
Por Deva Nandiny
Introducción
Una ensalada, dos hombres, y un orgasmo secreto servido en rodajas.
El deseo empieza en la cocina.
El sol se colaba por la ventana de la cocina mientras yo me disponía a preparar una ensalada. Algo que fuera sencillo y rápido. Algo que no diera sospechas. Ese día venía a cenar una amiga con su esposo —su marido, por favor… qué escándalo de hombre. Qué bueno está—. Y, aunque había encargado la comida a un restaurante del barrio, decidí preparar yo la ensalada para no parecer una inútil total.
Un rato antes había bajado a la frutería de Pablo.
Pablo… era poderoso y grande como una montaña. Cerca de los sesenta, hombros de albañil, manos de tractorista y esa barba canosa desordenada que raspaba como el infierno. Era soltero, directo, sin modales, con una voz ronca que me recorría la espina dorsal cuando me hablaba al oído…
No sé cómo miraba al resto de sus clientas, pero a mí sabía hacerme mojar las bragas con solo alzar una ceja.
Tanto es así que, desde hacía un par de meses, tenía una relación con él. Si se le podía llamar así. Porque lo nuestro no era de flores ni de cenas. Lo nuestro era carne y sudor; miradas sucias y piernas abiertas.
El frutero y su trastienda.
Pablo no era un hombre guapo. Ni siquiera resultaba un hombre interesante. Estaba a años luz de mi prototipo. Pero tenía eso. Esa tosquedad que se imponía. Que me partía en dos cada vez que me follaba contra la pared de su trastienda.
Cuando quería algo de él, bajaba a la frutería vestida sexy, sin ropa interior, normalmente poco antes de que cerrara a mediodía. Cuando sabía que no habría clientes de última hora.
—Ven acá, golfa, ya llevaba unos días echándote de menos —me soltó Pablo, mientras se secaba las manos con un trapo mugriento.
Se acercó a mí con esa mirada suya de macho hambriento, la que ya conocía bien. La que me decía que no venía solo a pesar tomates. Me agarró del brazo con fuerza, esa fuerza bruta que me ponía a mil, y sin darme tiempo a responder, añadió:
—No entiendo cómo tu marido te deja salir así vestida de casa.
Yo sonreí, esa sonrisa de zorra que se me escapa cuando sé que alguien me desea tanto como yo deseo ser usada. Llevaba una blusa sin sujetador y una falda tipo colegiala tan corta que, con una brisa mínima, se vería todo. Lo hacía a propósito. Lo hacía por él.
—A lo mejor lo hago porque quiero que me mires así, Pablo —le susurré, mientras me acercaba lo justo para que notara mis pezones duros contra su pecho—. O porque sé que tú sí sabes lo que hacer conmigo.
—¿Vienes a comprar sin bragas otra vez? —me preguntó, acercándose aún más, su aliento caliente rozándome la oreja. No contesté. Solo me giré despacio, y mientras lo miraba con descaro, levanté la falda lo justo para que viera que, efectivamente, iba sin nada.
Él chasqueó la lengua y sonrió con esa expresión entre deseo y lujuria que solo él sabía poner.
—Estás pidiendo polla desde que entraste por la puerta.
Y me agarró de la cintura, arrastrándome hacia la trastienda con pasos decididos. La cortina de plástico se cerró detrás de nosotros como una confesión que no tendría perdón. Allí, entre cajas de fruta y olor a humedad, me empujó contra la pared. Me abrió las piernas con la rodilla. Me bajó la cabeza con una mano al cuello.
—Quietecita —ordenó.
Y obedecí.
Sentí cómo me acariciaba el coño con los dedos, lento, midiendo lo empapada que estaba. Luego escupió sobre mi raja y me lo restregó con esa brutalidad suya tan precisa. Jadeé.
—Te tengo calada, zorra. Cada vez que vienes por aquí es porque quieres que te la meta hasta el fondo.
—Sí —susurré, sin vergüenza.
