Por qué escribi mi nueva novela: El marido invisible. La senda del cornudo. 1ª Parte.

Publicado el 5 de junio de 2025, 9:03

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¿Por qué escribí esta novela: "El marido invisible. La senda del cornudo”.?

Tenía la necesidad —casi la urgencia— de escribir sobre el tema de los cuernos consentidos.

 

Llevo años viviendo una vida que muchos no entenderían. O que fingirían no entender. Una vida donde mi esposo, Enrique —sí, como el personaje masculino de la novela—, sabe que me acuesto con otros hombres. Y no solo lo acepta: lo desea, lo necesita, le excita. Es un cornudo consentido, así, sin adornos. Todo un cornudazo. Y yo, su esposa, soy la que lo vive, lo explora y lo cuenta. Aunque otras veces lo dejo estar presente.

 

Desde jovencita, me he movido en el mundo liberal.

 

Desde jovencita, me he movido en el mundo liberal, lo que me ha llevado a conocer todo tipo de personas y parejas que viven relaciones similares. A veces me sorprende la cantidad de gente que, pasados los cuarenta, se lanza al mundo liberal. Siempre hay un desencadenante. Un punto de quiebre. Esa línea que se cruza y, una vez del otro lado, ya no hay vuelta atrás. ¿Qué lleva a una pareja a eso? ¿Qué hace que un matrimonio "convencional" rompa el molde? Esa es la pregunta que me obsesiona y que trato de explorar en esta novela.

 

Sofía y Álvaro, los protagonistas, son un matrimonio como cualquier otro. Tienen dos hijas adolescentes. Ella es profesora de literatura, siempre ha sido prudente, incluso algo mojigata. Nunca había imaginado que un día estaría enviando mensajes subidos de tono a desconocidos o follando con hombres sabiendo que su marido estaba en casa, esperándola, imaginando cada detalle.

 

La novela está contada con una narración dual, a dos voces: la de él y la de ella. Con capítulos alternos. Porque para entender lo que pasa en una relación así, hay que escuchar a ambos. Quería mostrar esa montaña rusa emocional, esa mezcla de deseo, celos, inseguridad, poder, culpa y euforia. Álvaro no es un simple espectador. Es parte de todo. Me acompaña. Me escucha cuando llego de un encuentro. Me observa. Me desea más después.

 

No soy ajena a estas historias. Además de vivir la mía, siempre he tenido curiosidad. Será mi vena de periodista. Me fascinan los testimonios de quienes descubren el mundo liberal, del hotwife, del cuckolding... porque no hay dos historias iguales. Y la mía, sinceramente, es bastante distinta de la mayoría.

 

Tengo que decir que he conocido muchos más cornudos consentidos que mujeres cornudas, que también las hay.

 

¿Te atreverías a explorar, a dejar que tu pareja gozara con otra persona? ¿Cómo se comportaría tu pareja? ¿Te lo has preguntado, sería distinta/to a cómo es contigo?

 

Esta novela no pretende convencer a nadie. No hay lecciones aquí. Solo el deseo de contar una verdad que muchos viven en silencio. Una verdad caliente, incómoda, profundamente íntima. La nuestra, pero tamién puede ser la tuya.

Porque a muchos hombres se les pone dura —aunque jamás lo admitan— solo con imaginar a su mujer siendo tocada, deseada, follada por otro hombre.

 

¿Te imaginas la cara de tu pareja mientras otro la acaricia, la besa, la penetra? ¿Crees de verdad que tu fiel mujercita no sentiría algo distinto, más salvaje, más profundo, al estar con alguien nuevo? ¿Una piel nueva que explorar, otro cuerpo que la haga temblar?

Ese morbo silencioso, esa fantasía inconfesable, es más común de lo que muchos quieren aceptar. Lo sé porque la vivo. Porque la hemos vivido. Porque lo he visto en los ojos de mi marido, en su deseo, en sus silencios y en sus confesiones.

 

Imagina a tu mujer gritando, gimiendo, pidiéndole más a otro hombre. Imagina su cuerpo temblando, rendido, suplicante. De rodillas, entregada, haciéndole una felación con una entrega que tú creías solo tuya. Con hambre. Con devoción. Con más ganas de las que jamás te mostró a ti. Porque escapar de la rutina nos vuelve completamente locas, y hay amantes que nos parten y nos dejan temblando.

¿Te asusta?

