Tú sentiste que te lo devolvieron esa noche?

rafa A
hace un día

Piensas que has hecho algo especial y lo que te pasa es que eres más puta que las gallinas. Ojalá se enteré todo el pueblo de lo puta que eres, tu esposo y tus hijas. Ya verá como dejabas de hacerte la guay

Mar
hace un día

¿Sabes lo peor, Carmen? Que te entiendo. A veces no es el polvo, es que te devuelvan el cuerpo. ¿Tú sentiste que te lo devolvieron esa noche?

FERRAN
hace un día

Que putisima eres Carmen y hoy te come a la Deva como está mandado, que ha contado en el telegram que habeis quedado hoy para conoceros y comeros. Lo mismo os estis follando ahora mismo mientras escrivo como dos viciosas. Juntando vuenstras almejas y tocandoos las tetas. Me pones muy cachondo

Martin
hace un día

Estás se están coiendo el coño a la otra... como si lo viera. Menudas dos putas

FERRAN
hace un día

Y porque me lo dices a mi? es que quieres ligar conmigo? te aviso que yo no soy marica

Catre
hace 19 horas

Muy excitante relato, el impacto emocional que se queda en la mujer, las ganas de mas y con la prestancia de quien la llevo a ese pinaculo de placeres mezclados que hacen que el momento como tal lo expresó, haya sido inolvidable. Espero este gozosa despues de ese periodo o si ha entrado a la senda del gusto de la experimentación de mas casos eroticos a probar o con la idea de tener otras expectativas amatorias.

Gewurtz
hace 7 horas

Estupendo relato. No se trata solo del sexo sino de los detalles, las dudas del personaje y todos los prolegómenos antes de su abandono al placer.

Gracias a ambas, Carmen, la protagonista y Deva, la autora de la historia.