Me subió más la falda y sacó su polla. La sentí dura, palpitante, rozando mis labios hinchados y calientes. Me la metió de golpe, hasta el fondo. Sin aviso y sin cariño. Una sacudida eléctrica me recorrió la columna. Sentí cómo me abría en dos. Me arrancó el aliento y me hizo ver estrellas negras, de esas que arden detrás de los párpados cerrados. El ardor era real. Brutal. Hermoso.
Me arqueé, solté un gemido ronco, más animal que humano. El choque fue tan fuerte que por un segundo pensé que me iba a partir. Pero no me importaba. Lo quería así. Lo necesitaba así...
Él empezó a follarme contra la pared con un ritmo brutal, preciso. Cada embestida era un golpe seco que me hacía rebotar contra el yeso. Cada vez lo sentía más adentro. Más salvaje. Me empotró como solo él sabía: con rabia, con hambre, como si se estuviera desquitando de días sin follar… o como si quisiera dejarme marcada para que nadie más se atreviera a tocarme.
Aquel salvaje me tenía cogida por los pechos, me azotaba el culo con fuerza, me mordía el cuello mientras me decía al oído todo tripo de salvajadas:
—Esto es lo que necesitas, perra. Que te reviente el coño como te gusta.
—¡Sí! ¡Joder, sí! —grité, chocando contra la pared con cada embestida.
La fruta temblaba en sus cajas. La tienda olía a sudor, a sexo, a pecado fresco. Me corrí con un grito, temblando, jadeando como una loca.
—¡Ah...! ¡Ah....! Más quiero más. Damé más...
—Hay que ver como te gusta —gritaba, sacudiéndome con todas sus fuerzas—. Estás hecha una buena golfa, Olivia —me susurró al oído, mientras me daba una bofetada en la nalga que me hizo gemir de puro gusto.
—Pareces una perra en celo —me decía, agarrándome del cuello. Dándome una nalgada más.
Grité. No de dolor. De placer. De alivio.
—¡Más fuerte! —pedía yo fuera de control, sintiendo un segundo orgasmo devorándome por dentro.
—¿Así te gusta, zorra? ¿Eh? ¿Así te folla tu marido?
Por un momento me acordé de Enrique, estaba a punto de llegar a casa.
—Mi marido ni se entera de cómo me corro —jadeé—. Pero tú… tú me dejas temblando, cabrón.
Me agarró del pelo, me levantó la cabeza y me escupió en la boca. Me lo tragué sin pensar, mientras sentía su polla latir dentro de mí.
—Te voy a llenar entera, puta. Y luego vas a irte a preparar esa ensaladita con mi leche goteándote por los muslos.
Ese comentario me llevó al límite. Grité su nombre descontrolada, con el coño empapado y los gemidos sordos atrapados entre dientes. Él me siguió segundos después, soltando un gruñido gutural, clavando los dedos en mis caderas mientras me llenaba por dentro con una última estocada brutal.
Nos quedamos así unos segundos. Jadeando, pegajosos, sucios... Deliciosamente usados. Cuando recuperé un poco el aliento me acomodé la falda, sin limpiar nada. Lo quería dentro el resto del día. Él me dio una palmada en el culo y dijo, con media sonrisa:
—Cuando quieras ven a por más, estaré esperándote.
Del placer al plato.
Salí de la frutería con las piernas flojas y una sonrisa en los labios. En la bolsa, los tomates, la lechuga y un pepino. Volví a casa apretando las piernas. Cachonda como una perra. Y con una idea en la cabeza que no me iba a dejar tranquila hasta cumplirla.
Nunca he sido buena cocinera —más bien soy un desastre entre fogones—, así que la cena la había encargado en un restaurante del barrio que hace comida para llevar. Pero quería hacer algo con mis manos, aunque fuera mínimo, para aparentar que había puesto cariño. Y nada más fácil y rápido que una ensalada.
Tengo que decir que Fran estaba buenísimo. Muchas veces había fantaseado con llevármelo a la cama. ¿Cómo follaría el marido de mi amiga? Sabía que yo le gustaba; lo notaba en su forma de mirarme, con silencios cargados de intención. Pero nunca había dado el paso para que pasara nada entre nosotros. Hasta ahora solo era deseo contenido… y eso es lo más peligroso.