¿Te excita?                                                     

¿Ambas cosas?

Ahora mírala a los ojos después. ¿Qué ves? ¿Placer? ¿Culpa? ¿Poder?

 

Y ahora les pregunto a ellas.

 

¿Qué sentirías como mujer si estuvieras con otro hombre con la complicidad de tu esposo? ¿Cuándo él no solo te lo permite, te lo suplica? ¿Cuándo se siente más deseada que nunca porque su marido no la reprime, sino que la empuja a vivirlo? ¿Lo has pensado a veces? ¿Se mojan tus bragas?

 

Este libro no es una fantasía. Es una realidad que muchas parejas viven. Una realidad caliente, contradictoria, que mezcla deseo con celos, amor con sumisión, libertad con control.

El marido invisible. La senda del cornudo no es solo sexo explícito. Es una historia de transformación. De rendición. De explorar los rincones más oscuros (y brillantes) del deseo humano.

 

He conocido dos mundos opuestos, el de la infidelidad más brutal, a la infidelidad  consentida.

 

Escribir, para mí, es un desahogo. Pero también es un acto de responsabilidad. Intento contar mis experiencias sin adornos, con el máximo realismo posible. Mostrar lo que soy, lo que he vivido y lo que he sentido, sin filtros ni excusas. Por eso, escribir una novela sobre el tema cuckold, sobre los cuernos consentidos, no era solo una elección: era un paso inevitable.

 

A lo largo de mi vida he tenido dos matrimonios. Alex fue mi primer marido y el padre de mis dos hijos. Comenzamos a salir cuando yo tenía apenas quince años. Según todos —familiares, amigos, conocidos— éramos la pareja perfecta. Alex era alto, guapo, cariñoso, muy estudioso y responsable. Provenía de una buena familia: su padre era un empresario respetado, y en su casa siempre me recibieron con los brazos abiertos.

 

Sin embargo, desde el principio, comencé a serle infiel.

 

A pesar de ser casi una adolescente, ya sabía lo que quería. Y no era precisamente mi novio, o los chicos de mi edad. Me volvían loca los hombres mayores. Casados. Con hijos. Con esa mirada que no juega, que va directo al grano, que huele a experiencia, a autoridad, a cama deshecha. No podía resistirme. Me mojaba las bragas con solo imaginar cómo me follarían con esa fuerza contenida de quienes ya no tienen tiempo para tonterías. Me gustaban los hombres con historia. Con cicatrices en el alma. Con alianzas en los dedos.

 

Y yo… era el tipo de chica que lo hacía fácil. Alta, rubia, con los ojos verdes bien abiertos y esa mezcla peligrosa de dulzura y descaro que volvía locos a muchos. Y sí: lo sabía. Sabía cómo cruzar las piernas para dejar ver lo justo. Sabía cuándo no llevar bragas. Sabía fingir inocencia mientras se me escapaba una sonrisa de puta. Seducirlos no era difícil. Lo difícil era no hacerlo.

 

Durante esa época tuve varios amantes fijos. Incluso llegué a ser la amante de algunos de los amigos de mi padre. Porque estas cosas, como la infidelidad, suelen darse en el círculo más cercano. Bastaba una copa, una mirada, un lugar donde apoyarme… y ya estaba abierta. A veces me invadía la culpa, sí, pero enseguida la silenciaba con una excusa dulce: cuando Alex y yo nos casemos, se acabó todo esto. Me mentía. Y lo sabía.

 

La luna de miel fue en un crucero.

 

Una semana entera en alta mar, con destino a ciudades románticas, puestas de sol sobre la cubierta, cenas con velas… todo muy bonito en teoría. Pero la realidad fue otra.

 

Alex se mareó desde el primer día. Literal. En cuanto zarpó el barco, empezó a sentirse mal. Náuseas, vértigo, sudores fríos. Pasó buena parte del viaje encerrado en el camarote, acostado, tomando pastillas de biodramina, sin fuerzas ni para cenar conmigo. Me decía que me fuera sola, que disfrutara, que le trajera alguna pieza de fruta por si le daba luego algo del hambre. Yo asentía, le daba un beso en la frente y salía… vestida para otra cosa.

 

El segundo día ya me conocían de vista algunos de los viajeros y del personal de abordo. Siempre sola, con una copa en mano, caminando por las cubiertas como una viuda joven. Alta, rubia, con vestido corto, sin sujetador. Y sin culpa. Porque yo ya había decidido lo que iba a hacer.

 

Un camarero tunecino fue rápido. Moreno, joven, con un cuerpazo. Me había estado mirando desde el desayuno. Yo también. El tercer día, después de una cena a la que fui sola —con escote, labios rojos y las piernas cruzadas con descaro—, él se me acercó en la zona de copas.

 

No dijo gran cosa. Me miró. Me ofreció un trago “por cuenta de la casa”. Y yo lo acepté. Me llevó hasta una zona de servicio cerrada al público. Un pasillo angosto. Una puerta que cerró con el pie.

 

Mirándome a los ojos, se bajó los pantalones. La tenía delante, enorme, palpitante, la polla más grande que había visto en mi vida. Por un instante creí que me partiría en dos, que aquella estaca de carne prieta no me entraría. No dijo una palabra. Me agarró con firmeza, me empujó contra la pared del cuarto de limpieza, donde el olor a lejía flotaba en el aire como un testigo silencioso. Me subió el vestido de un tirón, me bajó las bragas con una sola mano, mientras con la otra me sujetaba del cuello, con violencia, con un poder que me desarmó.

 

Se escupió en la palma de la mano, se colocó detrás de mí y sentí el roce de su glande buscando mi entrada. Me la metió de una sola estocada. Grité, no pude contenerme. Cada embestida era un latido brutal. Me follaba con un ritmo crudo y preciso, como si la música suave que llegaba desde fuera —esa música para brindar por el amor— no tuviera nada que ver con nosotros.

 

Yo jadeaba bajo, ahogada por el contraste entre el silencio del cuarto y el estruendo de lo que me hacía sentir. Me corrí una vez. Tal vez dos. No estoy segura. Lo único que recuerdo es su cuerpo apretado contra el mío, su respiración caliente en mi oído y ese susurro en árabe, justo al correrse dentro de mí, con la frente apoyada en mi espalda. No entendí lo que dijo. Pero me hizo gemir de nuevo.

 

Cuando volví al camarote, Alex dormía. Tenía una bolsa de plástico al lado de la cama, por si vomitaba otra vez. Me quité el vestido sin hacer ruido, fui al baño, me duché rápido. Me miré en el espejo mientras el agua corría… con el semen de aquel extraño escurriéndome por las piernas.

 

Y no sentí culpa. Sentí que esa era la verdadera luna de miel que yo merecía. Hay mujeres que se conforman con tan poco… Yo siempre me he sido muy disfrutona.

 

Desde ese día me reunía con Ahmet cada tarde. Nunca hablábamos demasiado. A veces ni siquiera un saludo. Bastaba con una mirada y ya sabíamos a dónde íbamos: al mismo cuarto de limpieza donde todo había empezado. Veinte minutos. No más. Era lo único que teníamos. Y él lo aprovechaba como si el mundo fuera a acabarse en cada polvo.

 

No hacía el amor. Me destrozaba. Me dejaba contra la pared, doblada, jadeando, el cuerpo temblando de pura entrega. Me sujetaba fuerte, sin pedir permiso, con una violencia contenida que, lejos de asustarme, me hacía desearlo más. Me follaba como si necesitara sacarme algo de adentro, algo que ni yo sabía que llevaba.

 

Salía de allí escocida. A veces con las piernas temblando, con marcas en el cuello o muslos. Me costaba caminar. Pero siempre… siempre, salía de aquel cuartucho con una sonrisa dibujada en los labios. No por él. Ni por el sexo. Sino por lo que yo me estaba permitiendo sentir por primera vez en mi vida: hambre, poder, placer. Sin culpa.

 

Y cuando terminamos aquel maldito crucero y regresamos a casa, ya no paré. Pese a ser una mujer casada y respetada socialmente, seguí teniendo amantes fijos. Pero también mis escarceos con desconocidos, mis polvos rápidos en baños, coches, ascensores. Me decía que ya se me pasaría. Que era una etapa. Pero no era una etapa. Era yo.

 

Pensé que cuando tuviera hijos todo cambiaría. Pero no. Los embarazos no calmaron mi deseo por sentir nuevas experiencias. Lo encendieron más aún. Las hormonas hicieron su trabajo y mi sed de hombres se hizo más fuerte. Más insaciable. Es cierto, en los embarazos me volví una cachonda. 