Empecé a cortar los tomates. Rojos, jugosos, tan maduros que se deshacían con solo mirarlos. Los corté lentamente, disfrutando del sonido del cuchillo, atravesando la pulpa húmeda. Me mojé los dedos, claro, y me los llevé a la boca. Sabían a fruta… y a ganas contenidas. El sabor… ácido, dulce… provocador. Entonces me fijé en el pepino que Pablo, mi frutero, me había vendido un rato antes. Gordo, duro, rugoso y largo. De esos que te hacen comparar… y pensar.
No pude resistirme.
Dejé el cuchillo en la encimera y me fui directa a mi habitación, con el pepino en la mano, como si llevara un tesoro que no pensaba compartir. Cerré la puerta. Me metí en la cama. Subí mi falda de cuadros. No llevaba nada debajo; aún no me había dado tiempo a cambiarme ni a asearme desde el encuentro con Pablo.
Lo pasé primero por mis muslos, despacio, como un susurro. Estaba frío… delicioso. Me lo restregué por los labios, hinchados ya de puro deseo. Y entonces… lo empujé dentro. Lento, cada vez un poco más. Hasta el fondo. Mi coño, aún dilatado por la estaca de Pablo, lo recibió con hambre.
—¡Ah...! —gemí como una cerda caliente.
Cerré los ojos y pensé en él. En Pablo. En esas manos grandes, en esa sonrisa de sátiro cabrón que me lanza cuando le pido “algo bien firme”. En cómo me había follado entre cajas de fruta.
Luego pensé en mi vecino, ese que riega las plantas en calzoncillos, con ese bulto indecente que grita deseo. Siempre se asoma cuando salgo a tender la ropa sin sujetador. Finge que está con las macetas, pero yo lo veo: cómo se le endurece el gesto… y otra cosa más. Me calienta esa tensión silenciosa. Esa forma en que jugamos a ignorarnos, sabiendo que nos observamos.
Yo tiendo los tangas más pequeños que tengo.
Más de una vez he fantaseado con que sube, sabiendo que estoy sola. Que llama al timbre con una excusa absurda —una fuga, una queja por el ruido, cualquier tontería— y cuando abro la puerta, me mira a los ojos y no dice nada. Solo entra. Me agarra del cuello. Me empuja contra la pared del recibidor, mientras la puerta aún está abierta. Me sube la camiseta, me muerde los pezones. Su aliento huele a café y deseo. Me baja las bragas con una mano y con la otra me aprieta el culo, como si ya fuera suyo desde hace tiempo.
Y me folla ahí mismo. Sin palabras. Sin permiso. Con urgencia. Con rabia. Oliendo a sexo vecinal. A veces, cuando me masturbo por la noche, pienso en él. En cómo me agarraría. En cómo me haría gemir bajito, con miedo a que alguien nos oyera.
Y me corro más fuerte, más rápido. Porque no hay nada más caliente que lo que aún no ha pasado… pero sabes que podría pasar en cualquier momento.
Pero entonces me acordé de Fran. Su imagen irrumpió en mi mente como una descarga. Lo vi entre mis piernas, desnudo, sujetándome por la cintura, susurrándome obscenidades mientras me empalaba con fuerza, con hambre, como si quisiera romper todo lo que hay entre nosotros.
Me moví sobre el pepino como una posesa. Con una furia incontrolada. El deseo se me subía a la garganta. Y cuando exploté… lo hice con un grito mudo, con las piernas temblando, con uno de esos orgasmos húmedos que me hacen mearme de puro gusto.
Minutos después, volví a la cocina. Me senté en la banqueta, todavía jadeando, con el pepino aún dentro de mí. Lo saqué y lo miré impregnado en mis jugos. Lo piqué en trozos y lo eché a la ensalada, sintiendo un morbo atroz al imaginar que, en unas horas, Fran estaría saboreando una parte de mí tan íntima.
Cena servida… con secreto incluido.
Dicen que cocinar con amor le da más sabor a la comida. Yo digo que hacerlo después de un buen orgasmo… es directamente afrodisíaco.