 

¿Me follaba mal mi esposo? No. Pero es cierto que el sexo con mi esposo me pareció aburrido desde el principio. Recuerdo perfectamente la primera vez que lo hicimos… Fue una decepción. «¿Y esto es el sexo? ¿Esto es lo que mueve el mundo?», me pregunté en silencio subiéndome las bragas en el coche, mientras él sonreía orgulloso. «Consigo mejores orgasmos masturbándome», pensé. «Sin duda, el sexo está sobrevalorado».

 

No voy a culpar a Alex de ser una mujer infiel; nuestros estímulos sexuales estaban en las antípodas. Pero, ni tenía la picha corta, ni era eyaculador precoz. Simplemente, lo que él entendía por hacer el amor era terriblemente monótono para mí. No me excitaba. No lograba ni siquiera humedecerme. Su idea del sexo era suave, romántica, delicada… Demasiado mecánica. Demasiado correcta. Y yo necesitaba otra cosa.

 

Y entonces ocurrió. Semanas después de que perdiera la virginidad en aquel Opel Ascona blanco, me acosté con un amigo de mi padre. Un hombre al que conocía desde que era niña, y que venía a casa con su esposa y sus hijas a comer muchos domingos a casa de mis padres. Lo cierto es que llevábamos tonteando con la mirada algunos domingos; me parecía excitante provocarlo… Pero lo que jamás imaginé fue que aquel lunes se atreviera a irme a buscar al instituto en coche. Me llevó en su coche a un apartamento que tenía en plena Gran Vía. Recuerdo cómo, en el primer semáforo, subiéndome la falda del uniforme escolar, comenzó a tocarme.

 

Y fue como encender una cerilla dentro de un cuarto oscuro. ¡Dios… qué descubrimiento! Ahí entendí que el sexo podía ser otra cosa. Que podía ser sucio, intenso, dominado. Y ahí empezó todo. Puesta a cuatro patas en aquella cama que él usaba como picadero, descubrí que no todos los hombres follaban como mi novio. Me hizo descubrir lo que es desencadenar varios orgasmos seguidos, quedar agotada de placer. Gritar porque no puedes contenerte. Pedir que te den fuerte… Siempre más.

 

Muchos años más tarde, después de casi dos décadas de continuas infidelidades —y una convivencia bastante buena, dentro de todo— decidí que había llegado el momento de divorciarme. Y cuando lo hice, al borde de los cuarenta, todos a mi alrededor reaccionaron como si estuviera cometiendo una locura: Mi madre, mis amigas, mi hermana… “¿A dónde vas tú ahora, con dos hijos adolescentes?”, me decían.

 

Mi primera intención fue quedarme sola. Pensé que lo mejor sería no tener pareja y vivir con total libertad, sin compromisos ni explicaciones. Pero lo cierto es que yo estoy hecha para vivir en pareja. Es así. No me gusta estar sola. Me gusta compartir mi vida con otra persona.

 

Después de contaros esta primera parte, mi matrimonio con Alex, el padre de mis hijos, pronto publicaré una segunda, en la os contaré los inicions de mi relación con Enrique. Espero que os haya gustado y os animeis a leer «El marido invisible. La senda del cornudo». Un besito y os espero muy pronto, en la segunda parte. 

Escrito por Deva Nandiny

 

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Comentarios

frank
hace 2 días

Menuda guarraza has estado tu hecha siempre, tu primer esposo debio ser el más cornudo de españa

Susana
hace 2 días

Lo he imaginado tantas veces... que me parece haberlo vivido. Me encantaría que mi esposo viera lo que puedo llegar a disfrutar con otros hombres, no es cuestión de que sean mejores amantes, es cuestión de sentir una nueva piel, la rutina mata

Marcos
hace 2 días

Hola Olivia muy bien expresado y resumido cosas ya sabia peeo hay público nuevo que no sabía de ti, conseguiste sintetizarlo muy bien todo el proceso y evolución y el que desee saber mas que lea tus novelas y sabrá mas profundamente todos esos peeiodos en tu vida te mando un mega besote

dav
hace 2 días

Cuanto más te leo, más zorra me pareces, y cuanto más, más me gustas. Me casaría contigo sin dudarlo, aunque tuviera que ser un cornudo. Un beso preciosa

Alicantino
hace un día

De casta le viene al galgo. No sé qué adoro más que seas tan perversa o que seas tan culta, que esté tan buena o que sepas disfrutar así de la vida.