Así que, amigas y amigos, recordad:
Los mejores consoladores no siempre están en los sex shops. A veces están en la frutería del barrio. Duros, rugosos, gruesos, con forma… peligrosa. Y lo mejor de todo: te los puedes comer después. Son sanos, nutritivos y no engordan.
Como colofón, diré que me pasé toda la cena cachonda, húmeda, jugueteando con la lengua en la boca cada vez que veía a Fran morder un trozo de ese pepino que había estado tan dentro de mí. Y él… él me miraba como si lo supiera. Como si, al saborearlo, también estuviera probando un pedazo de mí. Y mientras él seguía comiendo pepino… yo solo pensaba en cómo sería comérmelo a él.
Deva Nandiny
Autora, amante del pecado y defensora de los placeres sencillos.
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Comentarios
Hola Olivia como siempre nos hace sentir que estamos ahí presente en un momento del relato me sentí ser yo el pepino jaja muy buena experiencia y genial contada muy rapida muy directa. Besos amor
¡Dios mío, qué pluma! Es sucio, sí, pero tremendamente elegante. El ritmo, la construcción de la tensión, los detalles… esto es literatura erótica de verdad, no porno barato. Felicitaciones, Deva, me has dejado temblando.
Mauricio G.
Esto no es solo un relato erótico, es una obra de arte en tres actos: deseo, acción y consecuencia. Lo leí con una mano en el corazón… y la otra… bueno, ya sabes dónde. Gracias por escribir con tanta honestidad.
Me encanta cómo juegas con la sensualidad sin necesidad de metáforas cursis.
Este texto me hizo sudar más que mi ex. ¿Pero qué clase de mente enferma y brillante tienes, mujer? ¡Hazme una ensalada de esas!
Me estoy tocando en el baño del trabajo después de leer esto. No tengo vergüenza y es tu culpa. Me hiciste mojarme con cada línea. Lo del pepino... puta obra maestra. Brava.
Qué coño de relato. Me lo leí dos veces, la primera con la polla dura, la segunda con una mano en el pecho recuperando el aliento. Esto no es escribir, esto es empotrar con palabras.
Me corrí. Literal. Con los pantalones bajados y el móvil temblando en la mano. Lo que haces con las palabras no tiene nombre. Me imaginé siendo tú, con Pablo, con Fran, con el puto pepino... Necesito una ducha.
Esto es una guarrada maravillosa. Pero quiero más. ¿Dónde está la segunda parte? ¿Cuándo se folla al marido de su amiga en la cocina con los restos del pepino aún en la encimera?
Te juro que si me hubieras tenido cerca mientras lo escribías, te habría metido la polla en la boca entre párrafo y párrafo. Escribís como una demente caliente. Y eso me enloquece.
Necesito que alguien me folle así de sucio. Sin cursilerías. Como ese frutero cabrón. Tu relato es mejor que cualquier porno premium.
A ti hay que follarte con la cara contra el teclado para que sigas escribiendo mientras te retumban las entrañas. Lo que hacés con los detalles... es pornografía emocional. Y me fascina.
Me pusiste como una piedra. No escribís, follas. No relatas, penetras. Quiero dejarte sin aliento como Pablo, pero mientras recitas ese monólogo final con la boca llena.
Nunca había fantaseado con un frutero. Ahora solo quiero que me folle uno con manos de tractorista. Lo leí con los dedos entre las piernas. Me corrí dos veces
Me leí esto a solas, con la pija en la mano y el corazón acelerado. Y cuando acabé, te juro que me sentí un poco enamorado. ¿Eso es normal? Da igual. Voy a releerlo.
Leí esto con una mano en la polla y la otra mordiéndome los labios. Me hiciste gemir, hija de puta. Quiero que me folles escribiendo. Que me leas mientras me corro.
Que patas tienes, pedazo zorra. Metería mi cabeza debajo de la falda y te lo chuparía todito. Me enloquecen tus muslos y tu culo. Ver lo bueno que estás, y saber lo puta que eres me la pone como una piedra
Me comía el pepino a mordiscos, dentro de tu coño, me moriría entre esos muslos y ese par de tetas, buenorra