LuisAlberto
hace un día

Yo creo que si te follaba mal tu esposo, tal y como pasa siempre. Seguramente Todos los esposos follan mal a sus mujeres, las prisas, la rutina... nos vuelve perezosos. Soy comercial, viajo mucho y paso muchas noches fuera de casa, y semanalmente visito una ciudad donde me follo a una mujer delante de su marido. Te aseguro que me follo con mucho más morbo y ganas, a esa zorra que a mi esposa

Genaro El cornudo
hace un día

Enhorabuena, por la novela, has sabido plasmar el sentimiento del cornudo a la perfección, se nota el influjo de tu esposo. Yo estoy casado y soy cornudo, llevo casado hace 20 años y soy cornudo desde hace un año. Después de mucho insistirle a mi esposa, al final se decidió hacerme cornudo las Navidades pasadas con un compañero de trabajo. Desde entonces quedan todos los jueves… De momento no ha quedado con ningún otro hombre, cosa que deseo mucho, tampoco he podido verlos, y tengo que conformarme con lo que ella me cuenta. Pero soy muy feliz y estoy muy orgulloso de mi esposa

Sergio el Cornudo
hace 18 horas

No suelo dejar comentarios, pero tu novela me tocó en lo más profundo… y en lo más bajo, como solo una buena historia de cuckold puede hacerlo. Me vi reflejado en cada línea, en cada mentira piadosa y en cada gemido.

Mi mujer, Laura, fue siempre una diosa. Morenaza, elegante, con esa forma de caminar que hacía que todos se dieran vuelta. Yo lo sabía que la miraban… y que alguno, tarde o temprano, la tocaría. Y aunque dolía, también me excitaba de una forma que nunca supe explicar. La primera vez que me lo confesó, después de una salida nocturna con amigas, se había estado morreando con un chico 15 años más joven que ella. Me sentí humillado. Y al mismo tiempo… completamente rendido a ella. Tenemos pocas experiencias, follar, solo ha llegado a follar con tres. La última en nuestro coche, y por primera vez estuve presente. Jamás olvidaré como aquel hombre la morreaba, como le comía las tetas, como ella se movía sobre él, sin dejar de gemir.

Tu novela me hizo revivirlo todo: la culpa, el morbo, el deseo mezclado con celos, la entrega absoluta. Gracias por escribir algo tan directo, tan sin miedo. Las escenas son salvajes, pero también tienen alma. Se nota que sabes exactamente lo que estás contando.

Desde que leí el primer capítulo, Laura y yo no dejamos de hablar de ti en la cama. Tú pones las palabras. Ella pone el cuerpo. Y yo… el permiso.

Sergio, lector agradecido y cornudo orgulloso.

Javier Martin
hace 18 horas

No sé ni por qué estoy escribiendo esto. Supongo que necesitaba soltarlo en algún sitio. Leí tu novela de un tirón. Me removió. Me dolió, me excitó mucho, me dejó jodido.

Hace dos años descubrí que mi mujer me era infiel. No fue elegante ni erótico. Solo fue real. Un mensaje en su móvil. Una foto que no era para mí. Me temblaban las manos. Sentí que el suelo se me iba. La enfrenté y lloré. Ella no lo negó. Dijo que necesitaba sentir algo más. Algo que yo ya no le daba.

Durante semanas dormí en el sofá. Pensé en irme. Pero no lo hice. Porque algo en mí, por muy jodido que suene, quería saber más. Qué hacía con él. Cómo la tocaba. Qué gemidos soltaba con otro que conmigo nunca había soltado. Y lo peor es que cuando me lo contó… me corrí solo escuchándola. Desde entonces, no soy el mismo. Ella tampoco. Ahora me lo dice antes de irse<Hoy no vuelvo temprano> Y yo me quedo en casa, con el corazón hecho nudo y la polla dura. Esperando. Olvidándome del orgullo.

Tu novela me hizo sentir acompañado. Me hizo ver que hay otros como yo. Que esto también, además de un vicio, es amor.

Gracias por ponerlo en palabras. Aunque duelan y exciten a partes iguales. Un saludo

Gewurtz
hace 9 horas

Olivia, sueño a la cama llevarte,
Y antes de irme al infierno,
Bruto, salvaje y nada tierno,
Un buen polvo quiero darte.